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Empiezo a temer que será esto lo que ha hecho con mis cartas, ahora que no estoy yo allí para defender mi realidad, para ser lo real de mi realidad, para que los demás encuentren en mí el hueso, el centro sólido que las gentes necesitan encontrar en las realidades. ¡Qué garantía estará él prestándole a la suya!

Y a lo mejor, creyendo que me ayuda, que se quedó allí para rematar, para perfeccionar todo, para encargarse del ajuste, del montaje, del «ya está». Sabiendo, como sabía, que yo había hecho allí lo que había querido, tiene derecho a suponer que me fui porque no encontraba solución. Y eso es lo que le encanta. Que le den materiales con que lucir su disposición extraordinaria, porque sólo en un medio así resulta él extraordinario, y daría media vida por serlo. Es otra de sus frases: «No me las doy de extraordinario». Pero ¡cómo se sitúa! Olfatea el desorden; allí donde el ambiente cargado empieza a hacerse crónico, pulveriza su aplomo refrescante para producir esos «¡Oh, qué bien!», «¡qué agradable!, que producen siempre los contrastes.

Esto es lo que noto; parece que al salir yo de allí se han acomodado y se han dispuesto a tratarme en ausente. En ausente perpetuo de la realidad. Alfonso me escribe con fruición, como si me tuviese indefenso, incapaz de despistarle con mis interpretaciones. Y Julia también parece obedecer a lo mismo. No descuidan el escribirme. Pero sus cartas son más bien partes: me informan de todo, como si padeciesen ahora fases, estados inapelables, en los que no cupiese hacer más que notificármelos.

¿Será posible que hasta mi casa haya sufrido su influencia? ¿Quedará también nuestro piso sumergido en la zona de su inundación? No me cabe duda. También de entre nosotros falto yo. También las cartas de ella son de ella sola.

¡Que se lo lleve todo; que lo termine todo, si puede ser! Eso es lo que yo necesito: saber si puede ser, porque no pienso disputarle nada.

Esto es un desahogo estúpido. Yo no quiero que se lleve nada. Pero saber si podría ser, si todo lo mío, toda mi realidad, podría disolverse en la suya, si podría zambullirme en su razón cristalina, y deshacerme, destilarme, clarificarme hasta desposeerme de todo color, de todo olor, de todo sabor personales, ¡cómo he experimentado esto otras veces ante los juicios que acostumbra hacer de mí! Me he sentido asistiendo a mi propia evaporación. Le he visto enseñarme triunfalmente el frasco, y he tenido que acabar diciendo: «¡Pues es verdad, ya no estoy!» Claro que siempre volvía a encontrarme. Ahora es cuando temo que sea la definitiva. Lo temo, no lo puedo negar. Pero ¡qué impaciencia tengo por comprobarlo!

¡Esta sensación!… Es la de estar durmiéndose y querer darse cuenta de cuándo se pasa la línea del estar desierto el vértice de la rampa que se va subiendo tan ligeramente, montado en las ideas, tan ágiles, tan expresivas; pero que con tanta facilidad le dejan a uno caer del lado de acá, del lado duro, como intente averiguar su mecanismo. Lo peor es que si se llega a subir con ellas hasta el borde y a rodar por el otro lado, allí empieza lo interesante y lo incomprensible. Porque generalmente se cree que para el fracaso ha de ser como un brusco despertar su fracaso, por lo que la palabra tiene de estrepitoso. Pero a mí lo que verdaderamente me espanta es resbalar en la pendiente sorda, en la rampa enguantada de lo inconsciente, y seguir por allí tratando con mis fantasmas, y que los otros, los marrajos, se estén sin hacer ruido para no despertarme.

Es algo parecido a la envidia este sentimiento. Claro que no es envidia de su realidad. No puede serlo. La mía es la que yo necesito, ¿imponer? ¿Por qué, si no dudo de ella? ¿Por qué no puedo menos de desear las corroboraciones? Estando como estoy compenetrado con mi realidad, ¿por qué no puedo menos de querer comprobar la dureza de mis fantasmas?

Incurro en el realismo de todos, y de Alfonso sobre todo. Con la agravante de un egoísmo implacable porque repugnándome tanto la idea de sumergirme yo en su realidad, no puedo menos de querer difundir en todos la mía.

¡Pero es que la mía!… Aunque no sepa cuál es; aunque no pueda decir casi nunca nada de ella, sé que hay tal diferencia, tal distancia… Precisamente en lo de la distancia está la diferencia; porque no hay la misma de acá para allá que de allá para acá. La infranqueable es sólo para los realistas, para los que argumentan que entre dos cuerpos no hay distancia cuando al pasar se tocan, ¡aunque al tocarse hayan sonado a leguas! Pero en este momento en que la distancia solicita al hombre de tal modo, ¿quién puede limitar su radio a lo escuchable, en vez de dejarle distenderse, ¡aunque se disipe!, en lo perceptible?

Es vulgo, en el peor sentido de la palabra, todo el que experimenta ese prurito de extensión y busca puntos de referencia, y abandona sus orejas al diletantismo de la distancia, y se cree haber adquirido la potencia de saber los rumores del otro lado del mundo. ¡Mientras las ondas de lo perceptible se rizan sobre todo, lo cruzan, lo traspasan todo y sólo rebotan en él! Y es que esas ondas abarcan distancias que no caben en su realidad. En su realidad cabe la distancia que hay de aquí a Chicago. Pero no la que hay de un momento a otro, ni la que hay de la realidad a la irrealidad.

¡Esa es la que a mí me obsesiona!

¿Por qué no podré yo saber si es que «en realidad» me he fugado? Habrá sido preciso que no lo sepa para que lo haya hecho. Pero, en cambio, sabiéndolo, hubiera tomado mis medidas. Ellos deben saberlo; seguramente no se imaginan mi duda. Podrán suponer que no estoy muy seguro de lo que voy a hacer. Pero no saben que lo que a mí me preocupa es la significación de lo que he hecho.

¿Cómo hablarán de mí? En casa es posible que ni hablen. Pero entre los otros será el juzgarme, el analizar mis actos y mis porqués, que acaso sólo Julia comprende.

Sería magnífico que yo mañana cogiese el tren y me presentase allí. Que llegase al día siguiente de mi solicitud de prórroga del permiso, a coger mi destinito por los pelos. Ahora que están viendo que se me va a escapar. ¡Si me lo hubiesen preguntado con claridad, ellos que lo presentían! Pero Alfonso, ¿cómo iba a aventurar una pregunta ingenua? Tenía que hacerme ver su penetración en la indirecta, en el «a mí no me la das». Él mismo no sabe el alcance de su última carta. «Yo ya sé que lo que te propones es jugarte el destino.» Pero yo sí que sé lo que se deduce de su perspicacia. Me cree fríamente desertor del Destino. Más que jugármele, lo que cree es que juego con él al escondite, y que ahora estoy en el momento feliz de haberle dado esquinazo.

Lo gracioso sería que ahora me viesen llegar persiguiéndole. Pero tengo mucho que hacer para andarme con bromas.

Que crean que estoy emboscado, defraudando a un pobre destino que me esperará inútilmente. No pueden suponer que mi Destino y yo vamos de mutuo acuerdo por estas tierrecitas. Solos, sin saber casi lo que nos ha traído aquí, obedeciendo más a seducciones, a insinuaciones de las cosas que a los buenos consejos de los buenos amigos. ¡Cómo nos tira ese cartel de las estaciones! ¿Se me habrá ocurrido por eso? A lo mejor sí. No recuerdo dónde lo vi primero. Pero siento que expresa algo que nos satisface mucho a mi Destino y a mí. Aunque no es ésta la línea, cada vez que leo « Visitez Calais clef de la France» [2] me da ganas de decir: “¡Vamos bien, vamos bien!» Pero es posible que me parezca tan bien nada más que porque siento que voy en su compañía. El otro, el destinejo, cuando lo acepté ya me reía de darle este nombre tan profundo. Saber que iba a dejarlo así, a los tres meses, no lo sabía. Yo suponía otra cosa cualquiera, imaginaba excursiones ideales que satisfaciesen mi deseo de ilimitación. Pero esto de dejarle… Claro que la cuestión es saber si me deja él a mí; porque aunque quede allí el Ministerio, su forma temporal, ¿quién me asegura que no es Destinejo el que viene conmigo? La amarra de aquel momento de pobreza, de abandono, ¿se habrá roto, o estará agotando su elasticidad y cuando menos lo espere, ¡zas!, tirará de mí y volveré a caer en el punto de partida?

¡Cómo se presta hoy el día para este juego con sus llantitos histéricos y sus solecitos entre lágrimas! Podría hacer cincuenta esquemas de mi vida. Proyectos, maquettes para las rinconeras, para pisapapeles. Sin pesimismo, sin optimismo, sin dramatismo; nada más con la estupidez de las reducciones. No sé si este exceso de ensayo, esta manía de ejercitar la conciencia en conjuntos que caben en la palma de la mano hará que la realización sea una cosa fría, y hasta, lo que sería peor, sistemática, monótona, por amaneramiento en las soluciones.

Tiene ahora para mí mi propia vida el problema complejo que tenían las casas de cartón cuando yo hacía el pequeño arquitecto. Por un lado, su construcción, la delectación de su forma; por otro, su hueco, el sacar de mí la suficiente vida para poblarlo. No sé en qué había más arrobamiento, si en la contemplación de su perspectiva, de los accidentes de su fachada, o en la de aquellos tabiques irreales que componían la interioridad de su organismo, lleno en todos sus rincones de un alma que era la mía.

Hay que resolverlo, hay que enfocar el total y ser capaz de llevarlo a cabo: de ¡realizarlo!, lograr una construcción sólida con todas las reglas del arte, donde puedan encerrarse las reglas íntimas, las normas informulables.

La cuestión es ésa: compaginar, armonizar, logrando la máxima tensión de actividad intelectual.

Treport, un clima frío, y tiempo, falta de distracción. Pasear, caminar por la costa hasta hacer entrar en reacción al cerebro. Caminar sin puntos ni comas, hasta que se termine la costa de Francia. Claro que antes que se termine está la tentación: el salto de Calais. ¡El salto, claro, el paso es para los que van por el agua!

Nada de imposibilidad; no es más que cuestión de esfuerzo, de resistencia. ¿No hay quien lo cruza a nado? Esa es la solución del problema. Mejor dicho; no es ésa, pero está allí; no hay más que ir y encontrarla. «Visitez Caíais clef de la France.»

[2] Traducción al español: «Visiten Calais, la llave de Francia». Es la entrada a Francia más cercana a Inglaterra.


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