Adolescencia y convalecencia pueden confundirse, como magnesia y gimnasia, pero no es sólo la similicadencia -¡qué bonita palabra! Además de similitud, lo que sugiere es multitud, armonía de mil cadencias- lo que las une, es una convergencia de su condición de estados de los cuerpos hacia un resultado común. Al final de las dos se padece infaliblemente un más o menos vasto egoísmo. Cuando es ocasionado por la convalecencia no se manifiesta más que en ciertos hábitos de comodonería y hasta de gastronomía. Pero cuando se llega a él por la adolescencia, las manifestaciones son de egoísmo, ni más ni menos, las más múltiples y genuinas. En un deseo bárbaro de salud el que se saca de las dos, siendo como son hiperestésicamente generosas, siendo los dosmomentos en que nos dejamos matar por una mirada o por una corriente de aire. Pero cuando terminan se posesiona de nosotros la salud más embrutecedora.
Cuando salí de mi adolescencia -me doy cuenta, aunque es reciente- me pareció haber inventado el egoísmo y lo viví, lo teoricé, lo divulgué, caí de lleno en esa primera juventud, en la que tantos hombres se estancan, siendo por lo regular los que nunca envejecen; pero tienen siempre la frescura aparente de las cosas en conserva, cortadas verdes, que no tuvieron nunca su dorada juventud. Dorada en el sentido de estar en su punto. Empecé a sentir repugnancia por todo lo que pudiera conmovernos. Consideré inminente la necesidad de salir de la casa. Sobre todo, de aquel barrio populachero, donde se habían dado los sucesos trágicos con regularidad de fruta del tiempo. Claro que irnos de la casa no podíamos, ni verdadera-mente queríamos. ¿Dónde íbamos a estar como allí? Pero, por lo menos, cambiar de ambiente.
El verano estaba ya terminando. Esperábamos los crepúsculos largos del otoño con la misma impaciencia que en febrero el ver crecer los días.
Esa hora del oscurecer, en septiembre, es una hora de noche que el año regala a los que tienen que estar en casa antes de las nueve. Una hora profundamente nocturna y sabiendo vivirla, larguísima. Cuando se ve uno sorprendido por el rápido crepúsculo se desconfía del reloj, se está a punto de volver a casa aunque sea temprano. Pero siempre se toma la resolución de aprovechar la hora nueva que el tiempo regala.
El silencio de esa zona que rodea a Madrid a poca distancia no es el silencio del campo, que está más lejos: es un silencio que, si no se le presta atención, parece completo; pero disponiéndose a escucharle se encuentra en él la esencia de todos los sonidos. A esa zona podría llamársele zona de la distancia ideal, porque, cuando estamos en ella, lo que gozamos como algo único es su distancia especialísima. Podemos profundizar en ella y llegar al más completo distanciamiento, sin perder el hilo de la voz de Madrid. Se oye desde allí la pianola del bar, el tiro al blanco, se ve el sistema planetario de las luces de la barriada, con las constelaciones del cine y el garaje; se sabe los pasos que hay hasta la parada del tranvía. Y al mismo tiempo se está tan lejos, tan olvidado… Nadie piensa que podemos estar allí. El que no está en la zona de la distancia no se acuerda de que existe. Aunque también se puede sentir su influencia desde lejos, como esas veces que se nota un olor intensísimo y no se da uno cuenta de que acaba de pasar por una frutería. Al cruzar ciertas calles, de noche sobre todo, se siente como un aliento, como una suave fuerza aspirante. Son las que conducen a la zona de la distancia. Y también puede conocerse fuera de ella a los que la frecuentan, en un guiñamiento, como el de los gatos al sol, porque sus ojos se hacen muy sensibles de desorbitarse en las miradas, que aunque no se ven, se sienten en la oscuridad. Los asiduos se despiden de ella todas las noches, y se despiden en ellos, aunque siguen juntos. Después es el asaltar los tranvías.
Tanto nos desprendimos de la casa, que acabamos por estar violentos en ella. No podíamos resistir el grado de intimidad que nos era preciso aparentar. Necesitábamos nuestra ida aparte, nuestra independencia. Con la familia llegamos a ponernos en esa actitud que impide toda explicación. Nos portábamos como si estuviéramos ofendidísimos. Yo creo que les sugestionamos de que el caso era ése, hasta el punto de que, más que reconvenirnos, deseaban excusarse con nosotros.
Hasta los ratos que hablábamos en casa era de nuestra vida. Madrid nos parecía hecho para nosotros. Pero ella sí que se iba haciendo para mí. Se iba haciendo cada vez más como yo la quería. Estaba alegre, gordita. Las malas impresiones no habían hecho gran mella en su salud. Yo la cuidaba, la hacía merendar todas las tardes. Mi manía de la merienda llegó a tener carácter de porfía. A aquella hora precisamente era cuando le daba a ella por ponerse trascendental. Claro que desde entonces no podía prescindir de las cosas trascendentales. Pero a mí me indignaba, porque me parecía que contrarrestaba el efecto benéfico de la merienda. Aquellos días que tan impresionada estuvo, yo no quise darle importancia. Pero después tuve que comprender que era un error. Con trivialidad no podía combatir aquel poso de seriedad que le había quedado. Además, me era doloroso burlarme de sus cosas, porque no era miedo de nada concreto lo que padecía, sino una especie de miedo infantil, que sentía por primera vez al estar sola, y, sobre todo, que más que de estar sola, el miedo era de haberlo estado siempre. Le daba por acordarse de todo. Hasta de las veces que había abierto la puerta sin mirar por el ventanillo y se había encontrado con caras desconocidas. Y hasta estando en casa su padre y la criada le acometía el miedo de su pasada soledad; la entraba el enternecimiento retrospectivo por su infancia. Yo sólo era capaz de suponer que estaba en un momento de cambio y que aquello había que arreglarlo a fuerza de sobrealimentación. Cuando la hacía merendar y la atiborraba de conceptos, me parecía que nuestra tranquilidad descansaba en buena base.
Y fue tan perfecta mi influencia, que mis cosas maduraron en ella como si fuesen suyas. Hasta tal punto, que cuando las repetía me sorprendía su originalidad, que en el momento de ocurrírseme no había notado. Todo era sorprendente en aquella fase suya. Cada día la encontraba más transformada. Por primera vez al ir con ella, como siempre, me daba cuenta de que iba con una mujer. Y no se me ocurría más que decirme: ¡Qué partido saca de las cosas! ¡Estaba tan rica con su alegría trascendental! Durante unos días lo olvidamos todo.
Hasta que en las últimas meriendas de septiembre a ella le dio por recordar, y a cada paso sacaba viejos temas, subrayando sus puntos esenciales con escrupulosidad de buen estudiante, sometiéndolos siempre a un plan cuestionable, como contrastando con él mi conformidad, y entonces, sin saber por qué, al verlas así, me horrorizaba el desnudo de mis ocurrencias. Me resultaban cínicas, me avergonzaban como si me las estuviese echando en cara cuando, por el contrario, yo veía la sinceridad de su adhesión, y acaso era esto lo que más me molestaba. Pero lo peor que me pasaba era que no tenía valor para reírme de ellas. Con la misma seriedad que había creado mí ingenua y desvergonzada estética del peligro, me parecía necesario destruirla, y callaba esperando que terminase, repitiéndome por dentro: a contrapelo; todo esto es a contrapelo de su estado de ánimo en este momento. Y tanto lo era, que enseguida le dio otro giro y terminó con el tono interrogante. Dejó de sondearme, y casi a pesar suyo habló de algo que sabía mejor que yo. Su divagación seria y cerebral siguió en otro tono íntimo y triste, bajo el que yo no adivinaba más que una obsesión de peligro. Al aludir ella al que se tira por el Viaducto, y en la mitad del camino le da miedo y quiere volverse atrás, yo creía entender que aludía a su consabido temor del pasado, inevitable, y desistí de sermonearla. Claro que ella puntuaba, concretaba. Llegó a sugerirme, maravillosamente, cómo en todo momento de vértigo se experimenta la sensación de desprenderse de arriba y estrellarse abajo, y cómo la sensibilidad del que atraviesa el peligro, mientras dura, se le cae y vuelve a subir y vuelve a caérsele cien veces. Y cómo todo esto puede dejar un recuerdo incurable. Pero esto del recuerdo era lo que me despistaba. Ella me enfocaba con su intuición, y yo me empeñaba en ver detrás de ella lo inevitable. Es decir, yo me desentendía de su temor, obsesionado con el mío: la enfermedad. Al ir hacia casa no dejó de hablarme en todo el camino. Pero yo pasaba revista a todos los específicos del sistema nervioso, y aunque protestó, me negué a salir de casa al día siguiente.
Aquella noche no pude establecer el diálogo interior hasta muy altas horas, cuando, después de analizar mi falta, no podía comprobar lo que había ocasionado; porque hay algo en mi modo de ser que me obstaculiza el arribo al ensimismamiento con impensables frivolidades hasta en la más completa soledad, y algo, además, que anula mi percepción, distanciándome de las cosas próximas sensibles. Una especie de sordera psíquica. No hay el menor egoísmo en este hacer sufrir a las palabras antesalas larguísimas en mi oído. Es que no siempre estoy capacitado para percibirlas como ideas, y haciendo como que no las oigo guardo sólo su impresión acústica, que toma vida después en ocasión propicia. Pero así se compone la cinta de mis impresiones: el susto cien metros más allá de la explosión.
Aquella noche, cuando tuve ante mí la significación de lo que se me había preguntado, sin poder echar a correr con la respuesta, empezaron a latir los segundos en mi cabeza, como para que me diese cuenta de su magnitud, de lo que se podía haber hecho en los de aquel intervalo. Llegué a ese estado en que las codornices se rompen los sesos contra el techo de la jaula. Además, cuando las preguntas no han tenido respuesta, es casi imposible saber su verdadero valor y significado. Porque cuando se nos pregunta y respondemos, en la pregunta siguiente ya hemos colaborado, mientras que si callamos, las preguntas se suceden, cohibidas por nuestro silencio. Las últimas son siempre agriadas, envenenadas por el fracaso de las primeras. Y yo, en aquel momento, estaba dominado por una impaciencia loca, que me impedía ver claro hasta qué punto había quedado ella contrariada por mi incomprensión. Pero me esforzaba en contenerla, sin atreverme a llamarla a una hora desusada porque, en el fondo, dudaba también de mis temores. Me veía apagando ese fuego imaginario que nos sugiere el olor de un hilo que se quema en las últimas chispas del brasero y en el que pasamos horribles horas salvando a una persona o casa querida. Embebidos en nuestro tormento, incapaces de acción, avergonzados de dar la voz de alarma por algo incomprobable y temiendo al mismo tiempo que cada minuto de nuestra indecisión esté agravando el peligro. A ratos, por cualquier sensación física, por encontrar una postura cómoda en la cama, me parecía que no podía pasar nada, y que al día siguiente me levantaría y sería un día como los otros. Pero otras veces, al recordar cualquier cosa, me sentía retroceder en la noche, alejarme de la claridad, hundirme en todo aquello, que era como una consecuencia de mi cuarto, de estar allí metido, y no veía la posibilidad de salir.