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II

Empezó a transformarse la casa por aquel piso, que era precisamente el raquis de su vetustez, lo más anquilosado, lo de más aquilatada ranciedad. Era como su núcleo primero y esencial alrededor del cual las demás cosas se habían ido haciendo consecuentemente, y el espíritu pacífico de la casa llegaba en él a su condensación. Se sentía, al pasar, un silencio no enteramente vacío, como si fuese la guarida de una minúscula alimaña que estuviese allí encerrada durante años de vita mínima, y fue preciso que viniese a alterarla la muerte, tirando de ella con seis caballos negros que se la llevaron como hormigas a su agujero.

Fue un momento de crisis para la casa el de quedarse sin casera, y una mañana de sobresalto aquella en que un Packard le dejó a la puerta a los nuevos amos. A los pocos días lucía el portal el farol Renacimiento que era como el regalo que le habían traído, y mediante unos cuantos obreros, pacientemente arqueólogos, volvían a apuntar los cuernecitos barrocos de una piedra ilustre inserta en su portada.

El piso silencioso empezó a importar y a exportar ruido. Llegaban cajones que con-movían la escalera, dando con sus ángulos en los escalones trompicones de gigante, y al abrirse se ponían enseguida en movimiento sus contenidos ruidosos; zumbaban las máquinas eléctricas, la que sopla, la que limpia, la que calienta; la pianola desarrollaba grandilocuencia musical, y el gramófono se lamentaba en cuatro o cinco idiomas, unas veces, de estar triste, y otras, de estar alegre.

Ahora, después de haber clavado clavos en sus paredes y haber ayudado a cambiar de sitio sus cachivaches, recuerdo siempre en confusa perspectiva lo que había y lo que hay actualmente en la casa, y siempre que entro creo que voy a encontrar aquel retrato de don Carlos en el muro de entre los dos balcones, olvidando que fui yo mismo quien le dio el asalto, quien irrumpió entre los dos haces de luz en el recinto de sombra donde se encastilla, y, subido en la escalera, le devolví cara a cara la inscripción que tenía al pie: «¡El triunfo es nuestro!», pasando en calidad de prisionero a la guardilla.

Con él cayó la dinastía de los diecinueve en aquella casa. ¿Cómo iba a haber presidido los tés de los viernes? Los tés en que la sobrina de Julia perdía en el tango su pantorrilla sofocada. Olvidaba su pantorrilla, la abandonaba, era su cola de sirena que se le escapaba de la falda.

Lo llenó todo aquella pantorrilla. Lo pervirtió todo, nos pervirtió a todos. Estaba tan bien educada, tan bien informada. Sabía tanto de tenis como de tango. Con tacón, sin tacón, con media de seda, con media de lana. Eclipsaba la personalidad de la dueña. Es más: eclipsaba la de su compañera. Era una pantorrilla sola la que estaba en todo. La que saludaba a la gente, la que ofrecía pastas. Esa muchacha tiene el pretexto de su pantorrilla. Ella no es gran cosa; pero su pantorrilla, no cabe duda, está bien. Y la dueña sabe participar indirectamente del éxito de su pantorrilla. Siendo al mismo tiempo la muchacha el pretexto de la familia. Porque ¿cómo iba a haber en casa de Julia esa alegría, esa novelería, si no fuera por ella? Así, en la sobrina está muy bien. La alegría de esa chica es como un globito flamante que cabecea por encima de todos, que se escapa al techo. Pero que se sabe que no va a ningún sitio.

Y nosotros nos pusimos en la actitud de alabarles el juguete, ¡porque les complacía tanto!… Parecía que no querían más que lucirle, que jugar con él, que organizarlo todo alrededor suyo. Pero Julia era la que tenía el hilo y, por lo tanto, la que dirigía el juego. Toda la casa fue cambiando por entonarse con su opinión. Y a nosotros se nos infiltró su influencia más que a nadie, porque nuestra casa estaba aún recién plasmada. Habíamos precipitado su realización acometiéndola con impulso sobrado para una obra enorme, y nos había resultado apenas obra tan fácil, tan breve. Una vez hecho todo nos encontrábamos con nuestro tiempo delante, como una gran fuente de minutos que pudiésemos comer grano a grano.

Así llegamos a la filigrana, al virtuosismo sentimental.

¡Mi maniobra del espejito fue una labor de chino! Fue la manía de ver las cosas como el objetivo del cine, que es como las verá el ojo de la Providencia -¡qué absurda estilización ese ojo desparejado!-. El triángulo de las Potencias debía estar centrado por un límpido, potentísimo objetivo de cerco metálico que destellase pestañas de luz. Mirada monocular, pero omnividente, perceptora de todos los planos, de todas las faces. El espectador de la pantalla pierde todo sentido de situación. Por más que quiera ahora reconstruir aquella escena, no puedo darme cuenta de cómo cambiaba la imagen que me sugirió aquello. En el grupo de la pareja abrazada, con la barba del uno en el hombro del otro, las dos caras eran anverso y reverso. Sin embargo, se veía simultáneamente el gesto de él, caído, entregado, y la fría observación de ella, valorando el sortijón recién regalado. ¡Y tuve la paciencia de perseguirla en casa más de quince días, con el espejito convexo en el bolsillo! Fue una paciencia de naturalista. Acechar ese momento no visto, no disecado por ninguno. Pero del que todos hemos sentido el vuelo. ¿Cómo sería la mirada suya de aquel momento, esa mirada que, sin llegar a encontrarla, se siente tan profundamente? ¿Cómo serían sus ojos, mirando hacia dentro? Porque, indudablemente, las miradas, como los que hablan a través de un tabique, se sienten en el punto de contacto de las cabezas. Pero lo difícil es establecer ese contacto cuando y como se quiere y estar alerta para no dejarlo escapar. Esto es imposible. Porque la situación se llega a conseguir. Me fue fácil llevarla a la consola y retenerla allí, apoyándome yo en el mármol. Podía enfocarla; con asomar un poco el espejito, la veía perfectamente en el espejo grande; pero era inútil: ella sentía mi inquietud, sentía que yo no aterrizaba en aquello, y sólo conseguí sorprender dos o tres gestos triviales, correspondientes a pequeñas cosas que ella decía, en las que su imaginación daba vueltas. Así perseguía yo su mirada, como se vigila la hojita de té que da vueltas a veces en la taza, y que no perdemos de vista en cada sorbo. Pero que, después de haber espiado todo su navegar, se nos borra un momento, el suficiente para pasar por nuestros labios, y nos la tragamos inevitablemente. Cuando la mano con que sostenía el espejismo me pesó tanto que tuve que dejarla descansar en su cintura, ¡entonces fue el momento! Entonces fue cuando su mirada resbaló con la corriente, porque se había tocado el resorte de la compuerta y se precipitó en el fondo. Yo la sentí caer dentro de mí y la apreté a ella queriendo detenerla en el camino. Pero ya era tarde. Sólo me consolaba de no poder verla el estar seguro de que la tenía.

¡Hace un siglo de todo esto! Pero, no; ¿por qué ha de hacer un siglo? Si fuera preciso que hubiera pasado un siglo para vivir lo que he vivido en este último tiempo, ¿qué valor tendría? ¿Cómo podría diferenciarle del tiempo anterior? Ha pasado sólo un puñado de días. El tiempo es el mismo. Lo que ocurre es que estos días, compases de este tiempo, han sido llenos, abarrotados. Antes, en cada uno había una sola nota, dormida a la sombra de un calderón; en cambio, estos últimos han sido de esos desbordantes, de esos que su conjunto en la página es una delirante montaña rusa de escalas, de esos en que las manos del pianista se distienden, estrujando racimos de acordes inabarcables. Han sido unos compases de estruendo, que siempre son buenos para despertarle a uno cuando está medio dormido con la melodía. El estruendo clásico de los cuentos en que se rompe un encanto.

¡Se ha roto el encanto sentimental!

Lo he roto yo voluntariamente. Y lo que más me extraña es que me haya sido tan fácil romperlo, cuando me tenía tan atado. No es más que una pura sugestión. ¿Qué es eso del sentimentalismo? ¿Qué microbio es ése? No es microbio; es un bicho, una araña casera, de esas arañas conservadoras, que están siempre, como en la orilla del puerto, dispuestas a echarle un cable a todo lo que llega. ¡Todo lo atan, todo lo dejan lleno de amarras! Yo creo que en esas casas donde los ladrones abren el armario y no se llevan lo más importante, no es porque no lo han visto; es que la araña tutelar lo tenía tan bien atado que no hubo fuerza capaz de arrancarlo. Y lo mismo debe suceder cuando se siente el atamiento que impide poner fin a un diálogo. Hay gente que no sólo tiene en su casa la araña sentimental; hay quien la lleva consigo. ¿Cómo se podrían resistir esas conversaciones a pie firme que llegan a durar horas, si no fuera porque se está apuntalado, inmovilizado por el hechizo de la araña?

Sin metáfora, yo he sentido positivamente mi voluntad sujeta por un hilo de araña. Claro, que requiere estar en ciertas condiciones para poder sentirlo. Haber pasado un gran rato inmóvil, hecho cosa abandonada, y volver poco a poco a recobrar la voluntad; más bien, que vuelva ella hacia nosotros. Verla venir de lejos y entonces notar que se está preso por un hilo tendido desde la punta del zapato hasta el suelo. Y preguntarle a la voluntad si, cuando llegue hasta el pie, podrá romper el hilo. Es infalible que titubea, que avanza- por dentro de uno, desconcertada, y no atina a poner el motor en marcha. Porque, además, la responsabilidad. ¿Qué puede suceder si se rompe el hilo? Es preciso que la conciencia ayude, o que haga la vista gorda. Y después de roto viene el pensar. Pero ¿cómo he podido? Y ¿cómo no acontece el cataclismo esperando? Y ¡cómo pude haberme pasado así la vida! ¿Pude? No, no pude. Hubiera podido.

Esa es la cuestión. Ese condicional es la complicación, psicológica del verbo. Todo lo que es verbo en nuestra vida está sometido en ese condicional a fluctuar en el campo de las posibilidades, está expuesto a dar el tropezón y rodar la pendiente de lo imposible. Yo escribiré algún día las memorias de mi pasado condicional, las memorias de todas mis potencias triunfantes o fallidas, según fueron de buen o mal modo condicionadas, y tendré que pegar hebra muchas veces en todas aquellas cosas que se soslayaron, que sólo dejaron una débil huella en el punto de partida desde donde hubieran podido ser. Lo que hace falta es saber si para conseguir esas memorias será necesaria una observación excéntrica o concéntrica. Porque enfrentando la reflexión de nuestros actos los inmovilizamos, los atravesamos con esa mirada fría que devuelve el espejo, por estar tan bien centrada con nuestros ojos. Todos ignoramos las posibilidades expresivas de nuestra mirada, porque su línea para nosotros es punto; en cambio, desde fuera es desde donde se le ve ondular, desde donde se puede apreciar su trazo como carácter inconfundible.

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