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Al principio, en los tiempos del Profeta y de los primeros califas, el mimbar era un simple estrado con unos pocos escalones, y el imán no estaba separado de los fieles. Dice Ibn Jaldún que el primer mimbar lo mandó construir, en la mezquita de El Cairo, el gobernador de Egipto Amr ibn al-Ass, y que el califa Omar, al tener noticia de esa ostentación, que consideraba una herejía, le ordenó derribarlo: «He sabido que te sirves de un púlpito mediante el cual te elevas sobre las cabezas de los verdaderos creyentes. ¿No te basta permanecer de pie, en el suelo, y tenerlos detrás de tus talones? ¡Rómpelo, te lo mando!». Pero a medida que crecía el poder del Islam y la arrogancia de sus príncipes, los mimbares fueron haciéndose más lujosos y más altos, y los cubrieron con cúpulas, como los tronos de los monarcas orientales, y los labraron en maderas preciosas con incrustaciones de marfil y de oro: el de al-Hakam II estaba hecho de ébano, de sándalo rojo y de áloe, costó treinta mil setecientos cinco dinares y se tardaron cinco años en terminarlo.

En torno al mimbar y al mihrab se levantaba la maqsura , una especie de verja de madera o de hierro que separaba al emir del común de los fieles y en ocasiones lo defendía de su ira en tiempos de rebelión: el califa Omar había sido asesinado mientras oraba en la mezquita de Medina -igual que Abd al-Aziz, hijo de Musa, en la de Sevilla- y a Otman lo lapidaron sin miramiento en un mimbar. «La creación de la maqsura -escribe Ibn Jaldún con su desconfiada lucidez para juzgar la soberbia de los poderosos y vaticinar su castigo- data de la época en que el imperio cobra todo su vigor y el lujo alcanza desarrollo, igual que las demás manifestaciones que contribuyen a la ostentación de la soberanía». En Córdoba fue el emir Muhammad, hijo de Abd al-Rahman II, quien ordenó erigir la primera maqsura, y su descendiente Abd Allah llevó al límite el creciente recelo de los emires hacia sus súbditos al hacerse construir un pasadizo secreto que le permitía cruzar desde el alcázar hasta la mezquita sin que lo viera nadie. Aparecería sobre la multitud como venido de ninguna parte, inaccesible, sentado bajo la cúpula de mimbar junto a un Corán abierto y una espada, aislado de la penumbra por las llamas innumerables de una lámpara de plata cuyos brazos se abrían tan poderosamente hacia lo alto como las ramas de un gran árbol.

Pero ya no podemos saber cómo brillaba la luz en la mezquita de Córdoba. Igual que esos cuadros del Renacimiento que nos parecen tenebristas porque el humo de las velas y el lento óxido del tiempo han ensombrecido su primitiva diafanidad, las naves de la mezquita son ahora mucho más oscuras que hace nueve o diez siglos: el bloque obtuso de la catedral interrumpe las perspectivas cambiantes y el tránsito de la luz, y las arcadas que dan al patio, abiertas en el tiempo de los musulmanes, están ahora tapiadas. Nuestro viajero inventado se adentraría entonces en una claridad y en un espacio que nosotros no vemos. La luz del sol fluía sin obstáculo y traspasaba los muros abiertos y las celosías porque era el símbolo de la luz divina, que penetra en lo más oculto, en la inteligencia y en el corazón de los hombres. La celosía es un muro que se vuelve transparente para rendirse a la luz: la mezquita se abre a ella, y su arquitectura parece construida no con materiales firmes, sino con modulaciones de la luz y la sombra, que exaltan o entibian el color de las dovelas rojas de los arcos, que multiplican la hondura de las naves y el número de las columnas y hacen que nos ciegue el oro de los mosaicos o que se vaya enfriando al atardecer con la lentitud de un ascua que se apaga. «Las obras maestras de la arquitectura islámica son como cristalizaciones de la luz -dice Hossain Nasr-; límpidas y lúcidas, iluminadas e iluminadoras».

Ni siquiera cuando llega la noche decrece la claridad en la mezquita. Ibn Adhari contó 280 lámparas en ella, hechas en vidrio, de plata, de cobre, de bronce. Algunas eran campanas traídas como botín de los reinos del norte. La noche del 27 del mes de Ramadán se encendían sus siete mil cuatrocientas veinticinco candilejas de aceite. Al-Idrisi cuenta que en las lámparas más grandes ardían mil llamas, y trece en las más pequeñas. Sobre la multitud ondulante de los hombres y el bosque geométrico de las columnas, el brillo de cada lengua de fuego se confundiría en un resplandor movedizo y unánime: quien miraba hacia el interior desde la oscuridad del patio veía como un gran horno de luz desde el que le llegaba el rumor de la muchedumbre de los cuerpos y de las voces simultáneas que oraban. Las espaldas de los hombres alzándose del suelo e inclinándose de nuevo hacia él en un solo movimiento se alejaban hacia el fondo ordenadas en la misma dirección que las columnas, mirando al sur, al muro de la qibla, guiándose por él como los peregrinos que emprendían el viaje ritual a La Meca.

Hacia el sur avanza instintivamente quien entra en la mezquita de Córdoba, aunque ignore la razón de sus pasos y no perciba el camino que la arquitectura le señala, que es el de la peregrinación hacia la médula de lo sagrado, pero también el de la gradual dilatación del espacio construido durante casi tres siglos por los monarcas omeyas: varias mezquitas sucesivas se confunden en una sola sin que lleguemos a advertir dónde acaba la obra de una generación y dónde empieza la de otra, como si este edificio en el que trabajaron tantos hombres de tantas épocas diversas hubiera poseído desde su origen una secreta identidad, del mismo modo que en el interior de la semilla de donde nacerá el primer árbol de un bosque están contenidas las formas de todos sus árboles futuros. Cada uno de los pormenores singulares del espacio guarda en sí mismo el impulso de su multiplicación aritmética. La columna engendra el ritmo de los arcos que ascienden y cada uno de ellos parece tensarse para generar el arco que se abrirá sobre él y los que se prolongan simétricamente a sus costados. Los pilares afirman su verticalidad sobre los capiteles como ramas que suben más alto para buscar la luz. Las dovelas blancas y rojas acentúan la sensación de que el espacio se repite y se expande hacia el límite siempre inalcanzable de la lejanía horizontal. La arquitectura se disuelve en perspectivas y visiones fugaces que cristaliza la luz y que inventa la mirada. Donde quiera que se sitúe, el viajero modifica el espacio al mirarlo y se convierte en eje y centro de las hileras de columnas que vienen siempre a confluir en su presencia, igual que los radios de todas las direcciones del Universo confluyen en el monolito negro de La Meca y en el creyente solitario que se prosterna ante Dios: el Universo, dice Borges, citando a Pascal, es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. El centro de la mezquita de Córdoba es cada columna y cada hombre que deambula por ella y que se detiene a veces y se sienta en el suelo para evitar que el espacio siga fluyendo hacia el vértigo y para ver con exactitud lo que veían los musulmanes cuando se arrodillaban. Entonces, desde el suelo, todo se vuelve todavía más horizontal y más sólidamente enraizado en él, y al mismo tiempo es más honda la distancia de las perspectivas y más vigorosa la expansión vertical de los pilares y los arcos.

Tan dócil a la mirada y a la penumbra y a la luz, la materia adquiere una cualidad de espejismo y se vuelve tan inasible y a la vez tan precisa como las líneas abstractas de la geometría. La arquitectura no es sólo la cifra del espacio: también lo es de la sucesión del tiempo y de la serena quietud de la eternidad, fraccionada en las visiones instantáneas de las pupilas de los hombres, en los latidos del pulso y en la monotonía de las gotas de agua que caen en la clepsidra. La materia es una figuración enaltecida por la luz, pero también una presencia densa y desnuda, emergida del vacío, que se nos muestra para desafiarnos a comprender el misterio de su propia creación. Igual que el creyente pisa el suelo descalzo y lo toca con las palmas de las manos, nosotros tocamos en la mezquita el mármol liso y frío, el granito, el ladrillo, la piedra, la superficie vidriada de los mosaicos, y al hacerlo sentimos en las yemas de los dedos la médula intensa de su materialidad y las leyes que designan su forma. Del mismo modo que las líneas de la escritura resaltan la extensión blanca que hay entre ellas, y que la música, cuando se termina, nos impone la percepción del silencio, la materia enuncia en torno suyo el vacío, lo modela y circunda y nos lo hace presente. Caminando hacia el sur por la nave central que lleva directamente al mihrab de al-Hakam II nos adentramos en la espesura del bosque de los símbolos, y el techo plano se alza de pronto para convertirse en una cúpula octogonal de nervios entrelazados. Los arcos crecen y se ondulan en lóbulos cruzándose entre sí, sugiriendo otros arcos posibles que se devanan y se pierden como círculos dibujados en el agua, sin principio ni fin, como un vértigo incesante y a la vez congelado. El espacio cuadrado que dibujan las columnas se convierte en octógono en la base de la cúpula y luego en un hemisferio cubierto de mosaicos dorados, señalando las fases de la ascensión simbólica, «el viaje del alma desde lo visible y lo audible hacia lo invisible y hacia el silencio que trasciende todo sonido»: el cuadrado es el mundo material, y por eso su forma se dibuja en el suelo, el octógono es el trono de Dios sostenido por las jerarquías de los ángeles, la cúpula es la concavidad del cielo y la presencia divina. Dice la tradición hermética que lo más bajo simboliza lo más alto: dos cuadrados que se cruzan forman el octógono: un octógono que gira velozmente ante nuestra mirada se convierte en un círculo. En La Meca, los peregrinos se mueven circularmente en torno a la Kaaba. Al alminar de la mezquita de Samarra se asciende por una escalera helicoidal. Quien alza los ojos para mirar las cúpulas de Córdoba tiene al cabo de unos instantes la sensación de girar sobre sí mismo. Si el arco de entrada del mihrab prolongara sus líneas sería un círculo inscrito en un cuadrado.

En esta pared, la de la qibla, termina el itinerario material del viajero, pero no la extensión de su viaje simbólico, porque el muro que interrumpe el espacio es también la señal que indica la dirección de la ciudad sagrada. Al otro lado, hacia el sur, está el río, y más allá los campos y los caminos de al-Andalus, el mar, las ciudades del Magrib y de Ifriqiya, el desierto de Arabia, la silueta negra de la Kaaba. El mihrab es la zona más lujosamente decorada de la mezquita porque tiene que imantar a los ojos para orientarlos en esa lejanía. George Popadopoulo, que es uno de los hombres que más saben en este mundo sobre la estética del Islam -y que mejor lo cuentan-, sostiene una estimulante teoría sobre el origen del mihrab: su forma se parece notoriamente a los nichos cubiertos con media cúpula donde se ponían en los templos romanos las estatuas de los dioses y de los emperadores divinizados, y donde los cristianos levantaron más tarde las imágenes de Cristo. Tal vez el Islam, que no consentía imágenes de Mahoma, recobró la forma del nicho para señalar el espacio de la presencia del Profeta sin incurrir en el sacrilegio de alzarle una estatua, pero haciendo evidente el lugar vacío donde podría haber estado, sugiriendo su ausencia.

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