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Y eso es todo. [72]

– Todo esto que te he contado, buen Diágoras, fueron mis deducciones hasta el momento inmediatamente posterior a nuestra entrevista con Menecmo. Yo estaba casi convencido de su culpabilidad, pero ¿cómo asegurarme? Entonces pensé en Antiso: era el punto débil de aquella rama, proclive a quebrarse ante la más ligera presión… Elaboré un sencillo plan: durante la cena en la Academia, mientras todos perdíais el tiempo hablando de filosofía poética, yo espiaba a nuestro bello copero. Como sabes, los coperos sirven a cada invitado según un orden predeterminado. Cuando estuve seguro de que Antiso se acercaría a mi diván para servirme, saqué un pequeño trozo de papiro del manto y se lo entregué sin decirle nada, pero con un gesto más que significativo. Había escrito: «Lo sé todo sobre la muerte de Eunío. Si no te interesa que hable, no regreses para servirle al siguiente comensal: aguarda un instante en la cocina, a solas».

– ¿Cómo estabas tan seguro de que Antiso había presenciado la muerte de Eunío?

Heracles pareció muy complacido de repente, como si ésa fuera la pregunta que esperaba. Entrecerró los ojos al tiempo que sonreía y dijo:

– ¡No estaba seguro! Mi mensaje era un cebo, pero Antiso lo mordió. Cuando vi que se retrasaba en servirle al siguiente… a ese compañero tuyo que se mueve como si sus huesos fueran juncos en un río…

– Calicles -asintió Diágoras-. Sí: ahora recuerdo que se ausentó un momento…

– Así es. Acudió a la cocina, intrigado porque Antiso no le atendía. Estuvo a punto de sorprendernos, pero, afortunadamente, ya habíamos terminado de hablar. Pues bien, como te decía, cuando observé que Antiso no regresaba, me levanté y fui a la cocina…

Heracles se frotó las manos con lento placer. Enarcó una de sus grises cejas.

– ¡Ah, Diágoras! ¿Qué puedo contarte sobre esta astuta y bella criatura? ¡Te aseguro que tu discípulo podría darnos lecciones a ambos en más de un aspecto! Me aguardaba en un rincón, trémulo, los ojos brillantes y grandes. En su pecho temblaba la guirnalda de flores con los jadeos. Me indicó con gestos apresurados que lo siguiese, y me llevó a una pequeña despensa, donde pudimos hablar a solas. Lo primero que me dijo fue: «¡Yo no lo hice, os lo juro por los dioses sagrados del hogar! ¡Yo no maté a Eunío! ¡Fue él!». Logré que me contara lo que sabía haciéndole creer que yo lo sabía ya, y de hecho así era, pues sus respuestas confirmaron punto por punto mis teorías. Al terminar, me pidió, me rogó, con lágrimas en los ojos, que no revelase nada. No le importaba lo que le ocurriera a Menecmo, pero él no deseaba verse involucrado: había que pensar en su familia… en la Academia… En fin, sería terrible. Le dije que no sabía hasta qué punto podría obedecerle en eso. Entonces se acercó a mí con jadeante provocación, bajando los ojos. Me habló en susurros. Sus palabras, sus frases, se hicieron deliberadamente lentas. Me prometió muchos favores, pues (me dijo) él sabía ser amable con los hombres. Le sonreí con calma y le dije: «Antiso, no es preciso llegar a esto». Por toda respuesta, se arrancó con dos rápidos movimientos las fíbulas de su jitón y dejó caer la prenda hasta los tobillos… He dicho «rápidos», pero a mí me parecieron muy lentos… De repente comprendí cómo ese muchacho puede desatar pasiones y hacer perder el juicio a los más sensatos. Sentí su perfumado aliento en mi rostro y me aparté. Le dije: «Antiso, veo aquí dos problemas bien distintos: por una parte, tu increíble belleza; por otra, mi deber de hacer justicia. La razón nos dicta que admiremos la primera y cumplamos con el segundo, y no al revés. No mezcles, pues, tu admirable belleza con el cumplimiento de mi deber». Él no dijo ni hizo nada, sólo me miró. No sé cuánto tiempo estuvo mirándome así, de pie, vestido únicamente con la corona de hiedra y la guirnalda de flores que colgaba de sus hombros, inmóvil, en silencio. La luz de la despensa era muy tenue, pero pude advertir una expresión de burla en su precioso rostro. Creo que quería demostrarme hasta qué punto era consciente del poder que ejercía sobre mí, a pesar de mi rechazo… Este muchacho es un terrible tirano de los hombres, y lo sabe. Entonces ambos escuchamos que alguien lo llamaba: era tu compañero. Antiso se vistió sin apresurarse, como si se deleitara con la posibilidad de ser sorprendido de aquella guisa, y salió de la despensa. Yo regresé después.

Heracles bebió un sorbo de vino. Su rostro había enrojecido levemente. El de Diágoras, por el contrario, se hallaba pálido como un cuarzo. El Descifrador hizo un gesto ambiguo y dijo:

– No te culpes. Fue Menecmo, sin duda, quien los corrompió.

Diágoras replicó, en tono neutro:

– No me parece mal que Antiso se entregara a ti de este modo, ni siquiera a Menecmo, o a cualquier otro hombre. Al fin y al cabo, ¿hay algo más delicioso que el amor de un efebo? Lo terrible nunca es el amor, sino los motivos del amor. Amar por el simple hecho del placer físico es detestable; amar para comprar tu silencio, también.

Sus ojos se humedecieron. Su voz se hizo lánguida como un atardecer al añadir:

– El verdadero amante ni siquiera necesita tocar al amado: sólo con mirarlo le basta para sentirse feliz y alcanzar la sabiduría y la perfección de su alma. Compadezco a Antiso y a Menecmo, porque desconocen la incomparable belleza del verdadero amor -lanzó un suspiro y agregó-: Pero dejemos el tema. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Heracles, que había estado observando al filósofo con curiosidad, demoró en responder.

– Como dicen los jugadores de tabas: «A partir de ahora, las tiradas han de ser buenas». Ya tenemos a los culpables, Diágoras, pero sería un error apresurarnos, pues ¿cómo sabemos que Antiso nos ha contado toda la verdad? Te aseguro que este jovencito hechicero es tan astuto como el propio Menecmo, si no más. Por otra parte, seguimos necesitando una confesión pública o una prueba para acusar directamente a Menecmo, o a ambos. Pero hemos dado un paso importante: Antiso está muy asustado, y eso nos beneficia. ¿Qué hará? Sin duda, lo más lógico: alertar a su amigo para que huya. Si Menecmo abandona la Ciudad, de nada nos servirá acusar públicamente a Antiso.

Y estoy seguro de que el propio Menecmo prefiere el exilio a la sentencia de muerte…

– Pero entonces… ¡Menecmo escapará!

Heracles movió la cabeza con lentitud mientras sonreía astutamente.

– No, buen Diágoras: Antiso está vigilado. Eumarco, su antiguo pedagogo, sigue sus pasos todas las noches por orden mía. Anoche, al salir de la Academia, busqué a Eumarco y le di instrucciones. Si Antiso visita a Menecmo, nosotros lo sabremos.

Y si es necesario, dispondré que otro esclavo vigile el taller. Ni Menecmo ni Antiso podrán hacer el menor movimiento sin que lo sepamos. Quiero que tengan tiempo de desanimarse, de sentirse acorralados. Si uno de los dos decide acusar al otro públicamente para intentar salvarse, el problema quedará resuelto de la manera más cómoda. Si no…

Enarboló uno de sus gruesos dedos índices para señalar las paredes de su casa con lentos ademanes.

– Si no se delatan, utilizaremos a la hetaira.

– ¿A Yasintra? ¿Cómo?

Heracles dirigió el mismo índice hacia arriba, puntualizando sus palabras.

– ¡La hetaira fue el otro gran error de Menecmo! Trámaco, que se había enamorado de ella, le había contado en detalle las relaciones que mantenía con el escultor, admitiendo que su persona le inspiraba, a la vez, sentimientos de amor y de miedo. Y los días previos a su muerte, tu discípulo le reveló que estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a contarle a su familia y a sus mentores lo de las diversiones nocturnas, con tal de verse libre de la dañina influencia de Menecmo. Pero añadió que temía la venganza del escultor, pues éste le había asegurado que lo mataría si hablaba. No sabemos cómo Menecmo se enteró de la existencia de Yasintra, pero podemos conjeturar que Trámaco la delató durante un momento de despecho. El escultor supo de inmediato que ella podía representar un problema y envió a un par de esclavos al Pireo para amenazarla, por si acaso se le ocurría hablar. Pero después de nuestra conversación con Menecmo, éste, nervioso, creyó que la hetaira lo había traicionado, y la volvió a amenazar de muerte. Fue entonces cuando Yasintra supo quién era yo, y anoche, asustada, vino a pedirme ayuda.

– Por tanto, ella es ahora nuestra única prueba…

Heracles asintió abriendo mucho los ojos, como si Diágoras hubiera dicho algo extraordinariamente asombroso.

– Eso es. Si nuestros dos astutos criminales no quieren hablar, los acusaremos públicamente basándonos en los testimonios de Yasintra. Ya sé que la palabra de una cortesana no vale nada frente a la de un ciudadano libre, pero la acusación le soltará la lengua a Antiso, probablemente, o quizás al propio Menecmo.

Diágoras parpadeó al dirigir la vista hacia el huerto destellante de sol. Cerca del pozo, con mansa indolencia, pacía una inmensa vaca blanca. [73] Heracles, muy animado, dijo:

– De un momento a otro llegará Eumarco con noticias. Entonces sabremos qué se proponen hacer estos truhanes, y actuaremos en consecuencia…

Tomó otro sorbo de vino y lo paladeó con lenta satisfacción. Quizá se sintió incómodo al intuir que Diágoras no participaba de su optimismo, porque de repente cambió el tono de voz para decir, con cierta brusquedad:

– Bien, ¿qué te parece? ¡Tu Descifrador ha resuelto el enigma!

Diágoras, que seguía contemplando el huerto más allá del pacífico rumiar de la vaca, dijo:

– No.

– ¿Qué?

Diágoras meneaba la cabeza en dirección hacia el huerto, de modo que parecía dirigirse a la vaca.

– No, Descifrador, no. Lo recuerdo bien; lo vi en sus ojos: Trámaco no estaba simplemente preocupado sino aterrorizado . Pretendes hacerme creer que iba a contarme sus juegos licenciosos con Menecmo, pero… No. Su secreto era mucho más espantoso.

Heracles meneó la cabeza con movimientos perezosos, como si reuniera paciencia para hablarle a un niño pequeño. Dijo:

– ¡Trámaco tenía miedo de Menecmo! ¡Pensaba que el escultor iba a matarlo si él lo delataba! ¡Ése era el miedo que viste en sus ojos!…

– No -replicó Diágoras con infinita calma, como si el vino o el lánguido mediodía lo hubiesen adormecido.

Entonces, hablando con mucha lentitud, como si cada palabra perteneciera a otro lenguaje y fuese necesario pronunciarlas cuidadosamente para que pudieran ser traducidas, añadió:

[72] «¿Y el lirio?», objeta Diágoras entonces. Heracles se molesta con la interrupción, y afirma: «Un detalle poético, tan sólo. Menecmo es un artista». Pero lo que Heracles no sabe es que el lirio no es un detalle «poético» sino eidético, y, por tanto, inaccesible a su razonamiento como personaje. El lirio es una pista para el lector, no para Heracles. Prosigo ahora con el diálogo normal. (N. del T.)


[73] Un refuerzo de la eidesis, como en capítulos precedentes, para acentuar la imagen de los Bueyes de Geriones. (N. del T.)


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