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– No era nada. Sólo el viento -dijo Heracles. [15]

El tiempo murió durante un breve instante. Diágoras, que empezaba a estar aterido de frío, se descubrió hablando en voz baja con la robusta sombra del Descifrador, a quien ya no podía ver el rostro:

– Nunca imaginé que Trámaco… Quiero decir, ya me entiendes… Nunca creí que… La pureza era una de sus principales virtudes, o al menos así me lo parecía. Lo último que hubiese llegado a creer de él era esto… ¡Relacionarse con una vulgar…! ¡Pero si todavía no era un hombre!… Ni siquiera se me ocurrió pensar que sintiera los deseos de un efebo… Cuando Lisilo me lo dijo…

– Calla -dijo de repente la sombra de Heracles-. Escucha.

Eran como rápidos arañazos entre las piedras. Diágoras recibió en su oído el tibio aliento del Descifrador un momento antes de oír su voz.

– Échate sobre ella con rapidez. Protege tu entrepierna con una mano y no pierdas de vista sus rodillas… Y procura tranquilizarla.

– Pero…

– Haz lo que te digo o se escapará de nuevo. Yo te secundaré.

«¿Qué quiere decir con yo te secundaré ?», pensó Diágoras, indeciso. Pero no tuvo tiempo de hacerse más preguntas.

Ágil, rápida, silenciosa, una silueta se extendió como una alfombra por el suelo de la encrucijada, proyectada por un rastro de luna. Diágoras se abalanzó sobre ella cuando, inadvertida, se encarnó en un cuerpo junto a él. Una mata de pelo perfumado se revolvió con violencia frente a su rostro y unas formas musculares se agitaron entre sus brazos. Diágoras empujó aquella cosa hacia la pared opuesta.

– ¡Por Apolo, basta! -exclamó, y se echó sobre ella-. ¡No vamos a hacerte nada! Sólo queremos hablar… Calma… -la cosa cesó de moverse y Diágoras se apartó un poco. No pudo verle el rostro: se enmascaraba con las manos; por entre los dedos, largos y delgados como tallos de lirio, brillaba una mirada-. Sólo vamos a hacerte unas preguntas… Sobre un efebo llamado Trámaco. Lo conocías, ¿no? -pensó que ella terminaría por abrirle la puerta de sus manos, apartar aquellas frondas tenues y mostrar su rostro, más tranquila. Fue entonces cuando sintió el relámpago en el vientre inferior. Vio la luz antes de percibir el dolor: era cegadora, perfecta, y anegó sus ojos como un líquido rellena rápidamente una vasija. El dolor aguardó un poco más, agazapado entre sus piernas; entonces se desperezó con rabia y ascendió súbito hasta su conciencia como un vómito de cristales. Cayó al suelo tosiendo, y ni siquiera percibió el golpe de sus rodillas contra la piedra.

Hubo un forcejeo. Heracles Póntor se abalanzó sobre la cosa. No la trató con miramientos, como había hecho Diágoras: la cogió de los delgados brazos y la hizo retroceder con rapidez hasta la pared; la oyó gemir -un jadeo de hombre- y volvió a usar la pared como arma. La cosa respondió, pero él apoyó su obeso cuerpo contra ella para impedirle usar las rodillas. Vio que Diágoras se incorporaba con dificultad. Entonces le dirigió a su presa rápidas palabras:

– No te haremos daño a menos que no nos dejes otra elección. Y si vuelves a golpear a mi compañero, no me dejarás otra elección -Diágoras se apresuró a ayudarle. Heracles dijo-: Sujétala bien esta vez. Ya te advertí que tuvieras cuidado con sus rodillas.

– Mi amigo… habla la verdad… -Diágoras tomaba aliento en cada palabra-. No quiero hacerte daño… ¿Me has comprendido? -la cosa asintió con la cabeza, pero Diágoras no disminuyó la presión que ejercía sobre sus brazos-. Sólo serán unas preguntas…

La lucha cedió súbitamente, como cede el frío cuando los músculos se esfuerzan en una veloz carrera. De repente, Diágoras percibió cómo la cosa se convertía, sin pausas, en una mujer. Sintió por primera vez la firme proyección de sus pechos, la estrechez de la cintura, el olor distinto, la tersura de su dureza; advirtió el crecimiento de los oscuros rizos del pelo, la emergencia de los esbeltos brazos, la formación de los contornos. Por fin, sorprendió sus rasgos. Era extraña, eso fue lo primero que pensó: descubrió que la había imaginado (no sabía la razón) muy hermosa. Pero no lo era: los rizos de su cabello formaban un pelaje desordenado; los ojos eran demasiado grandes y muy claros, como los de un animal, aunque no advirtió el color en la penumbra; los pómulos, flacos, denunciaban el cráneo bajo la piel tensa. Se apartó de ella, confuso, sintiendo aún el lento latido del dolor en su vientre. Dijo, y sus palabras se envolvieron en humo con el aliento:

– ¿Eres Yasintra?

Ambos jadeaban. Ella no respondió.

– Conocías a Trámaco… Él te visitaba.

– Ten cuidado con sus rodillas… -escuchó a infinita distancia la voz de Heracles.

La muchacha seguía mirándolo en silencio.

– ¿Te pagaba por las visitas? -no entendió muy bien por qué había hecho aquella pregunta.

– Claro que me pagaba -dijo ella. Ambos hombres pensaron que muchos efebos no poseían una voz tan viril: era el eco de un oboe en una caverna-. Los ritos de Bromion se pagan con peanes; los de Cipris, con óbolos.

Diágoras, sin saber la razón, se sintió ofendido: quizá la ofensa radicaba en que la muchacha no parecía asustada. ¿Había advertido, incluso, que sus gruesos labios se burlaban de él en la oscuridad?

– ¿Cuándo lo conociste?

– En las pasadas Leneas. Yo bailaba en la procesión del dios. Él me vio bailar y me buscó después.

– ¿Te buscó? -exclamó Diágoras, incrédulo-. ¡Si aún no era un hombre!…

– Muchos niños también me buscan.

– Quizá hablas de otra persona…

– Trámaco, el adolescente al que mataron los lobos -replicó Yasintra-. De ése hablo.

Heracles intervino, impaciente:

– ¿Quiénes creías que éramos?

– No comprendo -Yasintra volvió hacia él su acuosa mirada.

– ¿Por qué huíste de nosotros cuando preguntamos por ti? No eres de las que suelen huir de los hombres. ¿A quiénes esperabas?

– A nadie. Huyo cuando me apetece.

– Yasintra -Diágoras parecía haber recobrado la calma-, necesitamos tu ayuda. Sabemos que a Trámaco le sucedía algo. Un problema muy grave lo atormentaba. Yo… Nosotros fuimos sus amigos y queremos averiguar qué le ocurría. Tu relación con él ya no importa. Sólo nos interesa saber si Trámaco te habló de sus preocupaciones…

Quiso añadir: «Oh, por favor, ayúdame. Es mucho más importante para mí de lo que crees». Le hubiera pedido ayuda cien veces, pues se sentía desvalido, frágil como un lirio en las manos de una doncella. Su conciencia había perdido todo rastro de orgullo y se había convertido en una adolescente de ojos azules y cabellos radiantes que gemía: «Ayúdame, por favor, ayúdame». Pero aquel deseo, tan ligero como el roce de la túnica blanca de una muchacha con los pétalos de una flor, y, a la vez, tan ardiente como el cuerpo núbil y deleitable de la misma muchacha desnuda, no se tradujo en palabras. [16]

– Trámaco no solía hablar mucho -dijo ella-. Y no parecía preocupado.

– ¿Te pidió ayuda en alguna ocasión? -preguntó Heracles.

– No. ¿Por qué había de hacerlo?

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

– Hace una luna.

– ¿Nunca te hablaba de su vida?

– A mujeres como yo, ¿quién nos habla?

– ¿Su familia estaba de acuerdo con vuestra relación?

– No había ninguna relación: él me visitaba de vez en cuando, me pagaba y se iba.

– Pero puede que a su familia no le gustara que su noble hijo se desahogara contigo de vez en cuando.

– No lo sé. No era a su familia a quien yo tenía que complacer.

– Así pues, ¿ningún familiar te prohibió que siguieras viéndolo?

– Nunca hablé con ninguno… -replicó Yasintra, cortante.

– Pero quizá su padre supo algo de lo vuestro… -insistió Heracles con calma.

– El no tenía padre.

– Es verdad -dijo Heracles-: Quise decir su madre.

– No la conozco.

Hubo un breve silencio. Diágoras miró al Descifrador, buscando ayuda. Heracles se encogió de hombros.

– ¿Puedo marcharme ya? -dijo la muchacha-. Estoy cansada.

No le respondieron, pero ella se apartó de la pared y se alejó. Su cuerpo, envuelto en un largo chal oscuro y una túnica, se movía con la bella parsimonia de un animal del bosque. Las ajorcas y brazaletes invisibles resonaban con los pasos. En el límite de la oscuridad se volvió hacia Diágoras.

– No quería golpearte -dijo.

Regresaban a la Ciudad en plena noche, por el camino de los Muros Largos.

– Siento lo del rodillazo -comentó Heracles un poco apenado por el hondo silencio que había mantenido el filósofo desde la conversación con la hetaira-. ¿Aún te duele?… Bueno, no se puede decir que no te lo advertí… Yo conozco muy bien a esa clase de hetairas bailarinas. Son muy ágiles y saben defenderse. Cuando huyó, comprendí que nos atacaría si la abordábamos.

Hizo una pausa confiando en que Diágoras diría algo, pero su compañero siguió caminando con la cabeza inclinada, la barba apoyada en el pecho. Las luces del Pireo habían quedado atrás hacía tiempo, y la gran vía de piedra (no muy concurrida pero más segura y más rápida que la ruta común, según Heracles), flanqueada por los muros que construyera Temístocles y derribara Lisandro para ser reconstruidos después, se extendía oscura y silenciosa bajo la noche invernal. A lo lejos, hacia el norte, el débil resplandor de las murallas de Atenas destacaba como un sueño.

– Ahora eres tú, Diágoras, quien no habla desde hace mucho tiempo. ¿Te has desanimado?… Bueno, me dijiste que querías colaborar en la investigación, ¿no es cierto? Mis investigaciones siempre comienzan así: parece que no tenemos nada, y después… ¿Acaso te ha parecido una pérdida de tiempo venir al Pireo para hablar con esta hetaira?… Bah, por experiencia te digo que seguir un rastro nunca es perder el tiempo, todo lo contrario: cazar es saber rastrear huellas, aunque éstas parezcan no llevarnos a ninguna parte. Después, clavar la flecha en el lomo del ciervo, a diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, resulta ser lo más…

– Era un niño -murmuró Diágoras de improviso, como si respondiera a alguna pregunta formulada por Heracles-. Aún no había cumplido la edad de la efebía. Su mirada era pura. Atenea misma parecía haber bruñido su alma…

– No te culpes más. A esas edades también buscamos desahogos.

[15] ¡Claro que es algo! Los protagonistas no pueden verla, por supuesto, pero aquí está de nuevo la «muchacha del lirio». ¿Qué significa? Reconozco que esta abrupta aparición me ha puesto un poco nervioso: he llegado a golpear el texto con las manos, como dicen que Pericles hizo con la estatua de la Atenea crisoelefantina de Fidias para exigirle que hablara: «¿Qué significa? ¿Qué quieres decir?». El papel, por supuesto, ha continuado inaccesible. Ahora me encuentro más tranquilo. (N. del T.)


[16] ¡Prosigue la fuerte eidesis de la «muchacha del lirio», y ahora parece unirse a ella la idea de «ayuda», cuatro veces repetida en este párrafo! (N. del T.)


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