Para hundir a al-Mushafí, el general Galib se había aliado con Muhammad: incluso accedió a casarlo con una hija suya. Pero Galib también era peligroso, porque contaba con muchas lealtades en el ejército, y aún a los setenta años cabalgaba hacia la batalla a la cabeza de sus tropas con una capa de púrpura y un casco dorado. Cuando advirtió -para su desgracia, muy tarde- que después de la caída de al-Mushafí él era la siguiente presa de su yerno, levantó contra él una rebelión militar, pero ni siquiera así lo pudo vencer. El soldado más heroico de al-Andalus, el que había aplastado durante medio siglo a los ejércitos cristianos y a las tribus bereberes del Magrib, murió en una batalla contra el antiguo escribano de Córdoba. Tenía casi ochenta años, y, al dar la orden de ataque a sus soldados, su caballo tropezó y Galib se rompió el pecho contra el arzón de su silla: de nuevo el azar se ponía de parte de Muhammad ibn Abi Amir. Para vencer a Galib había contado con la ayuda del general Chafar ibn Alí. Supuso que si éste luchaba con tanto coraje contra otros, alguna vez lo haría contra él: Chafar ibn Alí murió al poco tiempo de una puñalada en la espalda al salir, borracho, de una cena que Muhammad había ofrecido en su honor.
Algunas veces adornaba sus venganzas con rasgos de un venenoso humorismo. El poeta Ramadí, que había escrito con frecuencia versos satíricos contra él, fue detenido por participar en una conspiración. A todos los conjurados, salvo a Ramadí, los decapitaron. Muhammad había reservado para él otro castigo. Lo dejó en libertad, pero ordenó en un bando, bajo pena de muerte, que nadie lo mirara ni le dirigiera la palabra. Durante el resto de su vida, Ramadí deambuló como un fantasma por las calles de Córdoba, tan solo entre la multitud como en mitad de un desierto, hablando a hombres y mujeres que se volvían mudos en su presencia, buscando desesperadamente una sola mirada que no eludiera sus ojos. Debió enloquecer poco a poco, debió de sentir que no existía, puesto que nadie reparaba en él, y al cabo de los años ya ni siquiera intentaría romper el círculo de silencio que lo rodeaba. En Córdoba le llamaron el muerto .
Muhammad ibn Abi Amir no perdonaba a nadie y no descansaba nunca. Tras la ruina sucesiva de al-Mushafí y de Galib, por encima de él quedaba en al-Andalus una sola figura: la del califa Hisham II. Era un niño frágil y precozmente corrompido -Dozy supone con disgusto que entre su madre y Muhammad lo indujeron a una piedad delirante y a una temprana y abrumadora experiencia de la lujuria y del alcohol-, pero el nuevo primer ministro no podía deshacerse sin peligro de él. Como no era prudente matarlo, decidió volverlo invisible, reducirlo gradualmente a la inexistencia. En dos años se construyó a las orillas del Guadalquivir una ciudad palacio más grande y más ostentosa todavía que Madinat al-Zahra -retadoramente le dio un nombre parecido: Madinat al-Zahira , la ciudad florecida- y trasladó a ella todas las oficinas del Estado y el tesoro real. Al califa lo encerró en el alcázar de Córdoba, custodiado por guardias a los que él, Muhammad, sobornaba para que no cumplieran más órdenes que las suyas y para que vigilaran de día y de noche a Hisham y le contaran con exactitud cada palabra o gesto suyo. «Cercó de un muro el alcázar del califa -escribe al-Maqqari- e hizo abrir en todo su circuito un ancho foso, poniendo además guardias y velas que custodiasen las puertas. Apartó al califa de la vista de todos, mandó a los porteros que no permitiesen entrar persona alguna en su presencia ni que recibiese la menor noticia de los negocios públicos. Así tenía a su señor como preso en sus manos e ignorante de cuanto sucedía…». La seguridad de Hisham era demasiado valiosa como para exponerlo a algún peligro. Muhammad dispuso que sólo acudiera a la mezquita en las dos fiestas mayores del año, y aun entonces no salía a la calle, sino que cruzaba por un pasadizo que terminaba en la maqsura, de modo que los fieles difícilmente podían vislumbrar su silueta lejana y desconocida. En último extremo, cuando era del todo imprescindible que el califa saliera -para visitar, por ejemplo, el palacio de su primer ministro-, un pregonero seguido de gente armada lo precedía, ordenando a los cordobeses que abandonaran las calles y cerraran las puertas. Hisham II, oscilando torpemente sobre su caballo y aturdido por la pereza y el alcohol, miraba como en sueños una ciudad fantasma, súbitamente silenciosa y vacía.
Para que su usurpación fuera tolerada, para mantenerse como dueño absoluto de al-Andalus, Muhammad tenía que convertirse también en el señor de la guerra. Uno de los mandamientos del Islam era el de combatir a los infieles: la guerra santa o yihad constituía una tarea tan grata a Dios como la peregrinación a La Meca o el hábito de la oración y la limosna. Al-Hakam II había preferido firmar tratados de paz con los reinos cristianos, pero a Muhammad ibn Abi Amir su infatigable instinto de dominación lo empujaba a la costumbre de la guerra, a los desfiles militares en las afueras de Córdoba, al fiero espectáculo de los ejércitos que volvían del norte trayendo largas hileras de esclavos cristianos y acémilas con los serones rebosantes de cabezas cortadas. Los andalusíes tenían fama de jinetes mediocres y poco dados al heroísmo. El ejército seguía organizándose según las antiguas filiaciones tribales, los yunds árabes y sirios de la época de la conquista, pero poco a poco sus contingentes más numerosos no fueron los de soldados andaluces, sino los de mercenarios bereberes y eslavos, incluso cristianos de los reinos del norte atraídos por la excelente paga y el trato que recibían. Para acabar con la influencia de la antigua aristocracia árabe y romper del todo la peligrosa solidaridad tribal, que podría volverse contra él, Muhammad ibn Abi Amir impuso una nueva organización militar según la cual árabes, bereberes, esclavos negros y cristianos se mezclaban por igual en los regimientos. Que en las tropas del califato sirvieran castellanos, navarros y leoneses es una circunstancia que irrita profundamente a los historiadores católicos, en especial a don Francisco Javier Simonet, que llama a esos soldados apóstatas y traidores a su patria. Lo cierto es que también, según los azares de la guerra, hubo mercenarios musulmanes en los ejércitos cristianos, y que el mismo Cid Campeador no tuvo ningún escrúpulo en luchar de vez en cuando al servicio de algún rey musulmán. Las relaciones entre ambos mundos eran mucho más fluidas de lo que la historia posterior ha querido enseñarnos: un hijo de Muhammad, Abd Allah, se sublevó contra él y fue acogido en la corte de Garci Fernández, conde de Castilla, obteniendo un puesto de mando en su ejército, si bien no la inmunidad frente a la ira de su padre, que cruzó la frontera para capturarlo, asoló varias ciudades mientras iba en su busca y al final, cuando lo hizo prisionero, le cortó la cabeza y la hizo enviar a Córdoba, conservada en salmuera, como ejemplo de inflexibilidad y aviso para rebeldes futuros.
Cuando empezó a trepar en el poder, Muhammad ibn Abi Amir era un letrado que no había tenido nada que ver con la guerra ni con la administración militar. En pocos años se convirtió en el general más temible, en un héroe que cabalgaba siempre en la vanguardia y parecía invulnerable a las lanzas y a las espadas del enemigo, en un estratega sin descanso que emprendió cincuenta y dos campañas contra los reinos cristianos y volvió victorioso de todas. La Crónica General de Alfonso el Sabio lo llama saña de Dios : igual que en los tiempos de Tariq y de Musa ibn Nusayr, cuando el reino de los visigodos se desplomó en pocos meses como asolado por un cataclismo, los cristianos sentían que Muhammad ibn Abi Amir era el instrumento de un castigo divino que se cebaba en ellos. «Con tales designios -escribe el siempre apocalíptico Simonet-, y para azote de una grey y pueblo degenerado, puso Dios en manos de este hombre las armas del poder y la fortuna, y el nuevo Atila, conociendo la misión a que era llamado, se propuso cumplirla con su natural saña para gloria de su soberbia y de la fanática creencia que profesaba…». Llevaba siempre consigo al campo de batalla un Corán que había copiado él mismo y una pequeña arqueta en la que sus criados, cuando se desnudaba por la noche, guardaban el polvo cuidadosamente sacudido de sus vestiduras de guerra: quería que cuando muriera lo esparcieran sobre su cadáver y que lo enterraran cubierto por él.
Continuamente llegaban a Córdoba desde el norte de África tribus enteras de bereberes para enrolarse en sus ejércitos. Eran jinetes más belicosos que los andaluces, debilitados, dice Ibn Jaldún, por los largos años de abundancia y de paz, inútiles ya para la guerra. Combatían con la misma furia de los nómadas de los desiertos de Arabia y eran fanáticamente leales no al califa ni al Estado, sino a Muhammad ibn Abi Amir, a quien debían su salario y el cuantioso botín que les era repartido después de cada victoria. Los cordobeses los despreciaban como a bárbaros y les tenían miedo, porque eran cada vez más numerosos en las calles de la ciudad y casi nunca se castigaban sus abusos: vinieron tantos, con su piel oscura, con sus turbantes negros, sus modales salvajes y su idioma extranjero, que hubo que ampliar otra vez la mezquita mayor para que cupieran en ella durante la oración de los viernes. Pero, gracias a ellos, al-Andalus estaba conociendo una superioridad militar que no había sido tan absoluta ni en los tiempos de Abd al-Rahman III, y los esclavos de guerra afluían, a precios irrisorios, a los mercados de Córdoba, y el país conocía una prosperidad que muy pronto sería recordada con más nostalgia que la Edad de Oro: la vida en Córdoba, bajo la dictadura de Ibn Abi Amir, fue más apacible y regalada que nunca, la comida era barata y abundante, la ley inflexible, pero también imparcial, las calles nocturnas tan seguras como los caminos más desolados.
En los arrabales de la ciudad cundía el hervidero incesante de los tallares de guerra: en ellos se fabricaban anualmente trece mil escudos, doce mil arcos, doscientas cuarenta mil flechas, tres mil tiendas de campaña. Al final de cada primavera, los ejércitos desfilaban en las explanadas abiertas junto al Guadalquivir y en la mezquita se bendecían los estandartes de guerra, que los generales ataban a sus lanzas. Cuarenta y seis mil jinetes dice Ibn Hayyan que formaban parte de una de las últimas expediciones de Muhammad ibn Abi Amir, y también veintiséis mil infantes, ciento treinta atabaleros que aterrorizarían a los enemigos con sus golpes de tambor, tres mil camellos que transportaban el material pesado y cien mulos cargados con los molinos destinados a moler el trigo para los soldados. El equipaje de Muhammad ibn Abi Amir y el de sus oficiales y esclavos viajaba sobre dos mil acémilas: llevaba en él los grandes arcones con el tesoro de guerra, las cien tiendas de su séquito, los treinta pabellones de lujo en el que descansaban sus invitados y los embajadores, los palanquines para las mujeres que acompañaban a la expedición, las cargas de flechas y de cotas de malla, de aceite, de petróleo para encender el fuego griego, de estopa y de pez. Entre la formidable muchedumbre que viajaba hacia el norte por las calzadas romanas había no sólo soldados y mujeres, sino también poetas que recitaban versos épicos para alentar las cargas de caballería y mercaderes judíos y cristianos que compraban a los soldados después de cada batalla la parte del botín que les había correspondido. El ejército se aprovisionaba sobre el terreno: por eso las expediciones solían organizarse en la época de la cosecha de cereales, y eran suspendidas en los años de sequía. Cada jinete, armado con una lanza, una espada y un hacha de doble filo, llevaba consigo a un escudero con una acémila en la que se cargaban la tienda de campaña, las armas defensivas y las reservas de proyectiles. Los soldados se infantería iban armados con una pica y una maza, y algunas veces con jabalinas y hondas, y usaban un escudo de madera. El de los jinetes, la adarga, era un disco de cuero tensado sobre armazón de madera. Los mejores escudos eran los fabricados con piel de antílope del Sahara, que tenía fama, una vez curtida, de ser impenetrable a las lanzas.