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III

Basta abrir este cajón de mi mesa para darse cuenta de una de mis flaquezas.

Todos los aprensivos creemos en esta varita mágica, sentimos que el termómetro es la sanguijuela que chupa la fiebre, y que al llenar su tubo digestivo se lleva el exceso que podría matarnos.

La fiebre, ardiente y fría, debe rodar por dentro de uno con la inquietud de esas bolitas que saltan al romper la tripilla de un termómetro. Era forzoso que tuviese alguna relación con ese metal que contagia su temblor hasta el delirio del baile de San Vito.

Nunca había sentido una fiebre que cuajase en algo tan sólido como ésta. Otras veces me había dado cuenta de que sus imágenes se desprendían de mí, de que eran centrífugas. Pero en éstas se quedaban a dos pasos, como una realidad independiente; me cercaban, me rodeaban, y yo chocaba con ellas. ¡Eran de una dureza! Mi pesadilla me parecía estar dibujándola en un encerado de madera muy seco, muy empolvado. Tocando su aspereza, rechinando el yeso, borrando con el trapo seco igualmente, que me llenaba la garganta y los ojos del polvillo. Con una sed horrible, ¡hasta en las manos!, de algo húmedo que se llevase todo aquello y dejase la superficie tersa.

¡Cuánto tiempo había estado acumulando materiales para aquella pesadilla! Tenía ideas, impresiones indigestas de varios meses, cosas que había ido almacenando, porque mi estado las necesitaba para desahogarme en aquella crisis. Las había buscado últimamente, cuando aún no podía comprender que me eran necesarias. Pero, inconscientemente, me había hartado de ellas hasta el ridículo, como el día del atropello. Engañándome con el pretexto literario. Diciéndome: «Es curioso, ¿por qué no he de observarlo?» Pero metiéndome, cayendo en ello hasta la emoción imborrable. Claro que la de aquel día no fue más que un presentimiento de la otra. Tuvo todo el carácter de lo pasajero; una impresión fuerte, que se desecha por extemporánea, por no poder comprender a qué venía aquello. Hasta por sentido económico del caudal emotivo. Esto en apariencia, para tranquilizar a aquel consciente que era yo entonces. Pero, en realidad, por saber que no tenía recursos para gastar, para despilfarrar, como tuve después. Hasta después mismo lo reservé para el momento álgido. Primero estuve deleitándome con los treinta y siete grados, con los treinta y siete y medio, con los treinta y ocho. La fiebre en su principio es una llamita de alcohol que limpia y da esplendor a los utensilios del pensamiento. Se empieza a desarrollar actividad, a preparar cosas para lo que viene después; y con los treinta y nueve empieza el desbarajuste.

¿Dónde lo tendría guardado, que lo saqué con aquella brillantez? ¡Brillantez!… No, era áspero, no tenía ni un punto pulido por la luz, sino un claroscuro violento. Lo blanco era lo que yo ponía. Mi creación se desmoronaba, apretándose contra lo negro impenetrable.

Me lo fui reconstruyendo detalle por detalle. Con insistencia, con intransigencia. Lo hacía, lo borraba. No; así no; más bien así. Primero, cuando aparecieron ellos antes de que yo los viese. Aparecieron, ¿para quién? Esto sólo se puede concebir en el sueño. Estaban, iban, uno detrás de otro, tan perdidos, tan olvidados el uno del otro y de mí, que no los veía. Pero que los vi cuando ya no estaban así. Después, al reconstruirlo, fue en lo que más exigí, en lo que toda fidelidad me parecía poca. Uno detrás de otro contemplarlos así, sin nada, ni mi mirada siquiera, que les turbase, les tocase. Contemplarlos así era lo que yo quería conseguir, y lo que conseguí. Después, lo entrevisto, lo visto casi. El auto negro rozando al pasar a la mujercita. ¡Claro! El auto era negro. Yo, en mi pesadilla, no dibujaba el auto; era del tablero, del espacio; era lo negro, tan negro, que llegaba a ser agujero donde ella pudo haber caído. ¡La mujercita, tambaleándose, saltando a la acera con sus tacones, con la señal del salvabarros en el abrigo de seda! Y él entonces, cayendo en la cuenta, volviendo tan rápidamente, ¡y de tan lejos, y con tal temor! Desencajado por el espanto que había sufrido en el trayecto de la media vuelta.

Esto lo reconstruí cien veces, y ahora mismo lo encuentro inagotable. Cómo él la oyó gritar y se percató de todo, y cómo se replegó, cómo huyó adentro de sí mismo por no ver. Pero al mismo tiempo, cómo acudió inmediatamente, incapaz aún de reaccionar ante la evidencia de que no había ocurrido nada, aferrado a la necesidad de lamentar el momento tremendo que había ya pasado. Y cómo la miró, la tocó, la inspeccionó y se la llevó cogida por el brazo. Apretándola, mirándola con toda la cara, una cara pálida. Tragándose sus energías, concentrándose, disponiéndose a la defensa.

¿Fue en la reconstrucción sólo o fue en la tarde del hecho? ¡Cómo lo he perdido! Pero no pudo ser en la realidad. ¿Cómo iba yo a haber ido detrás de aquel modo? Y, sin embargo, ¿por qué me vi después? Me veía, no sé desde dónde, ir detrás de ellos, conversando con ellos. Más bien apropiándose, su conversación no, porque no hablaban. Su emoción. Dejaban una huella en la temperatura en la que yo me deslizaba. Tiraban de mí con su dinamismo recién renovado. Huían casi de mí, y me llevaban. Yo iba arteramente, y me temían porque llevaban algo: su integridad.

Esto no pudo pasar. Yo lo creé de la profunda impresión que me dejó la transmutación de aquel hombre de distraído en alarmado. No pude ir por calles y calles detrás de ellos, ¿llorando?… Ahora me parece recordarlo. Pero indudablemente hubo entre los tres lo suficiente para interpretarlo así. Es posible que fuese mi actitud, la atención que les presté, tan extremadamente comprensiva y compasiva, la que una vez pasado el desconcierto les fue antipática. Debí seguirles unos cuantos pasos, y ellos echarme, espantarme con el gesto, porque estaban en un momento de concentración. Todo duraría un par de minutos. Fue después cuando lo prolongué con todas las variantes posibles. Tan pronto les sentía distantes de mí, cerrándose a mi observación, como les penetraba hasta confundir sus sensaciones con las mías. Unas veces experimentaba cierta inferioridad de situación, me sentía invadir por un estado suplicante, pedigüeño. Y otras me llenaba de aquel sentimiento de integridad, de unidad, del que ellos iban rebosando. Esto de la unidad llegué a sentirlo tanto, que la imagen de la mujer acabó por desaparecer. No por irse, sino por confundirse con la de él, como una cosa que se traga, como una idea que se olvida. Entonces, me parece que volví a empezar, que volví a caer en la contemplación de él sólo. Pero no sólo como si le viese a él solo por primera vez, sino suponiéndola dentro. O no; fue más bien que terminé por suponerles a los dos dentro de mí, y por contemplarme como antes a ellos. Igual de solo, igual de olvidado me estuve viendo mucho tiempo. Hasta que inesperadamente me pasó el tranvía por encima. Pero, aunque desperté bruscamente, ahora recuerdo que me quedé un rato pensando en que el atropello mío, aunque me había impresionado, no había tenido casi sensación de verdad. No había habido choque, no me había visto caer al suelo. Había sentido como una ducha, como una cosa ligera que pasó por encima de mí sin aplastarme, sin producirme más que un escalofrío. Y, sobre todo, la sensación era tan conocida, tan experimentada. ¡Indudablemente!, era la de ser atropellado por la sombra del tranvía. Y es que esa es mi especialidad, detenerme a un palmo de él. Más que detenerme, llegar en el momento preciso en que un paso más y no habría reflexión posterior. O habría la más desgarradora. Esa en que la palabra reflexión adquiere sentido de espejismo, de proyección ilusoria en una realidad negra y vacía.

La reflexión del mutilado será, indudablemente, enfocar desde el punto anterior el de la catástrofe. Enfocarle bien y resolverle, evitarle. Detenerse en el momento oportuno o soltarle sin perder nada.

Yo, siempre que he oído decir de alguno que en tal ocasión perdió un brazo, he imaginado al distraído perdiendo su brazo en el camino y siguiendo sin darse cuenta. Porque más triste, más desolador que todos los dolores corporales, es el dolor que nos causa una cosa al traicionarnos, escapándose cuando no nos enteramos. ¡Es un dolor tan profundo!… Pero su profundidad no está en el que lo siente, sino fuera, en algo adonde se asoma -la falta-, tan profundo, que lo que duele es el esfuerzo de buscar y no encontrar.

Parece como si las ideas, al nacer en nuestro pensamiento, iniciasen un circuito que, traspasando la realidad, volviese a traernos el grato sabor de su comprobación. ¡Y cuando ésta falta! En el mutilado habrá siempre un punto por donde se asomará desesperadamente su ser indivisible. Llevará colgando el alma del brazo, buscando inútilmente la materia conductora.

No hay tristeza más inconsolable. La muerte debe ser algo así. Ir perdiendo terreno en uno mismo, ir reduciéndose a un punto hasta acabar por perderle también. Después, el alma desahuciada, puesta en la calle, se olvidará a sí misma con el absoluto abandono a que puede uno entregarse en los viajes. Irá hacia la vida eterna en el sleeping de la esperanza.

Es en el tren donde se experimenta, como en ningún sitio ese no sentirse, por no poder suponer lo que se sentirá al llegar. Claro que hay que haber llegado a mis años sin haber visto más que Madrid y Medina del Campo para sentir la trascendencia del tránsito, para experimentar la sensación de la nada, sólo por saberse llevado hacia un medio incógnito. Sin embargo, siento que aunque llegase a viajar frecuentemente, sufriría de vez en cuando ese anonadamiento. Y hasta es posible que todo el mundo, el turista, el viajante, el empleado del tren, sean víctimas de él algunos ratos, aunque no lleguen a concretarlo. Pero en ellos no sería pura emoción, sino más bien estragamiento. Yo he percibido cuando todo el tren está enfermo de eso. Hay momentos, en el viaje, en los que el tren olvida su rumbo y baila su traca-trá, traca-trá como sobre un ladrillo. Para el viajero que mira el horizonte, el paisaje entonces forma en gran parada, haciendo maniobrar en perspectiva de concha a los batallones de los sembrados. Yo he encontrado siempre en ese abandono un vago encanto, siempre ha sido el paisaje ferroviario una de mis predilecciones. ¡Su color, sobre todo! Ese color que el tren esparce, y que no es el negro del carbón, sino un polvillo plomizo que asimilan los demás colores, adquiriendo densidad, que se ciñe a las formas de las cosas sombreándolas con violenta acentuación. ¡Color del uniforme de las palomas de las estaciones! Las volutas de sus pechugas están redondeadas por ese claroscuro expresivo. ¡Todo es expresión en el tren, en la estación, en la vía; todo es dramatismo! Yo viajaré siempre en esos trenes calmosos, que se entretienen con todo en el camino, para poder ir haciendo gasto de mi afectividad por el ambiente ferroviario. Y veré en las largas paradas pasar a los rápidos, desmelenando con su aire a los sauces que hay en los jardinillos de algunas estaciones. Debe ser en esas en que las lágrimas de una despedida hicieron brotar ese árbol que tiende los brazos a todos los trenes. Y saludaré al guardaagujas, que está siempre de buen humor, y más a la guardaagujas, cuando muletea al tren, con su chico en brazos y la muleta verde; porque la roja es para los grandes casos. Con ella podría lucirse el as de los guardaagujas, si en un momento de peligro le pusiese al exprés la mano, en el testuz y le parase en seco.

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