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Abd al-Rahman II heredó un reino próspero y temporalmente pacífico, pero no el temperamento militar de su padre. Cada verano emprendía la preceptiva guerra santa contra los cristianos del norte o contra los súbditos casi nunca sumisos que renegaban de su autoridad, pero es sabido que prefería las batallas de amor y los campos de pluma, y que le gustaba tanto la poesía que más de una vez recitó, como propios, versos de algún poeta complaciente y venal a quien le había pagado para que se los cediera. Tuvo cuarenta y cinco hijos y cuarenta y dos hijas de treinta y seis mujeres diferentes, pero se sabía de memoria el Corán y en su vejez sucumbió con frecuencia al arrepentimiento, inducido por torvos teólogos que le auguraban castigos infernales si no se corregía a tiempo de morir santamente. «Dedicábase exclusivamente a sus diversiones y placeres -escribe un cronista anónimo-, viviendo como uno de los habitantes del Paraíso, donde se encuentra reunido todo lo que puede desear el alma y halagar los sentidos». Agentes suyos recorrían el mundo buscando a cualquier precio libros para su biblioteca y muchachas vírgenes para su harén. Dozy y Sánchez Albornoz reprueban agriamente su sensualidad, que atribuyen a una blandura de carácter. Si lo incitaba el deseo, lo abandonaba todo para satisfacerlo, ya fuera una fiesta nocturna en la que se bebía vino y se recitaban versos o una campaña militar. Una noche, durante una expedición hacia el norte, tuvo un sueño erótico que le deparó una gustosa eyaculación. Ante el ayuda de cámara que le trajo la jofaina para que se purificase con el agua fría, improvisó la primera línea de un poema: «Prolífico derrame se ha deslizado de noche sin que me diera cuenta». Y el otro le contestó, también en verso: «¿Se ha presentado viniendo en las tinieblas? ¡Bien venida sea aquella que viene en la oscuridad a visitarte!». En cuanto amaneció, Abd al-Rahman delegó en uno de sus generales el mando del ejército y cabalgó de regreso a Córdoba, acuciado por el deseo de abrazar cuanto antes a la muchacha que había poseído en sueños.

Amaba con fervor simultáneo a tres esclavas cantoras y literatas que sus emisarios habían adquirido para él en Arabia, en el mercado de la ciudad santa de Medina. Una de ellas, Fadl, se había criado en el palacio de una hija del califa Harun al-Rashid, y era una virtuosa del laúd y una erudita en poesía árabe clásica y en geometría y aritmética; la más hermosa de las tres, Qalam, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y no era árabe, sino vascona, hija de un hidalgo guerrero de cuya casa fuera raptada de niña durante una incursión de castigo de los musulmanes: vendida al otro extremo del Islam y dotada de una educación impecable para convertirla en esclava de lujo, había vuelto al mismo país de donde la arrancaron, pero ya no recordaba los primeros años de su vida ni hablaba otro idioma que el árabe. Ocultas al otro lado de una cortina translúcida, las tres tocaban el laúd y cantaban cada noche en las largas fiestas del emir: cada una de ellas le dio un hijo.

Pero al mismo tiempo que se extenuaba repartiendo sus horas de delicia con las tres medinesas, Abd al-Rahman amaba a la arisca concubina Tarub. De ella escribió -o hizo escribir-: «Siempre que veo subir al sol que alumbra el día me recuerda a Tarub, muchacha adornada con las galas de la belleza: el ojo cree ver una hermosa gacela». El insigne Dozy, que tras su calma de sabio retiene un brío romántico de narrador de folletines, dice literalmente de ella que era un alma egoísta y seca, hecha para la intriga y devorada por la sed del oro. Pero si es verdad que la padecía, Abd al-Rahman se la sació: una noche fue a buscarla a su alcoba y encontró cerrada la puerta. Llamó varias veces, pero Tarub guardaba silencio y se negaba a abrirle, tal vez porque la infatigable promiscuidad del emir la enojaba o porque prefería eludirlo para que la deseara más. «Abre, gacela solitaria -recitó Abd al-Rahman-, que la noche es mala consejera para los corazones débiles. No te obstines con quien más te ama, ni devuelvas indiferencia a la solicitud de un corazón rendido». Pero Tarub no abrió la puerta. Sin decir nada, Abd al-Rahman se retiró. Volvió sigilosamente al cabo de un rato, seguido por una cuadrilla de eunucos que cargaban bolsas de monedas. Les ordenó en voz baja que las apilaran contra la puerta de Tarub: cuando ella abrió por fin, la muralla de oro se derrumbó lentamente en el interior de su habitación, descubriendo al otro lado la presencia inmóvil de Abd al-Rahman, que estaba solo en el umbral, esperando. Las horas que pasó con Tarub aquella noche le costaron veinte mil dinares.

El oro y la plata fluían continuamente de sus manos como si nunca pudieran acabarse: un millón de dinares ingresaban cada año en tesoro del Estado. Fue el primer omeya andaluz que estableció en Córdoba una casa de moneda, la ceca, porque antes de él todo el dinero que circulaba en al-Andalus había sido acuñado en Oriente o en África. Inventó un Estado omnipotente y lujoso, como el de los califas de Bagdad, a los que tanto habían odiado sus predecesores, creó solemnes jerarquías y ceremoniales y minuciosas oficinas donde los escribanos registraban el número exacto de sus soldados y sus servidores y la paga que correspondía a cada uno, así como los tributos de las provincias y de las comunidades sometidas y el valor de impuestos tan peregrinos como el que gravaba la caza con halcón. Fundó ciudades, erigió murallas y mezquitas, construyó para sí mismo un nuevo palacio con dilatados jardines y miradores de cristal en el recinto del alcázar, pues un emir recién coronado sólo llegaba a serlo plenamente cuando abandonaba el palacio de su antecesor para habitar el suyo propio, envió embajadas a Bizancio y al reino de Thule, inauguró en Córdoba una factoría de tejidos preciosos para que abasteciera a la corte de tapices, colgaduras, vestidos de seda para sus mujeres y trajes de ceremonia para sus dignatarios, ordenó la construcción de una armada que defendiera las costas de al-Andalus de las invasiones feroces de los normandos, a los que llamaban Machus o Magos y Adoradores del Fuego, abrió sus graneros a los hambrientos en los años de sequía, se reservó el privilegio de examinar antes que nadie las maravillas que traían de China y de la India los mercaderes judíos: brocados, pieles de castor y de malta, hojas de espada, almizcle, alcanfor, canela, tratados de astrología y de interpretación de los sueños. Su familia había sido derribada del trono y diezmada y expoliada por los abbasíes: él, Abd al-Rahman II, conoció una tardía venganza que seguramente ya no le importaba. En Bagdad, durante una revuelta, el palacio de los califas había sido saqueado, y los tesoros que escondía fueron vendidos por los mercados del Islam como un botín de guerra. La pieza más valiosa y más célebre, el dragón , un collar de diamantes rojos que había pertenecido a la esposa preferida de Harun al-Rashid, llegó a Córdoba, y Abd al-Rahman pagó por él diez mil dinares y lo puso delicadamente en el cuello de su concubina Shifa. Pobló los jardines de su palacio con animales exóticos -jirafas, rinocerontes, avestruces, pájaros habladores- y se hizo traer de Bizancio autómatas con figuras de aves y de ángeles que batían las alas entre las ramas de los árboles y hacían sonar trompetas cuando se les pulsaba un resorte. Ningún monarca andalusí fue tan amado como él, aunque casi nadie vio su rostro, porque se escondía de las miradas públicas como los reyes de Oriente. El teólogo cristiano Eulogio, que fue uno de los pocos hombres de su tiempo que lo odiaron, no pudo escribir sobre él sin contaminarse de entusiasmo: «Córdoba, en otro tiempo patricia, es hoy bajo las riendas de Abd al-Rahman la floreciente capital del reino árabe, exaltada hasta la cumbre misma de la gloria. La ha sublimado con honores y ha extendido su fama por doquier, la ha enriquecido sobremanera y la ha convertido en un paraíso terrenal».

Ésa fue la Córdoba que Ziryab conoció, y nunca quiso marcharse de ella. Había experimentado el peligroso favor y la arbitrariedad de los príncipes, que fulminaban sin motivo ni remordimiento al mismo hombre al que exaltaron unos días atrás, pero Abd al-Rahman II no renegó ni un solo día de él en los treinta años que duró su amistad. En cuanto llegó a Córdoba, el emir le ofreció casa y servidumbre y le concedió tres días para que descansara del viaje antes de presentarse a él. Al cuarto día, sin haberlo oído todavía cantar, le ofreció un palacio y un sueldo mensual de doscientas monedas de oro, y mil más en cada una de las fiestas canónicas, y quinientas en San Juan, y otras quinientas en año nuevo, y doscientos sextarios de cebada y cien de trigo, y el usufructo de varias alquerías de la campiña de Córdoba. Ni en Bagdad ni en Bizancio había sido pagado nunca tan generosamente el arte de un músico. Pero Abd al-Rahman, que sabía adivinar sus placeres futuros con la misma precisión con que guardaba en la memoria los que ya había conocido, estaba seguro de que en ningún lugar del mundo existía una voz como la de Ziryab.

Sus antepasados habían sido imperiosos guerreros: él aspiraba a ser un monarca sedentario y un hombre estudiosamente feliz. Ziryab le enseñó lo que no conocía, los saberes inmemoriales que había traído del Oriente abbasí, las inútiles y necesarias normas de una elegancia más antigua que el Islam, porque procedía de un sedimento atesorado por los babilonios y los persas, por los griegos que en su camino hacia la India cruzaron los desiertos de Irán y los grandes ríos originarios de los hombres. Ziryab no sólo trajo a Córdoba las melodías aritméticas que había escuchado en sus sueños: con él vino el ajedrez, que era una arcaica alegoría del destino de los emperadores y sus reinos, él enseñó a los señores de Córdoba que los vasos de cristal transparente eran más apropiados para degustar el vino que las pesadas copas de oro, y que los platos de un banquete no debían probarse en un grosero desorden, sino obedeciendo a una gradación ritual que comenzaba con las sopas y los entremeses, seguía con los pescados y luego con las carnes y concluía con los golosos postres de los obradores del palacio y las diminutas copas de licor. Ziryab les enseñó a deleitarse con el sabor de los espárragos trigueros, que ellos ignoraban, aunque sus tallos crecían espontáneamente en al-Andalus, y con los guisos de habas tiernas y las ensaladas de alcauciles. Dictaminó que desde mayo a septiembre convenía vestirse de blanco, y que los tejidos oscuros y las capas de pieles debían reservarse para los meses de invierno. Reprobó el peinado bárbaro de los andaluces, y los indujo a dejarse el pelo tan corto que descubriera los pómulos y la frente, y a pulirse las uñas y usar cremas que limpiaran y suavizaran la piel. Fundó una escuela de música y un instituto de belleza. Como al emperador Adriano, cualquier placer regido por el gusto le parecía casto. Nunca lo tentó el poder ni quiso participar en las borrosas intrigas de los cortesanos. En Córdoba se le fue desdibujando el recuerdo de Bagdad, y agradeció siempre haber servido a Abd al-Rahman II y no a Harun al-Rashid. Algunas costumbres y supersticiones persas que vinieron con él todavía perduran: el juego del polo, el temor a los antojos de las embarazadas, la certidumbre de que los niños que juegan con fuego se orinan en la cama y de que ingerir rabos de pasa es bueno para la memoria, el miedo a los espejos rotos y al número trece. También en vida de Ziryab se conocieron en al-Andalus los gusanos de seda y el papel, y el inventor Abbas ibn Firnas descubrió la fórmula para la fabricación del cristal, el arte del vuelo y el de la construcción de planetarios, en los que se simulaba la rotación de las esferas, el ruido de los truenos y el resplandor de los relámpagos. Este Abbas ibn Firnas, a quien por su fortaleza física llamaron el hijo del león, era prestidigitador, adivino y geómetra, y se lanzó desde un risco de la serranía de Córdoba vestido con un traje de seda al que había pegado con betún plumas de águila, pero entre tanto cálculo y preparativo se olvidó de tejerse una cola, y cuando apenas había aleteado durante unos segundos cayó en picado y por milagro no se partió el cuello. Siglos después aún quedaban recuerdos de aquella temeridad en los romances viejos de Castilla, y es probable que Leonardo tuviera en cuenta los dibujos de Abbas ibn Firnas cuando inventó su máquina de volar.

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