Crántor no respondió: extendió la mano derecha con hipnotizadora lentitud; los dedos, de uñas afiladas y curvas, se abrieron en las proximidades del ave; entonces, de un solo gesto centelleante, atrapó al pequeño animal.
– Hay quien lo cree -dijo-. Voy a contarte una historia -acercó la diminuta cabeza a su rostro y la contempló con expresión extraña (no podría decirse si de ternura o curiosidad) mientras hablaba-. Conocí hace tiempo a un hombre mediocre. Era hijo de un escritor no menos mediocre que él. Este hombre aspiraba a ser escritor como su padre, pero las Musas no lo habían bendecido con igual talento. Así pues, aprendió otras lenguas y se dedicó a traducir textos: fue el oficio más parecido a la profesión paterna que pudo encontrar. Un día, a este hombre le entregaron un antiguo papiro y le dijeron que lo tradujera. Se puso a ello con verdadero afán, día y noche. Se trataba de una obra literaria en prosa, una historia completamente normal, pero el hombre, quizá debido a su incapacidad para crear un texto de su invención, quiso creer que ocultaba una clave. Y ahí empezó su agonía: ¿dónde se hallaba aquel secreto? ¿En lo que decían los personajes?… ¿En las descripciones?… ¿En la intimidad de las palabras?… ¿En las imágenes evocadas?… Por fin, creyó encontrarla… «¡Ya la tengo!», se dijo. Pero después pensó: «¿Acaso esta clave no me lleva a otra, y ésta a su vez a otra, y ésta a otra…?». Como miríadas de pájaros que no pueden ser atrapados… -los ojos de Crántor, repentinamente densos, miraban con fijeza un punto situado más allá de Heracles.
Te miraban a ti. [39]
– ¿Y qué sucedió con aquel hombre?
– Enloqueció -bajo el hirsuto caos de su barba, los labios de Crántor se distendieron en una curva y afilada sonrisa-. Fue terrible: no bien creía haber dado con la clave final, cuando otra muy distinta se posaba en sus manos, y otra, y otra… Al final, completamente loco, dejó de traducir el texto y huyó de su casa. Vagó por el bosque durante varios días como un pájaro ciego. Por último, las alimañas lo devoraron [40] -Crántor bajó la vista hacia el minúsculo frenesí de la criatura que albergaba en la mano y volvió a sonreír-. He aquí la advertencia que hago a todos los que buscan afanosamente claves ocultas: tened cuidado, no sea que, confiados en la rapidez de vuestras alas, no os percatéis de que voláis a ciegas… -con suavidad, casi con ternura, acercó la afilada y picuda uña pulgar a la pequeña cabeza que asomaba entre sus dedos.
La agonía del pájaro fue diminuta y espantosa, como los gritos de un niño torturado bajo tierra.
Heracles bebió plácidamente un sorbo de vino.
Cuando terminó, Crántor soltó al animal sobre la mesa con el gesto de un jugador de petteía arrojando una ficha.
– He aquí mi advertencia -dijo.
El pájaro seguía vivo, pero se estremecía y piaba frenéticamente. Dio dos pequeños y torpes saltos sobre sus patas y sacudió la cabeza, esparciendo a un lado y a otro vistosos copos rojizos.
Heracles, goloso, atrapó otro higo de la fuente.
Crántor contemplaba los sangrientos cabeceos del ave con ojos entrecerrados, como si estuviera pensando en algo poco importante.
– Hermosa puesta de sol -dijo Heracles un poco aburrido, oteando el horizonte. Crántor se mostró de acuerdo.
El pájaro echó a volar de repente -un vuelo tan brutal como una pedrada- fue a dar de lleno en el tronco de uno de los árboles cercanos. Dejó una huella púrpura y soltó un chillido. Entonces ascendió, golpeando las ramas más bajas. Cayó a tierra y remontó el vuelo otra vez, para caer de nuevo, arrastrando con sus cuencas vacías una guirnalda de sangre. Tras varios saltos inútiles, rodó por la hierba hasta quedar inmóvil, aguardando y deseando la muerte.
Heracles comentó, con un bostezo:
– No hace demasiado frío, desde luego. [41]
De repente, Crántor se levantó del diván, como si hubiera dado por finalizada la conversación. Dijo:
– La Esfinge devoraba a aquellos que no respondían correctamente a sus preguntas. Pero ¿sabes lo más terrible, Heracles? Lo más terrible era que la Esfinge tenía alas, y un día se echó a volar y desapareció. Desde entonces, los hombres experimentamos algo muchísimo peor que ser devorados por ella: no saber si nuestras respuestas son correctas -se pasó una de sus enormes manos por la barba y sonrió-. Te agradezco la cena y la hospitalidad, Heracles Póntor. Tendremos ocasión de vernos de nuevo antes de que me marche de Atenas.
– Confío en ello -dijo Heracles.
Y el hombre y el perro se alejaron por el jardín. [42]
Diágoras llegó al lugar convenido al anochecer, y, como ya se había imaginado, hubo de esperar. Agradeció, sin embargo, que el Descifrador no hubiese escogido un sitio tan poblado como el anterior: el de aquella noche era una solitaria esquina más allá de la zona de comercios metecos, frente a las callejuelas que se internaban en los barrios de Kolytos y Melita, a salvo de las miradas de un pueblo cuya escandalosa diversión podía escucharse, no tan débil como Diágoras desearía, proveniente sobre todo del ágora. La noche era fría y caprichosamente neblinosa, impenetrable a las miradas; en ocasiones, un borracho inquietaba, con pasos renqueantes, la oscura paz de las calles; pero también iban y venían los servidores de los astínomos , siempre en pareja o en grupo, portando antorchas y palos, y pequeñas patrullas de soldados que regresaban de custodiar algún servicio religioso. A nadie miraba Diágoras y nadie lo miraba a él. Hubo un hombre, no obstante, que se le acercó: era de baja estatura y vestía un manto raído que le servía también de capucha; por entre sus pliegues se deslizó con prudencia, como la pata de una grulla, un brazo óseo y alargado con la palma de la mano extendida.
– Por Ares guerrero -graznó con voz de cuervo-, serví veinte años en el ejército ateniense, sobreviví a Sicilia y perdí el brazo izquierdo. ¿Y qué ha hecho mi patria ateniense por mí? Echarme a la calle para que busque huesos roídos, como los perros. ¡Ten más piedad que nuestros gobernantes, buen ciudadano!…
Con dignidad, Diágoras buscó algunos óbolos en su manto.
– ¡Vive tantos años como los hijos de los dioses! -dijo el mendigo, agradecido, y se alejó.
Casi al mismo tiempo, Diágoras oyó que alguien lo llamaba. La obesa silueta del Descifrador de Enigmas se recortaba, orlada por la luna, en el extremo de una de las callejuelas.
– Vamos -dijo Heracles.
Caminaron en silencio, internándose en el barrio de Melita.
– ¿Adónde me llevas? -preguntó Diágoras.
– Quiero que veas algo.
– ¿Sabes más cosas?
– Creo saberlo todo.
Heracles hablaba con la misma parquedad de siempre, pero Diágoras creyó percibir en su voz una tensión cuyo origen no supo interpretar. «Quizás es que me aguardan malas noticias», pensó.
– Dime simplemente si Antiso y Eunío tienen algo que ver en todo esto.
– Aguarda. Pronto me lo dirás tú mismo.
Avanzaron por la oscura calle de los herreros, donde se agrupaban los talleres de dicha profesión, que a esas horas de la noche ya habían cerrado; dejaron atrás la casa de baños de Pidea y el pequeño santuario de Hefesto; se introdujeron por una calle tan angosta que un esclavo que llevaba al hombro una pértiga con dos ánforas hubo de aguardar a que ellos salieran para poder entrar; cruzaron la plazuela en honor al héroe Melampo, y la luna les sirvió de guía cuando descendieron por la pendiente de la calle de los establos y en la densa tiniebla de la calle de los curtidores. Diágoras, que no acababa de acostumbrarse a aquellas caminatas silenciosas, dijo:
– Espero, por Zeus, que no se trate de otra hetaira a la que debamos perseguir…
– No. Estamos cerca.
Una hilera de ruinas se extendía a lo largo de la calle en la que se encontraban. Las paredes contemplaban la noche con ojos vacíos.
– ¿Ves a esos hombres con antorchas en la puerta de aquella casa? -señaló Heracles-. Allí es. Ahora, haz lo que yo te diga. Cuando ellos te pregunten qué quieres, responderás: «Vengo a ver la representación» y les entregarás unos cuantos óbolos. Te dejarán pasar. Yo te acompañaré y haré lo mismo.
– ¿Qué significa todo esto?
– Ya te he dicho que tú me lo explicarás después. Vamos.
Heracles llegó primero; Diágoras imitó sus gestos y sus palabras. En el tenebroso zaguán de la destartalada casa se vislumbraba la entrada a una angosta escalera de piedra; varios hombres descendían por ella. Diágoras, con paso trémulo, siguió al Descifrador y se sumergió en la oscuridad. Durante un instante sólo pudo percibir la robusta espalda de su compañero; los peldaños, muy altos, requerían toda su atención. Después empezó a escuchar los cánticos y las palabras. Abajo, la tiniebla era diferente, como elaborada por otro artista, y precisaba de unos ojos distintos; los de Diágoras, desacostumbrados, sólo advirtieron formas confusas. El olor fuerte del vino se mezclaba con el de los cuerpos. Había unas gradas con bancos de madera, y allí se sentaron.
– Mira -dijo Heracles.
Al fondo de la sala, un coro de máscaras recitaba versos alrededor de un altar situado sobre un pequeño escenario; los coreutas elevaban las manos mostrando las palmas. A través de las aberturas de las máscaras, los ojos, aunque oscuros, parecían vigilantes. Antorchas en las esquinas encandilaban el resto de la visión, pero Diágoras, entrecerrando los párpados, pudo distinguir otra silueta enmascarada detrás de una mesa atiborrada de pergaminos.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Una representación teatral -dijo Heracles.
– Ya lo sé. Quiero decir qué…
El Descifrador le indicó con gestos que guardara silencio. El coro había finalizado la antistrofa y sus miembros se agrupaban en fila frente al público. Diágoras comenzó a percibir el agobio de aquel aire irrespirable; pero no era sólo el aire lo que le inquietaba: también estaba el denso afán de los espectadores. Éstos no formaban un grupo muy numeroso -había asientos vacíos- pero si solidario: erguían sus cabezas, balanceaban sus cuerpos al ritmo del canto, bebían vino en pequeños odres; uno de ellos, sentado junto a Diágoras, con los ojos desorbitados, jadeaba. Era el afán .