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Córdoba es una ciudad tan llana que sólo se la puede dominar entera desde la altura de sus torres, desde la cima barroca del campanario de la catedral. Sólo desde allí se descubren sus jardines escondidos, la monotonía ocre de los tejados entre los que se abre el rectángulo de un patio, la extensión blanca del caserío que se prolonga hasta la orilla del Guadalquivir y hacia las primeras estribaciones de la sierra, donde también ahora, como en el tiempo de los omeyas, se multiplican las quintas de los poderosos, breves oasis de delicia para defenderse del calor y del estrépito de la ciudad. Allí estuvo el primer palacio de Abd al-Rahman I, que se llamó al-Rusafa para repetir el nombre de otro palacio de Siria, desde esta misma torre tal vez podía distinguirse a lo lejos la ciudad áulica de Madinat al-Zahra, de murallas tan blancas que un poeta musulmán la compara a una muchacha desnuda entre los brazos de un etíope. A un lado el río con sus molinos abandonados, el puente que llevaba al arrabal que fue destruido para siempre durante el reinado del temible al-Hakam I; al otro, los tejados y las torres de la ciudad perdiéndose hacia el doble azul de la serranía y del cielo, un azul casi blanco en el límite del horizonte. El horror y la gloria, el hormigueo de las generaciones, el fuego de los incendios, los gritos de los héroes, de los verdugos y las víctimas: todo eso había ocurrido en la ciudad que yo tenía ante mis ojos, tan impasible en la distancia como una llanura desierta en la que muchos años atrás hubiera sucedido una batalla. Aquí estuvo la biblioteca de al-Hakam II, tan vasta como la de Alejandría; aquí vivieron Ibn Hazm y el infatigable al-Mansur, que levantó cincuenta expediciones victoriosas contra los reinos cristianos; a un precipicio de esta sierra se lanzó el extravagante inventor Abbas ibn Firnas, atado a una máquina de volar que tenía alas de seda; tal vez desde las torres de la iglesia que hubo en este mismo lugar antes de que se construyera la mezquita vio alguien llegar a los jinetes árabes y bereberes que conquistaron Córdoba para el Islam en el otoño del 711. La Historia es eso, una ficción nacida del gusto de saber lo que no puede recordarse, un gran teatro de sombras custodiadas en los libros o surgidas de las ruinas y del suelo estéril como nacían los hombres de las piedras sembradas por aquel Deucalión que en la mitología griega restaura el linaje humano tras el diluvio universal.

Hay libros que uno sueña despierto antes de empezar a escribirlos, libros que uno presiente, todavía velados en su imaginación, pero ya vivos e impacientes en ella, en el espectáculo de las ciudades y de las vidas. Sin que hubiera escrito ni calculado una sola palabra, yo veía mi libro en las calles de Córdoba, y por eso, algunas veces, las recorría como quien está leyendo y se muere de impaciencia por averiguar lo que ocurre en la próxima página. Me gustaba perderme en los callejones y entrar en todos los portales, en las honduras lóbregas de todas las iglesias vacías, y cuando estaban clausuradas las puertas miraba un patio prohibido a través de una cerradura o de una rendija entre dos tablas, y casi siempre veía lo mismo, lugares desertados donde crecían malezas entre los escombros. Dice el gran Ibn Jaldún que la extinción es el porvenir de todas las dinastías y de todas las ciudades. Para entender el dolor de Ibn Hazm por la decadencia de la Córdoba que había conocido en su primera juventud no hace falta visitar las excavaciones de Madinat al-Zahra ni leer las crónicas donde se cuentan los saqueos y asedios que padeció la ciudad durante las guerras civiles del siglo XI. La memoria y la evidencia continua de la destrucción forman parte de Córdoba tan indisolublemente como las hojas podridas y los árboles derribados que fecundan el subsuelo de un bosque. A cinco metros bajo el pavimento de las calles actuales dice Torres Balbás que yacen los restos de la Córdoba romana, piedras quemadas y cenizas, estatuas sin rostro y losas y columnas de patios que han seguido repitiéndose en la ciudad hasta ahora mismo como arquetipos platónicos.

Una mañana me llamó la atención la alta fachada de una casa que parecía sostenerse en pie gracias únicamente a las vigas que la apuntalaban. Unos maderos fuertemente clavados defendían la puerta, pero el candado estaba roto y conseguí entrar. En el vestíbulo, a la izquierda, había una pequeña ventana oval que me recordó a una taquilla, y en la pared colgaba el anuncio de una actuación musical. De la puerta que daba entrada a un gran salón con columnas de hierro y techo de cristal ya no quedaban más que los goznes. Vi una barra como las que tenían los ambigús en los cines antiguos: tras ella había un espejo roto y un anaquel de botellas cubierto de polvo, incluso un fregadero de cinc con cristales de vasos. Al caminar pisaba astillas de vidrio y restos de basura, botellas de licores que estuvieron de moda hace diez o quince años, envoltorios de plástico. Del techo de cristal sólo quedaba intacto el armazón metálico, y al fondo había un escenario tal vez destinado en otro tiempo a modestas atracciones musicales, a melancólicos concursos de poesía o de belleza local. Imaginé un baile violentamente interrumpido por alguna catástrofe, mujeres huyendo hacia las salidas de emergencia con tacones de aguja y ceñidas faldas de los años sesenta. Detrás del escenario había una pared de ladrillo medio derruida, y la luz indiferente del sol resaltaba un jardín con falsos arcos musulmanes. Aún no conocía estas palabras de Ibn Hazm: «Sus huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido y no se sabe dónde están. La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha mudado en estéril desierto; la sociedad, en soledad espantosa; la belleza, en dispersos escombros; la tranquilidad, en encrucijadas aterradoras». Él escribía sobre un barrio de Córdoba arrasado hace casi mil años, pero la sensación de soledad y despojo era la misma, y hasta el miedo: vi las cenizas de una hoguera reciente y una o dos agujas hipodérmicas, oí los pasos de alguien que se movía en una habitación cercana. Salí huyendo de aquel lugar con la sensación de haberme salvado de una trampa.

El nombre único de una ciudad, como el de una persona, es una simplificación. Yo conocí una Córdoba de serenidad y penumbra, de silenciosos jardines y caudales de agua (en uno de ellos, en un estanque del alcázar, una mujer se bañaba los pies blancos y ateridos, y el frío del agua le incitaba la risa), y también vi una ciudad de bloques de pisos y avenidas triviales, y una desolada Córdoba en la que se oscurecía prematuramente la tarde y olía a meadas de borrachos y a ladrillos podridos de humedad. La plaza de la Corredera, que anduve buscando en vano con el auxilio de un mapa y en la que me encontré de pronto cuando ya no la buscaba, tiene una sórdida perspectiva de soportales y zaguanes de casas de renta antigua en los que se abren temibles pensiones y tabernas para bebedores terminales, para borrachos mendigos que antes de beber dejan sobre el mostrador un puñado de monedas. La Corredera, como los patios abandonados, es un paréntesis en el espacio y también en el tiempo de Córdoba, una hermosa plaza inmediatamente desmentida por la suciedad y la pobreza, un sumidero cerrado sobre sí mismo en el interior de la ciudad. La habitan viejos que posiblemente morirán solos en sus cuartos de alquiler y alcohólicos que se peinan furiosamente hacia atrás el pelo sucio y aplastado. Basta salir de allí y alejarse un poco hacia otras calles para sentir que uno no ha estado en esa plaza, que no ha visto esas caras de muerto en las ventanas enrejadas, mirándolo como fantasmas o leprosos que se sorprenden de que un extraño se atreva a visitar su reino.

Pero Córdoba no es una ciudad decadente, una de esas altivas ciudades, enfermas de pasado, en las que se vuelve irrespirable la vida. Cuando Abd al-Rahman el Inmigrado la conquistó e hizo de ella la capital de su reino tal vez pensó que se parecía a Damasco, y que su llanura y su río eran el reflejo simétrico de aquella patria perdida a la que nunca podría volver. Al cabo de tantos siglos Córdoba mantiene la definitiva gallardía sin énfasis de una columna sola y vertical sobre la tierra estéril. El tiempo la gasta, pero no la derriba; ella misma está hecha de la sustancia del tiempo y de la materia de los sueños: alma del tiempo, espada del olvido , escribió don Luis de Góngora, que vino a morir a su ciudad y está enterrado en la mezquita. Córdoba es simultáneamente todas las ciudades que ha sido desde que la fundaron, pero la memoria de Roma y del califato y de los esplendores funerales de la Contrarreforma no convierte sus calles en las heladas escenografías de un museo. Del pasado queda en el presente un rescoldo de sabiduría y de lúcida predisposición hacia esos placeres regidos por el gusto que tanto amó el emperador Adriano. En algunas tabernas de Córdoba la penumbra y el vino son dos obras maestras del placer de vivir. Las calles parecen hechas a la medida del viajero indolente, y su trazado curvo gradúa los placeres de la caminata y la mirada con una exactitud de dibujo científico o de crescendo musical serenamente contenido. Córdoba, lejana y sola, ofrecida y ausente, es a la vez un reducto no vulnerado de la vida y un laberinto de la literatura, sobre todo de noche, cuando han cerrado los bares y no hay nadie en las calles, cuando la cal de las paredes y la negrura del cielo la convierten en una ciudad abstracta donde el aire huele a jazmines azules, en uno de esos grabados que ilustraban los libros de los viajeros románticos.

Un viaje, una ciudad, un libro: al volver boca arriba los naipes se nos desvela inapelablemente la trama del azar. Si no hubiera tenido que escribir este libro yo no habría viajado a Córdoba, no habría mirado desde la ventana de la habitación de un hotel el campanario de la catedral, más alto cuando lo iluminan los reflectores nocturnos, ni poseería ahora el recuerdo del agua que se escuchaba en la oscuridad junto a la orilla pantanosa del río. Uno sólo puede escribir sobre las ciudades que forman parte de su vida, que no son siempre aquellas en las que ha vivido más tiempo. Los omeyas reinaron en Córdoba durante doscientos sesenta y cinco años, a lo largo de nueve generaciones de hombres, pero desde la distancia de ahora mismo casi nos parece que la suya fue una edad fugaz. Y sin embargo el tiempo de unos pocos días y noches crece en la memoria y se hace más firme en cada una de las palabras escritas para contar, lejos de Córdoba, el testimonio de una posesión.

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