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Este año llegó a la casa en algo imperceptible de puro corriente. La mañana que notamos en la escalera, a la hora que barren el portal, que el olor del serrín mojado era como el de la lluvia cuando hay cerca pinares. Bastándonos esto para que se declarase en nosotros el estado primaveral, para que volviésemos a sentirlo, a encontrarla en mil cosas; para que fuera invadiéndonos la vida y obligándonos a modificarla. Comprendimos que había llegado el tiempo de faltar a clase. ¡Cómo nos gustaba imaginar la clase en esos días en que el profesor se encuentra sólo con un alumno! El viejo alumno y alumno viejo que no falta en ninguna, como si todas las aulas tuviesen una plaza de alumno profesional para que los días de des-bandada puedan ejercer el rito, el profesor en su tribuna y el alumno en el primer banco, hablando mano a mano de cosas fuera de programa. Por las mañanas se salvaban las clases pensando en preparar la escapada de la tarde. El fresquito de las ocho, al salir en nuestra calle sin sol, nos hacía olvidar la primavera; nos resultaba siempre sorprendente ver pasar a las cocineras con su ramo de rosas asomando en la cesta. Y esta impresión estimulante y optimista de nuestras mañanas llenarían mi recuerdo si no me hubiese encontrado también en el portal, al volver solo un día de fiesta, con la chica del velito, que bajaba. Y si la observé fue porque llevaba una tristeza… Porque llevaba su velito prendido con una tristeza especial. Una muchacha que seguramente no era triste; parecía como si aquel día estrenase su tristeza: la ostentaba como una indumentaria más refinada que la de costumbre. Como esas chicas que han estado ahorrando todo el año para estrenar un día vestido, medias y zapatos del mismo color; que para ellas es el colmo de la elegancia.

Aquella chica parecía vestida por primera vez del color de su tristeza, y cuando me dio los buenos días, de su voz también se desprendió el mismo tono. Como la que va vestida de heliotropo y el perfume también es de heliotropo, que es ya la perfección.

No sé por qué presentí que tenía relación con nosotros, y subí corriendo, porque sabía que se me esperaba en el descansillo. En el modo con que ella me alargó una mano, sin despegarse de la barandilla, comprendí que había interrumpido una despedida, que había cogido la mano que se quedó colgando del apretón de la del velito lánguido.

Yo quería saber si bajaba de allí aquella chica y si era amiga suya; pero a todas mis

preguntas contestó en síntesis diciéndome que era una chica que había nacido el mismo día que ella, realzando inconscientemente este detalle al hablarme de la chica, influida por ese parentesco que establecen las madres entre sus hijos y los de otra cuando nacen el mismo día. Así como a los que se crían de la misma mujer se les llama hermanos de leche, a éstos debía llamárseles hermanos de día. Yo estuve por preguntarle por qué llevaba así el velito su hermana de día; pero no se lo pregunté porque era otra cosa la que más necesidad sentía de preguntar. No podía olvidar el buenos días confidencial de la muchacha, que seguramente me conocía, y que había sido como decirme: «Ya te contarán, ya te contarán». En el primer momento de sentirme interesado por ella tuve curiosidad por saber su secreto; esperaba encontrar cierta gracia en su tristeza novelera. Pero es que al verla no pensé que estaría ligada a nosotros por el punto de su nacimiento; que habría entre ella y lo más mío aquella consanguinidad de tiempo. Mirando la cabeza de mi novia en su impecable desenvoltura me resistía a comprender que hubiese sido concebida en el mismo seno temporal que la de aquella chica de velito. Y, sin embargo, tenía que avenirme a reconocer que le había bastado pasar por la escalera para difundir su tónica en nosotros: nuestro descansillo estaba lleno de su tristeza; la luz y el silencio tenían una huella misteriosa, arropadamente erótica, como un rincón de iglesia; y mi novia me parecía que acababa de sacar su frente del confesonario de aquel velito, de haber recibido debajo de él encapuchadas confidencias. El recuerdo de la muchacha se me hacía por momentos insufrible; falsa virgen que había venido a hablar a mi novia de su velito, de todos los trapicheos pueriles que arman las mujeres de esa clase alrededor de tal tema. Luchaba por convencerme a mí mismo de que no seguía aún velada por aquel préstamo de tristeza; pero me rendía a la evidencia de una sombra que había en sus párpados, como si se hubiese impreso sobre ellos una negra y enredada trama; y le caía tan postiza, que parecía disfrazada con trapos de otra mujer. Yo sentía la urgencia de que se los quitara; pero no antes de buscar su sabor entre aquel nuevo adobo, y mientras me contaba, yo iba desechando la historia, pero no perdía los rictus insospechados que alteraban su boca, re-cogiendo en apretada impronta sus pequeños gestos amargos.

A fuerza de decirlo: «La vida no es eso, la vida -la nuestra- no tenemos que aprenderla de nadie; nos la inventaremos nosotros», conseguí borrar su mala impresión, y el momento me ayudó prodigiosamente. Ese dios del momento es uno de los espíritus más poderosos, lo mismo cuando es propicio que cuando es hostil. Pero hay que tener una gracia especial para contentarle, porque no se da a razones. A veces estamos poniéndolo todo en nuestras palabras, porque lo que esperamos lograr con ellas nos es esencial, y si no conseguimos interesar al espíritu del momento, la luz entorna los ojos y oímos el bostezo de una puerta. En cambio, otras veces, como aquélla, el momento se mete de lleno en nuestra conversación y la súbita animación de su fisonomía hace que no sea un frío acceder lo que consigamos, sino una espontánea convicción y un sentimiento.

La puerta del piso, que se abrió en aquel momento, tardo en cerrarse; porque se había abierto para que nosotros mirásemos. La casa nos sonrió con la perspectiva de todas sus puertas abiertas. En la habitación del fondo, las rayas de sol de la persiana teclearon en el juego de damas de los baldosines y por el tubo acústico del pasillo nos llegó todo el concierto de sus sonidos; porque estábamos ya en junio y junio es el mes musical. Es el mes en que los pianos, después de habernos atolondrado durante la primavera con el arrullo de sus ejercicios, nos sorprenden a veces con ráfagas estupendas que entran por los balcones entornados idealizando el olor del momento, haciendo de cualquier olor casero un aroma limpísimo, lleno de la pureza de Bach, y se siente y en él tanto la plenitud estival que resulta profanación cualquier género de temor ante la vida. Yo le ofrecía para contentarla aquel día de sol que brillaba en el fondo del pasillo, y nos fuimos buscándole a la calle, siguiéndole hasta su declinar en una noche profundamente oscura, como digno reverso.

Las noches de junio rebosan optimismo, como su hora más clara de día; eran tan limpias, que no notábamos un velo de distancia cuando hablábamos de balcón a balcón, y entre nuestras voces, sólo el silencio rizado por la simple nota de los grillos.

Después, en las de mediados de julio, empezó a sorprendernos como una luz de luna que viniese de abajo la luz de carburo del puesto de sandías. Y el día que llegó a nuestra esquina el sandiero, que era novio de Anita, la casa se llenó de su nombre. Por el patio no se oía una cosa sin un Anita en medio. Es que era toda ella su nombre, y aquellas blusas que llevaba, que la dejaban transparentar las puntillas de la camisa y los pechos, mal sujetos. Todas las noches veíamos poner en el vértice de la pirámide, bajo la tienda de lona con su lucecita vacilante, la sandía que tenía el corazón fuera, dejándosele ver a todos para que nadie dudase de sus óptimas entrañas. ¡Aquel sandiero era tan gitano! Tenía como pocos el arte de la puñalada; y cuando llegaban los melones yo creo que no los calaba porque es de matarife la actitud de echar las tripas a un rincón. En cambio, en la sandía se hunde limpiamente la hoja de la faca, y el sandiero la aprieta entre sus manos, antes de ponerla en las del comprador, mirando su fondo rojo, que contrasta tan bien con las pepitas negras, como si en la lucha con su asesino se les desgranase dentro de la herida el collar de azabache.

Pero no pudimos conservar todo el verano el tono de aquellas noches límpidas. Una se nos manchó de negro denso, perdió toda su transparencia en la tinta de imprenta. Aquella en que el periódico nos trajo el retrato de la chica del velito, bajo el epígrafe de «Joven intoxicada» . Entonces nos pareció que nos enterábamos de su debut. Que había venido a invitarnos a él y que no habíamos querido asistir. Pero que contra nuestra voluntad acabábamos de ser informados. Aquel retrato, sin su nombre nunca lo hubiéramos identificado. Pero una vez sabiendo que era suyo era su más perfecta explicación. Retrato hecho pensando en la posteridad, apoyando el codo en el macetero, con la desfachatez de afirmar su gesto más genuino. Con la sinceridad ultraconsciente que anima las poses de los «tristemente célebres». Retratos de esos que tanto se encuentran rotos debajo de los bancos porque muchos, al recibirlos, sintieron su advertencia y se echaron atrás.

Desde entonces nos fue ya imposible evitar el recuerdo de la chica. En la escalera, sobre todo, la recordábamos continuamente. Yo sabía que ella no dejaba de pensar. La veía obsesionada por la necesidad de arreglarlo, de darle cincuenta soluciones, aun sabiendo lo totalmente inútil que era su empeño. Pero hasta olvidándolo, y hasta sintiendo un inhumano bienestar por su desaparición, no podía menos de querer resolver el problema, por el problema mismo. Estaba impresionada. Y yo, aunque no hacía más que razonarle que era una de esas cosas del que asó la manteca en el dedo, estaba también impresionado de la impresión de ella. Sobre todo, cuando la veía pensando, la miraba con terror, como los padres cuando saben que su hijo ha estado jugando con un chico que tenía tos ferina. Por esto abandonamos la escalera y llegamos a hablar por el balcón hasta las doce.

Pero no duró mucho aquella paz nocturna: una noche hubo un grito abajo. No vimos nada: cerramos los ojos porque habría sidodemasiado ver algo tan horroroso como aquel grito, pero vimos la gente que acudía y la luz que se tambaleaba. A la noche siguiente no volvió a encenderse y no se volvió a oír por el patio el nombre de Anita.

Al huir también del balcón, nos quedamos sin refugio en la casa, hasta que dimos con la azotea, adonde no subía nadie más que a tender la ropa. Pero no logramos en ella más que empeorar nuestra tensión de ánimo.

El clima del tejado es clima de altura; produce la reacción y la excitación de los dos mil metros, hay que ser fuerte para resistirlo. En el siglo pasado se padeció un poco la manía de la buhardilla, y así sufrieron tantas repentinas hemoptisis, que les rompieron los vasos del suicidio. El espíritu del que deja vagar su mirada por el paisaje de tejados termina como gato extenuado y lunático, que no necesita más que ir a parar al río con una piedra al cuello. Por eso resistimos poco tiempo en la azotea. No porque no sintiésemos su encanto. Probamos su silencio y su éxtasis, y sus horas de Angelus, en que las monjas de enfrente subían a la suya y se acodaban en el barandal, apoyando las blancas pechugas en los brazos para ver pasar a las golondrinas, sus parejas, sino porque no nos era saludable, y yo tenía entonces la preocupación de la salud. Teniendo una salud magnífica. Pero la saboreaba, la cuidaba más que una enfermedad. Y es que eso de la salud en mí había llegado a ser una cosa enfermiza.

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