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Nos dicen que era muy alto: que se movía con severos ademanes tiránicos, como si el mundo y la vileza de los otros le hubieran pertenecido siempre, incluso cuando no era más que un calígrafo que se ganaba malamente la vida en un zaguán de la medina. Pero sin duda el mérito más decisivo en su ascenso fue el favor de la concubina Subh: en Córdoba cundía la convicción de que la había hecho su amante, arriesgándose con fría temeridad a provocar la ira del viejo califa, que apuraba al mismo tiempo su último amor y los últimos años de su vida. Imaginamos a Subh como una rubia ambiciosa, razonable y helada, una extranjera -había venido de los reinos del norte- dispuesta a olvidar su origen y su religión y a ganarlo todo en un país hostil. Era la esposa de un enfermo, y Muhammad ibn Abi Amir le ofrecía una juventud exaltada por la inteligencia y la crueldad, pero lo que los unió durante muchos años fue una mutua codicia que cada uno alimentaba en el otro. Para lograr lo que quería, Muhammad necesitaba a Subh: a ella el triunfo de su amante le garantizaba que después de la muerte de al-Hakam su único hijo, Hisham, que empezaría a reinar muy joven, iba a contar con el apoyo del hombre más poderoso y despiadado de Córdoba.

Muy pronto llegó a ser también uno de los más ricos. Se construyó un palacio en el arrabal de la Rusafa, muy cerca de donde se levantaba todavía el que fundó Abd al-Rahman I el Inmigrado. Su fortuna de advenedizo despertaba sospechas, no siempre dictadas por el rencor y la envidia: él procuraba ahogarlas bajo el espectáculo bárbaro de su generosidad. Cualquiera tenía mesa y refugio en su palacio y podía sumarse sin reparo a las fiestas que se celebraban diariamente allí, cualquier poeta que escribiera una tirada de versos en honor de Muhammad ibn Abi Amir o de sus antepasados contaba con una bolsa de monedas de oro. Un ejército de esclavos custodiaba el recinto: el séquito de Muhammad era casi tan lujoso y tan innumerable como el del califa. Sus enemigos se preguntaban durante cuánto tiempo podría mantener la impostura de una riqueza ilegítima, cuándo se hundiría en el desastre su arrogancia de jugador. Para halagar a Subh le regaló la maqueta de un palacio labrada en plata maciza: previamente la exhibió en público a la admiración y la envidia de quien quisiera mirarla. Llevó en procesión por las calles de Córdoba el palacio de plata y al entregárselo a Subh se inclinó con ceremonia ante ella, convirtiendo en desafío para los cortesanos el secreto de su amor. Hasta el califa al-Hakam, que prefería optar por la indiferencia, empezó a recelar. Cuentan que dijo «¿Por qué hábiles manejos se atrae este muchacho a todas mis mujeres y se hace dueño de sus corazones? Aunque se ven rodeadas de todos los lujos del mundo, no aprecian más regalos que los que proceden de él. ¿Hay que pensar que es un sabio mágico o un servidor admirablemente diestro? En todo caso, siento cierta inquietud por los fondos públicos que maneja».

Era cierto que Muhammad había apostado demasiado fuerte: lo sometieron a una investigación y los contables de palacio descubrieron un déficit escandaloso en los fondos que él administraba. Parecía que esta vez ni siquiera la protección del gran visir ni de Subh podrían salvarlo de la vergüenza y posiblemente de la cárcel. Pero Muhammad, al que todos suponían perdido, había tenido la precaución de rodearse de una maraña de deudores: si se arruinaba, muchos otros caerían con él. Cuando el califa, con serena frialdad, le pidió que justificara el dinero desaparecido en la Casa de la Moneda, asintió como si se dispusiera a obedecer una orden rutinaria y pidió tan sólo unas horas de plazo: nunca más que en ese momento le era preciso adoptar un aire de inocencia. Un visir muy rico, Ibn Hudayr, le debía grandes favores, tan especiales que sería incómodo para él que salieran a la luz. Muhammad ibn Abi Amir, desesperado, tranquilo, fue a su casa y le pidió prestado el dinero que le faltaba para cubrir su déficit. Ibn Hudayr accedió. Cuando se revisaron de nuevo las cuentas, cuando parecía inminente la caída de Muhammad, él presentó al califa una contabilidad irreprochable: en la Casa de la Moneda no faltaba ni un solo dinar. Automáticamente los acusadores se volvieron acusados: la honestidad de Muhammad ibn Abi Amir salió fortalecida por el descrédito de la sospecha y la calumnia. Quienes habían creído que lo derribaban, contribuían a su imparable elevación. No hubo piedad para ninguno de ellos: la cualidad más peligrosa de Muhammad ibn Abi Amir era que no olvidaba nunca.

Sabía, mejor que nadie, recordar y esperar: para que se afianzara definitivamente su poder era preciso que muriera el califa al-Hakam. Con un niño enfermizo en el trono de Córdoba, él, Muhammad, que había sido su mentor casi desde que nació y era además el amante de su madre, no tendría ningún obstáculo que lo detuviera. De su parte estaban el gran visir al-Mushafí y el general Galib, antiguo esclavo de Abd al-Rahman III que había llegado a ser con los años el militar más glorioso de al-Andalus. Pero tenía motivos para desconfiar de los influyentes eunucos de palacio, cuyos jefes eran Faiq al-Nizami, gran maestre del guardarropa y los tapices, y Chawdar, supremo orfebre y halconero mayor. Ambos gozaban de la privanza más íntima con el califa. Cuando murió, después de una larga agonía, sólo ellos dos estaban presentes. Consideraron que, si el niño Hisham subía al trono, Muhammad ibn Abi Amir y sus aliados no tardarían en despojarlos de todos sus privilegios, incluso era posible que adoptaran la precaución suplementaria de ejecutarlos. Solos a medianoche en la alcoba donde yacía aún el cadáver de al-Hakam II, Faiq y Chawdar decidieron mantener en secreto su muerte durante algunas horas, tal vez hasta que amaneciera, y ganar tiempo mientras tanto: harían que en lugar de Hisham fuera nombrado califa su tío al-Mugira, uno de los últimos hijos de Abd al Rahman III. Era un joven oscuro y más bien retraído que vivía fuera de palacio, en una quinta a orillas del Guadalquivir, ajeno por completo a la corte y a toda tentación de poder.

Pero los eunucos, con una ingenuidad suicida, contaron su plan al gran visir al-Mushafí, creyendo su promesa de que lo secundaría. Lo que hizo al-Mushafí fue enviar aquella misma noche a Muhammad ibn Abi Amir, con un destacamento de cien esclavos armados, a casa del príncipe al-Mugira. Antes del amanecer, Muhammad lo despertó para darle la noticia de que su hermano, el califa, acababa de morir. Cuando al-Mugira, aturdido todavía por el sueño, vio a los soldados que rodeaban su jardín con las espadas desnudas, comprendió que a pesar suyo estaba condenado. Muerto de miedo, llorando, juró al impasible Muhammad que nunca reclamaría el trono ni conspiraría contra su sobrino, que lo único que deseaba era seguir viviendo como hasta entonces, retirado de todo, que le bastaba lo que poseía, su casa en el campo y las rentas que cobraba como miembro de la familia omeya. Pero Muhammad ibn Abi Amir se mantuvo inflexible, educado, casi complaciente. Miró a aquel príncipe de sangre real humillarse ante él y dándole la espalda salió al jardín, al aire fresco y perfumado de la noche de octubre, e hizo una señal lacónica a los soldados. Tal vez oyó desde lejos los gritos de al-Mugira, borrados por la corriente próxima del Guadalquivir. Lo estrangularon en su dormitorio y colgaron su cadáver de una cuerda. A la mañana siguiente se sabría en Córdoba que el príncipe al-Mugira se había suicidado. En la Historia, que suele ser una historia universal de la infamia, el príncipe al-Mugira ocupa unas líneas y unas pocas horas: las que duró la noche de la muerte del califa al-Hakam. Su nombre ha perdurado por la única razón de que es una víctima en estado puro, un inocente del que no sabríamos nada si no hubiera sido sacrificado. Vivió veintiocho años tan oscuramente como cualquier otro hombre del que no quedan rastros en la memoria de nadie. Sin duda pensaba que su voluntaria mediocridad lo salvaría. Una noche de octubre oyó golpes en su puerta y voces alarmadas de esclavos y dos o tres horas más tarde ya estaba muerto y volvía para siempre a la oscuridad. Muhammad ibn Abi Amir ni siquiera quiso ver cómo lo mataban.

Pero el porvenir no fue más piadoso con los eunucos Faiq y Chawdar, que sin darse cuenta habían tramado la perdición del príncipe al-Mugira. A Faiq le arrebataron todas sus dignidades y durante el resto de su vida, expulsado del alcázar, vivió prisionero en una casa de Córdoba. Chawdar fue desterrado, y murió años después en las Baleares, acordándose siempre de aquella noche junto al cadáver del califa en la que estuvo a punto de ganarlo todo y todo lo perdió. Inmediatamente después del entierro de al-Hakam, en la mañana del dos de octubre del año 976, los imanes proclamaron en la mezquita mayor el nombre del nuevo califa, que fue sacado en procesión por las calles de Córdoba entre un séquito de guerreros y eunucos, vestido de púrpura y llevando sobre su cabeza infantil un turbante tan alto como una tiara. Era un niño de complexión muy débil, de piel translúcida, de pelo rubio y ojos muy claros. Los gritos de la multitud y el estrépito de los militares lo asustaban, y le hacía daño la luz del sol. Muhammad ibn Abi Amir, al-Mushafí y Galib ocupaban lugares de privilegio junto al sitial del monarca.

Como habían previsto, entre los tres se repartieron los máximos cargos del Estado. Al-Mushafí y Galib fueron nombrados hayibs , o primeros ministros, y Muhammad visir al-dawla , o consejero mayor, y wali al-madinat , o gobernador de Córdoba, también llamado señor de la noche -sahib al-leil - porque los soldados a sus órdenes rondaban las calles de la ciudad desde que oscurecía hasta el amanecer. No se fiaba de los árabes, porque los sabía levantiscos y dados a las conspiraciones: contrató mercenarios cristianos y bereberes a los que pagaba de su propio tesoro y a nadie más que a él juraban lealtad. A los treinta y seis años había alcanzado la cima del poder, pero aún no estaba sólo ni se sentía del todo firme en ella: dependía de un niño sin voluntad manejado por su madre y de dos viejos cortesanos -Galib y al-Mushafí- que en el fondo lo despreciaban como a un advenedizo, aunque lo habían alentado siempre para aprovecharse de su audacia.

Primero aniquiló a al-Mushafí. Organizó contra él una minuciosa cacería, lo acusó de robo al tesoro público, de venalidad, de nepotismo, de abusos de poder, de impiedad y de lujuria. El califa firmó el decreto que despojaba a su primer ministro de todos sus cargos y confiscaba todas sus propiedades y lo envió a la cárcel junto a sus hijos y a todos los parientes que medraban con opulencia a su sombra. En pocos días, al-Mushafí, que había gozado de la amistad de al-Hakam II y vivido siempre en la omnipotencia y el lujo, se vio reducido a una miseria peor que la de un pordiosero. Lo confinaron en una mazmorra, injuriaron su nombre, lo sometieron a tortura. Viejo y fracasado, ni siquiera conservó la dignidad, aunque es posible que no la hubiera conocido nunca. Desde la cárcel escribía a Muhammad ibn Abi Amir mensajes de abyecta sumisión, incluso se le ofrecía como esclavo y profesor de sus hijos: «Que Dios te perdone. ¿No puede tu misericordia concederme un tardío perdón? Si he cometido sin premeditación una gran falta, tu poder es, sin embargo, más grande y más alto que mi delito. ¿No has visto a algún servidor traspasando los límites de sus derechos, pero también a un señor perdonando? Son menos culpables quienes habiendo alcanzado tu indulgencia han reparado sus faltas. Perdóname, para que el Eterno te perdone». Al escribir estas cosas probablemente se acordaba al-Mushafí que el hombre a quien debía su ruina había sido en otro tiempo un escribano sin porvenir al que él mismo protegió. Pero Muhammad era tan poco dado a la clemencia como a la gratitud. Dejó que al-Mushafí agonizara durante meses y años en la cárcel, urdió contra él un inacabable juicio público y lo hizo arrastrar a su presencia, ante toda la corte, vestido con harapos y empujado y golpeado por los guardias. Cuentan que el antiguo visir dijo a uno de ellos, que lo había tirado al suelo de una patada: «Despacio, hijo mío, llegarás a lo que deseas. Me gustaría que la muerte pudiera comprarse, pero Dios le ha fijado un precio demasiado alto». Ninguno de sus antiguos protegidos lo defendió. Ni siquiera lo miraban a los ojos. Para que apurase el horror, Muhammad no lo condenó a muerte: lo dejó seguir envejeciendo en la cárcel, lo condenó al suplicio de la enfermedad y del miedo incesante. Cansado de que no muriera, lo mandó estrangular cuando ya estaba tan viejo y enfermo que no se sostenía en pie. En su celda se encontraron estos versos: «No te fíes de la fortuna, porque nos procura muchos cambios. Antes me hizo desafiar a los leones, hoy me obliga a temblar delante de un zorro. ¡Qué humillación para un hombre valeroso, deber siempre implorar la clemencia de los viles!».

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