La pared del mihrab se unta con perfumes en las purificaciones rituales. Un maestro griego vino de Constantinopla para decorarla y enseñó a sus discípulos cordobeses el arte del mosaico, al que llamaban en árabe fusaifisa . Durante varios años aquel hombre trabajó en el mihrab de la mezquita, y cuando se marchó de regreso a Bizancio los artesanos de Córdoba adiestrados por él concluyeron su obra, dibujando laberintos de vegetaciones abstractas y versículos del Corán con los infinitesimales cubos de pasta vidriada que había enviado al califa al-Hakam el basileus Nicéforo Focas: trescientos veinte quintales de piezas de vidrio azul, blanco, negro, amarillo, verde, púrpura, cubiertas a veces de una delgadísima lámina de oro. Con teselas doradas sobre un fondo azul están hechas las palabras de la escritura coránica que rodean la entrada del mihrab. Las que hay en el interior, a lo largo de la base de la cúpula, están labradas en el mármol, pero su color, ya casi perdido, era también dorado, más brillante aún sobre el rojo del fondo. La luz de las lámparas heriría cegadoramente la superficie calada del mármol y el vidrio y el oro de los mosaicos, húmedos por los perfumes derramados sobre ellos. La luz y la geometría de los arabescos desintegran la impenetrabilidad del muro: «El arabesco permite al vacío entrar en el corazón de la materia, deshacer su opacidad y hacerla transparente a la luz de Dios», escribe Hossain Nasr.
Solo, de espaldas a los otros fieles, el imán está frente al mihrab cuando dirige la oración, y el interior vacío agranda el eco de su voz, que suena en toda la mezquita como si procediera de ese umbral tras el que no hay nada y donde arde una lámpara: de nuevo, como en el alminar, la palabra y la luz se identifican. El Corán dice que la luz de Dios es como un nicho en cuyo interior hay una lámpara, y que la lámpara es un cristal, y el cristal es como una estrella reluciente. La lámpara del mihrab de Córdoba colgaba de una cúpula en forma de concha labrada en un solo bloque de mármol y sustentada sobre un espacio octogonal. Su ámbito desnudo, donde no hay más que luz y palabras pronunciadas o escritas, sugiere la unidad y la invisibilidad de la presencia divina, tan ajena a toda materia o representación que no puede ser simbolizada sino por el absoluto vacío. El mihrab es un santuario desierto, una capilla sin imágenes, una puerta que conduce a un lugar que no es de este mundo, la gruta de las religiones más antiguas y el sanctasanctórum del templo de Salomón, donde dice el Corán que amamantaron los ángeles a la Virgen María. Arrodillado y solo frente a la entrada del mihrab, el imán sentía tal vez que la proximidad de Dios era semejante a la atracción del abismo. Lo deslumbraba la luz y el dédalo de los mosaicos y de las floraciones, y palabras de mármol hipnotizaban su mirada, y cuando alzaba la cabeza del suelo el gran arco de entrada parecía irradiar y elevarse como el disco rojo del sol sobre el horizonte del amanecer. Pero cualquier hombre en cualquier parte puede ser un imán. No hay objetos de culto, y toda la liturgia de la oración se reduce a unos pocos gestos sumarios. La tierra entera es una sola mezquita, y no hay lugar de la naturaleza que no sea sagrado: «Hacia dondequiera que te vuelvas, allí está la cara de Dios».
Dos siglos después de la caída del califato de Córdoba, cuando los cristianos tomaron la ciudad, la mezquita fue convertida en catedral y consagrada a la Virgen, pero sólo se le agregaron unas pocas capillas que apenas modificaban su espacio interior. En el siglo XVI, el cabildo solicitó permiso al emperador Carlos I para derribar las naves centrales y elevar sobre ellas el nuevo edificio de la catedral. El emperador, que no había estado nunca en Córdoba, lo concedió, imaginando vagamente que sólo se destruiría una ruina musulmana semejante a tantas otras que aún quedaban en su reino. Sólo cuando viajó a la ciudad y vio con sus propios ojos la mezquita se arrepintió de su error, pero ya era demasiado tarde. Cuentan que dijo a los canónigos, aterrado por la destrucción de la que también él era cómplice: «Yo no sabía qué era esto, pues de haberlo sabido no habría permitido que se tocase lo antiguo, porque hacéis lo que se puede hacer y lo que hay en cualquier parte, y habéis deshecho lo que era singular en el mundo».