A estas horas estará ya medio patio en sombra. Pero aún quedará un poco de sol en el oasis.
Nuestro patio, tan desnudo y tan carcelario, lleno de los llantos de los chicos y de todas las voces del interior, ¿cómo iba a ser tan aprisionador del sol y tan risueño en ciertas horas si no fuera por el oasis? Esos pobres bambúes, plantados en su barril, con sus aspidistras abajo y su pelusilla verde alrededor del sumidero, hacen del patio periscopio de las primeras y últimas alegrías del día, le obligan a sorberlas por encima de la casa y de todo el barrio para guardarlas, presas entre sus paredes blancas. Cuando se va la luz, queda allí el espejismo de lo claro, y en las ventanas de arriba, el cartel estrepitoso, blanco, naranja y negro de «Poniente, el mejor brillo para cristales.
Hasta por la noche tiene una claridad maravillosa, que en el verano cae de las estrellas sobre las ventanas, dormidas con la boca abierta, y en el invierno escurre por las vidrieras y por las hojas del oasis: claridad polar que sólo afrontan los gatos, bien arropados en sus abrigos de pieles.
Nadie adivinaría esta claridad del patio viendo la casa metida en aquella calle sombría y estrecha. No puede nadie suponer que tenga tanto guardado una casa que parece pequeña; y es que su solar debió ser uno de esos que esperan largamente entre dos casas, y que en su fondo se ve siempre, al pasar, alguna escena que casi se comprende, pero que vagamente desazona o contrista. Porque no se explica cómo el habitante del solar se siente encubierto por su profundidad; cómo la costumbre ha ido poniendo entre él y la calle una fachada de distancia: no del todo irreal, porque no existe para él sólo. La calle y sus transeúntes habituales se dejan engañar por el disimulo del solar profundo y no miran nunca lo que pasa allá dentro. Sólo el transeúnte casual lo sorprende, por lo regular, a pesar suyo, y pasa deprisa para no ver; pero se lleva una impresión penosa, que le acompaña durante todo el día. Por esto, la casa, edificada en el solar largo y estrecho, con su buena fachada de piedra, tiene esta interioridad extraordinaria. Nuestros abuelos debieron instalarse para tres o cuatro generaciones, porque nosotros encontramos en ella un amurallamiento ancestral; nos guardamos su llave en el bolsillo como símbolo de propiedad invulnerable. Porque la casa nos ha hecho apasionadamente caseros. Nos tiene seducidos, como esas mujeres que, sin aparentar gran atractivo, al que se casa con ellas lo encasan llenándole la vida de pequeños encantos caseros.
Todos los vecinos sentimos esta influencia; sobre todo, al terminar la tarde, después del ruido de la ciudad, volvemos siempre ilusionados con encontrarla, con llegar a la calle estrecha y que se precipite sobre nosotros el crepúsculo; que tengamos que subir la escalera a ciegas, y en la antesala encontremos la luz encendida; pero dentro, en las habitaciones que dan al patio, que nos tenga reservado un poco de su luz, un crepúsculo lento; que nos cuente cómo ha sido el día sobre nuestra cama y sobre nuestra mesa. Porque hasta que se llega a su fondo no se encuentra el encanto de su intimidad. La escalera, hosca y fría, no acoge bien al visitante. Nada de chapas delatoras. El que vaya buscando a alguien, que pregunte y arrostre el ‹‹No es aquí». ¡Cuántas veces habrá hecho huir a esos indecisos que pasean el descansillo de izquierda a derecha, tarjeta en mano!
Hasta los mismos vecinos, sabiendo que su mal gesto no va con nosotros, no podemos sustraernos a veces a la mala impresión de su penumbra, y la subimos corriendo de cuatro en cuatro escalones.
Nosotros fuimos víctimas de esta sensación como ninguno. Sobre todo, cuando veníamos de clase, charlando por la calle, y al llegar a la escalera se nos cortaba la conversacion y echábamos a correr cada uno a nuestro piso. En tanto tiempo no conseguimos nunca subirla despacio. Sentíamos que la escalera, si no tenía sombras, era digna de tenerlas. No las habíamos visto nunca; pero nos parecía que era un secreto que ella nos tenía guardado y que un día u otro había de revelarnos. El caso es que corríamos como si viniesen siguiéndonos, y al cerrar nuestras puertas con rápido portazo no conseguíamos la tranquilidad de estar ya defendidos, sino más bien una pesadumbre como de haber dejado a alguien fuera, que sabíamos que había de esperarnos al otro día indefectiblemente.
Después, en cambio, venía la tranquilidad, la confianza del cuarto. Sentir su ventana bajo la mía, y saber que una misma aura casera había revoloteado sobre nuestros papeles, se había metido entre nuestras ropas y había revuelto nuestros bolsillos, cambiando los secretos del uno con los del otro. Entonces era el pensar: ¿por qué este miedo absurdo a la escalera; una escalera tan familiar, de tan suave pendiente; ancha como avenida propicia al paseo lento en compañía? ¿Por que este segundo descansillo donde nos separamos es plataforma aisladora de toda corriente cordial? Yo entonces achacaba a la escalera que nos pasase aquello. Me daba cuenta vagamente de que al llegar al portal sentíamos cómo la alegría, la confianza de estar ya en casa; porque en la calle, la gente estorbaba nuestro recogimiento. A veces algo que pasaba se llevaba la mirada de uno cuando el otro iba a buscarla. En cambio, al entrar en el portal, era una satisfacción, como si fuera eso lo que estábamos deseando, por lo que veníamos de prisa. Pero al subir la escalera todo se iba borrando. Entonces empezaba como el temor de lo pronto que tenía que terminar, y la esperanza de cualquier cosa que podía pasar, pero que no pasaba nunca. Ese rato de subir los dos pisos era tremendo. Porque en el descansillo estábamos bien; podíamos hablar apoyados en la barandilla; pero ya traíamos la mala impresión de haber subido juntos desacompasadamente, de haber tropezado o habernos empujado, sin haber podido decir una palabra, y nos encontrábamos en el último escalón viendo la inminencia de la despedida, sin saber cómo evitarla, y abandonándonos a la contrariedad, agriándosenos el humor por la mutua torpeza nos decíamos adiós. Y o no nos mirábamos o nos arrojábamos dos miradas incompatibles.
Nos pasó esto durante todo el invierno, porque aquellos meses de continuos chaparrones nos hacían venir en el tranvía, y el tranvía también es un sitio maléfico para los diálogos de dificultad íntima. El tranvía no adapta nunca la puntuación de su marcha a la de nuestra conversación. Acompasamos nuestro párrafo con el metrónomo de su ruido, de sus vaivenes, del balanceo de sus correas, y de repente, el timbrazo y el ¡crass!… de la manivela nos hacen callar intempestivamente. Es algo tan desesperante como dictar a un mecanógrafo inhábil que en medio de cada renglón vuelve hacia atrás el carro; que carraquea malhumorado, y tenemos que sufrir unos minutos de silencio mientras borra la errata. Y en el tranvía pesan y azoran esos minutos, porque son como vanos interruptores de la actividad en las horas en que más vigorosamente fluye. Son silencios sin ángel, no como esos de las horas de siesta, horas blancas que deslumbran y agobian con su claridad, porque es la suya la blancura ardiente del rojo blanco, y en que al pasar el tranvía cae a veces al pararrayos de su trole la exhalación de un ángel. Estos silencios del invierno, cuando se va en el tranvía con la ropa mojada y el paraguas como pez recién pescado, que suelta por la cola un chorrito de agua, son producidos por un espíritu burlón e intimidador como un cuco que se asoma para asustar metiendo su cabeza en lo más secreto de todos los diálogos.
Y después de momentos así bajábamos tan cerca de casa, que el pequeño trozo de calle no era bastante para añadir todo lo que se había fragmentado en el tranvía. Llegábamos llenos de sensaciones disgregadas que era preciso resumir, y no teníamos tiempo. No lo tuvimos hasta aquel día, para nosotros primero de año. En el 1 de enero el año nuevo puede pasar inadvertido, como la luna nueva en su primer día. Es preciso que se manifieste en uno, que sea como el comienzo de su cuarto creciente, un atisbo de su luz, de su futuro esplendor en el plenilunio. Como aquel en que llegamos a pie, callados, cargados con la hucha de nuestro silencio, tan llena que de un momento a otro tenía que romperse. La escalera aquel día intentó meternos miedo más que nunca. Pero la desafiamos. ¿Sabría que iba a ser vencida? El peligro era tan patente que no cabía pensar en huir. Era apremiante. Más que asustarnos nos impacientaba. Hubo un momento en que cada uno tuvo el deseo de reprochar al otro su cobardía. Al empezar a subirla nos pareció acometer una decisión ascendente; pero al llegar al descansillo desfallecíamos, se nos escapaba. Ella, sobre todo, desistía; estaba a punto de echar a correr. Al recordar ahora cómo la sujeté por los brazos, me parece recordar la más violenta discusión que he tenido en mi vida. Porque la retuve dispuesto a hacerme escuchar, creyendo que iba a ser capaz de decir algo. La escalera me instaba con su semioscuridad, y el algo que yo quería decir me rondaba, me zumbaba alrededor, callándose también a veces -falsos silencios en que parecía que me había dejado; pero era que se había posado en mi nuca-ella mientras tanto… Yo la miraba sin verla. Toda mi atención era para perseguir aquello que revoloteaba fuera de mi foco visual, en esa zona de los fantasmas en que no podemos asegurar si vemos o no vemos, para atrapar aquella fórmula cuya contemplación había de corroborar mi sentimiento, y que, por fin, se posó delante de mí. En ella misma. Fue como si cada uno por nuestra parte hubiéramos corrido tras la decisión rebelde y a un tiempo hubiésemos caído sobre ella. Después de aquella larga persecución quedó presa entre nuestras dos miradas. Entonces nos besamos insistentemente, tenazmente, repitiendo cien veces la fórmula nueva, que nos llenaba de la más placentera convicción.
Desde aquel día la escalera tuvo sus sombras. Los vecinos, al llegar o al salir de sus puertas, notaban que algo huía, que la escalera se quedaba con el gesto falsamente tranquilo de «Aquí no ha pasado nada». Nosotros, en cambio, nos compenetramos con ella, dejamos de temerla y nos decidimos a habitar sus batientes de oscuridad. Su condición de sitio transitorio llegó a influirnos de tal modo, que nuestras efusiones, aunque durasen horas, tuvieron siempre el atropellamiento y la ansiedad de una continua llegada o despedida.
Los que están agobiados de trabajo se lamentan de no ver la primavera por no poder ir al campo. Algunos llegan al verano diciendo que no se han enterado de ella. Peroéstos son los que no la conocen sin sus atributos de estampa japonesa. Los observadores del año, sobre todo los enamorados del año madrileño, con su invierno moscovita y su verano tropical; los que viven pulsando los días con atención de labradores, porque saben la repercusión de las locuras del año en su cosecha, la sienten venir estén donde estén. Para ésos hay una primavera de interior, de dentro afuera. No necesitan esas irrupciones en que la primavera abre ventanas con el aire tibio de su abanico. Cosa que no sucede hasta que ha llegado a la pubertad. Podría decirse que la ven nacer. Al lado de cada solitario, en el rincón más oscuro y cerrado, en cualquier cosa, en un objeto duro y sin apariencia de capacidad para las repercusiones vitales, el que está a la expectativa de la primavera la ve nacer en su momento.