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Reconstruiré mi vida con material nuevo. Antes jamás concreté mis planes. Esto es lo tremendo, habría seguramente quien los concretase, quien creyese verme ocultar en mi incongruencia un vil planecito estratégico. Será preciso depurar el presente. ¿Concretarle? ¿Para qué? Vale más orientarle, probar una y otra vez el camino, nivelando siempre la certera brújula infalible. El quid es ése: no desviarse un miligrado de donde apunte su incitación sutil, no trazar un ángulo erróneo. Para no tener luego que borrar, que destruir violentamente. Porque, además, hay caminos trazados. Todo hombre, ante su fraude, piensa en el caso análogo ya resuelto; se cree obligado a obrar como los hombres de honor, como los temperamentos delicados que no pudieron resistir. Pero ¿y la comprobación de que se pueda? Esta es la última amargura. Comprobar que podemos resistir. Aún más: que podemos seguir apeteciendo.

No quiero ejercer sobre mí mismo influjo alguno; prefiero cercarme con insobornable censura. Porque podría convencerme de que no puedo resistir; ese sería el gesto airoso. Pero la resistencia se demuestra resistiendo, y no consigo aniquilarme ni con el bochorno de mi resistencia. No entraré con falsos méritos en el terreno de los hombres de honor. Mi censura será, más que para la estética de mis actos, para su origen. No me quitaré la vida, puesto que la deseo. Lo que haré será exponerla. Podría ocultarla; es decir, disimular mi voraz goce de ella. Pero lo expondré. Es adonde llega mi valor. No arrojarla con generosidad fingida, ni guardarla como algo ilícito. Ir con ella, amándola inmensamente, absorto en ella. Y, si es posible, que me la quiten cuando me sea más cara.

Esto ya no es estilizable; debo guardar mis decisiones, no manosearlas, para que no llegue jamás la vida a teñirse de este frío vidriado literario, ni la obra a desequilibrarse por irreprimibles latidos de la vida.

La imposibilidad de suicidio en mi protagonista no será más que ese mirar atrás, ese probarse su suicidio, llenándole del encanto de su imagen. Mi protagonista se conmoverá ante la imagen de su suicidio. Se enamorará de ella, se la llevará al subir al tranvía para hacerla perdurable en su memoria. La ira contemplando todo el trayecto, adornada, abrillantada con las lágrimas de los cristales y las suyas. Se le interrumpirá la acción por extasiarse ante la idea. A mí, en cambio, es siempre una acción súbita, inesperada, lo que me hace dejar incompleta la anterior.

Mi drama sería cinematizable a lo HaroldLloyd. Aunque yo no use su perenne risa dentífrica, también me caracteriza la misma torpe agilidad, el mismo estilo en el tropezón, en salvar la nariz a un palmo del suelo. Yo podría, plagiándole, invitar a la muchedumbre a mi suicidio y arrojarme sobre los congregados desde lo alto del rascacielos, dejarme caer sencilla y distraídamente, entreteniéndome por el camino en contar los pisos a la inversa. Decimonono, decimoctavo, decimoséptimo… Y al llegar al segundo, cuando los de abajo hiciesen claro para dejarme libre el suelo, volver sobre mí mismo con rápida decisión y, cogiéndome por el cuello de la chaqueta, como para colgarla en la percha, sin punto de apoyo alguno, sin más fuerza que mi propio impulso, subirme otra vez al alero. ¡Qué hilarante desilusión verme ascender hasta alcanzar el plano inaccesible al curioso, el libre plano de la azotea, máximo nivel de la ciudad! Además, como todo buen film, terminaría en el abrazo de la novia. Ella me esperaría arriba, en aquel puro ambiente, y yo caería otra vez en la vida. Volvería a encontrar la mía, a arrojarme en ella, ansioso de su novedad.

¿Cómo evitar esta intermitencia? Mis ideas son cada vez más entrecortadas por este ritmo neurótico. Más que indisciplina, mi imposibilidad de curso regular en ellas es falta de aliento. Se me ahogan si bucean mucho tiempo en lo literario; necesitan continuamente airearse en lo real. Más bien reconfortarse. Es desfallecimiento lo que padecen, necesidad de alimento. Está en la médula de mi modo de ser; soy todo yo el que sufro rachas de apetencia. Ahora puedo concretar la vaga emoción de aquel día. Bajar del tren, helado y muerto de hambre, y, nada más sentarme en el restaurante, servirme aquel plato que nunca hubiera pedido, que no figurara en ningún menú. Pero que con tanta urgencia sirven a cada viajero, sabiendo que él sólo puede fortificarle en la espera. Toda la aflicción que empobrecía mi ánimo quedó calmada ante el blanco plato, caliente y vacío. Después de él, lo demás resultaba innecesario. Su limpio calor, insaboro, esencia de todo lo apetecible, se difundió en mí, haciendo de la pesada hora del transbordo un momento de indecible ligereza. Me bebí el tiempo de un sorbo, como en la mística comida franciscana en que, al probar la hirviente palabra, fueron los comensales ratti in Dio.

¡Deseo y hartura! Sentirme morir de soledad, de necesidad; aniquilarse en consumir el propio jugo. ¡Absorber, trasegar otra esencia en nosotros, robusteciendo, corroborando nuestro ser! ¡Delicia incomparable! ¡Abominemos de los inapetentes! Y aun es posible, a más de desear, desearse; querer probar las cosas y su repercusión en nosotros, sentirse en la soledad mutilado ante la vida, necesitar el choque de nuestro tacto con su cuerpo.

Mi protagonista resistirá su soledad, rumiando sus sensaciones atragantadas. Sentirá que la mujer le deja; pero tendrá para mucho rato bastante de ella. Después cerrará la imprenta, donde habrá ido repartiendo su energía entre los compradores. Y se encontrará con la cáscara vana de la casa, chafada como un traje caído de la percha, inanimable, inarticulable. Se irá a la calle. La hora de realizar el día -la noche- le apremiará, obligándole a sintetizar. Su proceso, breve y sin complejidad, le dará el comprimido de una necesidad insufrible de respuesta y un miedo desolador de quedar definitivamente aislado.

Irá derecho adonde sabrá que ha de encontrarla. Irá tan convencido, lo llevará todo tan aclarado, que no pensará más que en recuperarla. Tan trascendente el acto de volver a traerla; será borrar, cambiar todo, disponerse a una cosa nueva. Mezcla excitante de esperanza y propósito. Tomará un taxi que dejará a la puerta, trepidando su aliento agitado. Él contendrá el suyo al subir. Meditará antes de llamar su actitud en la casa donde él no es el hermano. Irá a pedir lo suyo y temerá que se lo nieguen. Barruntará lo que se habrá formado del otro lado de la puerta: una firme sociedad, vinculada nuevamente por la conmoción que causó al llegar la fugitiva, de donde él habrá sido excluido. Llamará sin adoptar posición, y saldrá a abrirle el otro marido. Hablarán en la antesala, discutirán sus respectivas teorías de maridos. Ellas, mientras tanto, estarán en el comedor. Mi protagonista, al oírle, dejará la mesa y se acurrucará en una silla baja, lo más posible pegada a la casa, para que cuando entre crea que no va a poder sacarla. La hermana escuchará en la puerta. Los niños reunirán sus cabezas sobre la fuente de ensalada. Mi protagonista oirá el dúo de los maridos. La voz del suyo ganará terreno, irá imponiéndose, irá metiéndose; el otro no podrá cortarle el paso. La oirá con derretimiento de alegría, tan fuerte, tan decidida, que así podrá ella usar su resistencia. Se arrellanará en la silla, gozando en cómo va a tirar de ella. Y cuando llegue será pequeño en toda su estatura junto a ella, en su sillita, con su arrogancia enana. Buscará otra silla igual para nivelarse. Entonces, mirándose por entre las cejas, hablarán bajo. La escena conyugal se convertirá en coloquio de prometidos, impacientando a los dueños de la casa. Ella esconderá la cara en la sombra de la cabeza de él, manga conductora y aisladora de su intimidad. La violencia de la situación se escapará de ellos e invadirá a los otros. Los niños perderán la ilusión de la huéspeda, por la pesadez de la visita. Mis protagonistas se despreocuparán de todo, se embeberán en su nueva emoción. Él concretará: «Vámonos», y enseguida lo dulcificará insistiendo entre petición y promesa: «¿Nos vamos?» Hasta que ella, callando, otorgue. Y se irán, dejando en los otros vaga envidia de su reconciliación. Se irán en el taxi. Ella, al subir, sentirá que lo ha traído para llevársela. ¡Urgencia y trascendencia de la vida nueva! Volarán en blando y ligero recogimiento hacia ella.

Hasta aquí llegan sin dificultad mis protagonistas. Pero ¿cómo seguir? Siento que mis obras quedarán siempre cortadas, sin punto final, como si me faltase saber algo para re-matarlas, como si necesitase cursar finales. Hay veces en que mis personajes se independizan, sorprendiéndome con derivaciones inevitables, y otras que me exigen, por haber venido a parar a tal punto, cosas que quisiera reservarme. Ahora no soy capaz de inducirles a un final satisfactorio. Ellos necesitan seguir una vida recta, confiada; aventurarse por un camino sin ninguna dirección marcada. Pero que dé acceso a todas. Yo no concibo qué otra cosa pueden hacer, al día siguiente de su reconciliación, más que levantarse, y él, como todo marido, al afeitarse con su Gillet, arreglarla la nuca. Pero del encanto que puede haber en esto no quisiera hablar.

Hay asuntos ventilables, y otros de tan volátil esencia que es preciso sellarlos para que no trasciendan. Allí donde se descuide unresquicio se infiltran y lo llenan todo de un denso olor de realidad.

Acaso sólo otra realidad pueda resolverme el problema. Esta de la que mi protagonista ha surgido. Él puede también intentar apresar el extracto de su pasado. Pasarle, medirle, llenarse del sentido de su dimensión. Así partirá de mí un árbol genealógico…

También esto es superfluo. ¿Por qué me empeño en rematar esta historia? ¿Por qué inscribir su tiempo en el mío? Es innecesario. Basta realizar un trozo de Naturaleza, ¿viva?…, concretándome a desentrañar el último reducto de sus volúmenes, a encontrar la ecuación de sus calidades. Por ahora no puedo conseguir más. Es necesario este ensayo, esta comprobación de mí mismo. Y, además, hacer balance, desembarazarme de las viejas existencias y emprender una nueva, no sé cuál; una que parta de aquí. Sin necesidad de perseguirla, ella vendrá a ofrecérseme, como sin necesidad de huir, es decir, retornando, se ha derrumbado la prisión.

La existencia de un hombre sin destino debe brotar por generación espontánea, como flora invisiblemente fecunda. Toda mi esperanza aguarda el misterioso germinar de la nada, del sustancioso fruto hueco, el cero, total de mi balance. Tesoro que no abruma con su peso, sino al contrario, incita con su prurito ascendente.

Algo ha terminado; ahora puedo decir: ¡principio!

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