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Esta es una de las más útiles experiencias que acabo de adquirir. Simplemente por el hecho de elegir determinada mesa en el comedor de madame Marrast, aquella mesa que era arrecife en medio del uniforme elemento francés, nos reunimos en ella como peñones destacados de los litorales, con olvido completo de nuestros continentes, y una corriente recíproca nos llevó a David y a mí a elegir los puestos fronteros. Sin duda en aquel ensamblaje de nuevas amistades que se formaba, nosotros inaugurábamos la nuestra con previo pacto de confianza, desechando toda observación. Acaso por saber que no iba a ser duradero nuestro trato. Con Anatolio me unía cierta relación profesional y sabíamos que aunque nos separásemos no nos perderíamos de vista, nos seguiríamos de lejos en constante y mutuo enjuiciamiento; pero David me inspiraba una amistad rápidamente consolidada a fuerza de aportar en línea recta material psíquico, y a los pocos días me parecía conocer claramente su norma íntima. Fue preciso que un ratón me indicase la brecha vulnerable. Alguien, un pequeño ser astuto que buscaba las vueltas a su integridad,

y al llegar yo un día al comedor le sorprendí atacándole por un flanco. Estaba sentada en la mesa de detrás y, columpiándose en su silla, tiraba del respaldo de la de él hasta lograr la convergencia, y le hablaba al oído, más bien a la oreja, a ese miembro inexpresivo que no podía helarla con un gesto. Yo entonces vi su perfil por primera vez, y me quedé aterrado; me pareció sorprender un complot. Estuve a punto de avisarle. ¡Esa chica!… Pero lo más temible no era la chica, era su perfil, su ojito rasgado, agudamente sensual, guiñado por el malévolo cosquilleo de la tentación. ¡Qué estupenda clave de un temperamento! Tener bien definido su yo, el que él proyecta desde su frente, con su palabra, y un día sorprenderle ese otro que le espía, que está a su lado, pegado a él, esperando el descuido. Porque allí, casi a espaldas suyas, pudo haber un acuerdo, y seguramente no lo hubo; seguramente no tuvo más vida que en el momento en que yo lo vi nacer. Eso sí; en aquel momento, a partir de él, pudo haber sido. Pero seguramente se frustró. Es un fragmento de su historia que acaso él ignora, y que será precioso comprobar con lo que fue en realidad. Yo se lo haré ver algún día, como una cosa que se le hubiese perdido y hubiera recogido yo por casualidad. Por suerte, mejor dicho, porque en la memoria no queda más que una sombra de esas cosas que escapan al foco de la conciencia, y al intentar buscarlas se pierde uno en el vértigo del perro que se busca el rabo.

Yo, realmente, ahora no podía precisar en qué momento eché a andar, cuándo empezó a serme forzoso salir de Madrid. Antes de pedir el permiso en la oficina sufría verdaderos accesos de decisión. Se me aceleraba el pulso y el paso si, yendo por la calle, rozaba una de mis ideas con la del viaje. En cambio, después, ¡qué días tuve de remolonería! Y nada de lucha de deseos. Era más bien como una discusión interminable. Pero ¿por qué no he de irme? Pero ¿por qué no he de quedarme? Discutiendo mis dos posibilidades con expectación nada más, sin ganas de vencer. Claro que mientras discutían, una iba andando y la otra iba quedándose. Pero hasta después de estar en el tren seguí oyendo el ¿por qué no he de quedarme? Y aquí mismo lo oigo aún algunas veces. Sin embargo, el ¿por qué no he de irme?, desde el primer momento tuvo carácter de «Me iré». Lo otro no era más que espíritu de contradicción.

Siempre tuve el deseo de viajar; ha sido esta guía parlante que son Julia y los de su casa lo que me ha hecho tomar el viaje como una medicina. Sobre todo, ese querer convencerme de que me era indispensable, de que yo no podía opinar sin haber salido de casa, sin haber visto París, que es la sede del sentido crítico. Cuando, ¿qué es lo que he venido yo a ver aquí? No es que me haya desagradado, que me haya defraudado; es que no he sacado nada en limpio. Yo ahora haré lo que sea capaz de hacer, sin que París me haya dado ningún secreto. ¡Qué ridículo este venir de compras a París! Más bien de caza, y de caza furtiva. Yo, sin ir más lejos, no pienso alardear nunca de haber adquirido aquí nada. No me interesa esta marca. Pero era necesario este paseo de información, ya que me dispongo a hacer algo. Ha tenido al menos la ventaja de entenderme con Anatolio y de haberme decidido a salir de allí con él. Yo solo no hubiera tenido esa iniciativa, ¡y ha sido fundamental!

Pero decir que ahora es cuando empiezo a interesarme por el viaje. Ahora, con itinerario propio, Julia, seguramente, lo encontrará descabellado. Está acostumbrada a marcar ella los itinerarios, a que todo el mundo se avenga a admitir la dirección de su experiencia. Si no comprende desde un principio la segunda intención de mis planes pensará que los he hecho sólo por emanciparme. Cree que abomino del espíritu turístico. Y realmente abomino. Pero del suyo, no sé; no la concebiría sin él. Es hasta lo que vulgarmente se llama fealdad en una persona, esa fealdad indiscutible, y si llegamos a encontrarla en armonía con algo íntimo -no compensada, sino compenetrada; no que la perdonemos, que la toleremos, sino que la desentrañemos, que sepamos que su porqué es como una humorada de aquella cosa amable-, acaba por parecernos un encanto. Bueno; esto es algo de lo que Julia no se convencerá nunca. Habiéndome oído ridiculizar tanto la manía viajera, tienen que hacerla muy mal efecto mis alusiones. Pero yo estoy dispuesto a no piropearla. Ese elogio fácil y abundante que puede encontrar en cualquier hombre no he de proporcionárselo nunca. Si el mío le interesa, que lo pague caro; que sepa encontrarlo implícito en mi mordacidad. La hubiese parecido de perlas que la elogiase ese cutis tan transparente que tiene. Pero lo de asociar las ventanillas de su escote al sistema arterial de un plano ferroviario le resultó un insulto. No sé cómo no se da cuenta de mi punto de vista, cómo no ve que en mi elogio no hay nunca intención de soborno, que es simplemente hacer constar que me entero de las cosas. Debe bastarla, debe reconocer que es de más valor. Y, seguramente, para consigo misma lo reconoce; lo que pasa es que no quiere dar su brazo a torcer. ¡Señor, qué frase más imbécil! ¿Cómo podrá uno adoptarla con tanta naturalidad? ¿De qué arbitrariedad, de qué violencia no sería capaz el que se le ocurrió por primera vez? ¡Como si intentar convencer a una persona supusiese descoyuntarla! ¿Es que yo intento sacar de quicio su temperamento? No; yo la adaptaré al mío con suave ortopedia.

Me ha herido lo disparatado de la frase, y, sin embargo, tengo que acabar reconociendo que es expresiva. Por la brutalidad de su realismo he sentido instantáneamente que torcía su brazo, que maltrataba sus brazos. La he visto envolvérselos en el chal, defendiéndolos, como cuando abrían una puerta y se le ponía carne de gallina. Pero claro es que no ha sido sólo del frío de lo que la he visto defenderlos así. Lo ha defendido también de mí, me los ha ocultado muchas veces porque no le satisfacía mi mirada. Y yo se los he maltratado, sabiendo que lo percibía. Cualquier otro hubiera sabido engañarla, diciéndole algo de sus brazos, bajo lo que podía ocultarse la más mala intención crítica. Ella se hubiera tranquilizado. Mi observación y mi silencio era lo que exasperaba. Sabía que no podía decirle lo que pensaba, y sabía también que ese no ser capaz de resistirlo la rebajaba en mi aprecio. El día del traje verde llegó a odiarme. No sabiendo que para mí eran sus brazos anquitas de rana, ¡cómo percibió que aquel traje se relacionaba con algo en mi imaginación! ¡Si hubiera sabido que yo me pasé la tarde pelando sus brazos de la seda de aquellas mangas ajustadas, y encontrando sus anquitas de rana, tan tiernas, tan cruzadas de venillas y marcándosele los tendoncitos de las muñecas!

Claro que había antecedentes, porque el día que llegó Alfonso de la Sierra con las perdices, me entretuve en su exégesis, haciéndola comprender que si el cazador las persigue con predilección no es por mera afición gastronómica, sino porque ocultan bajo su plumaje el desnudo de su ideal femenino, y por eso la mujer de ese hombre glotón que suele ser el cazador, debe tener algo de perdiz pelada, con su gran pechuga y sus tobillos flacos. Era un deleite inexplicable el que yo encontraba en aquel momento que estuve a punto de hacerla llorar. Ese dolorcillo del amor propio, tan lleno de compasión para consigo misma, me resultaba delicioso. Toda la tarde la estuve sorprendiendo el característico temblorcito del labio, precursor del llanto, hasta que lo vencía y conseguía ponerse a hablar.

En estos veinte días tiene que haber puesto muchas cosas en claro. Porque cuando yo estaba allí, apenas la dejaba tiempo para reaccionar, y a mí, por lo menos, me es utilísimo ciar un repaso de vez en cuando, distante de la emoción inevitable en el momento de acción. Porque por muy premeditado que se tenga lo que se quiere provocar, cualquier cosa inesperada puede intimidarle a uno. En mí, sobre todo, ese no saber disimular la satisfacción o el descontento del resultado… Esto es de mal jugador, es carecer de técnica.

El habernos separado tan repentinamente tiene la ventaja de cortar estos dimes y diretes. Nos obliga a tomar resoluciones. Claro, que el residuo de lo pasado influirá en la suya. Pero no tengo motivo para desconfiar. No ha habido promesa; pero ha habido pacto. Además, el tiempo y la distancia son archivos apacibles de las cosas. Aunque se exponga alguna a ser roída por una mala pasión, la que se conserva en ellos se puede estudiar a todas luces. Y yo, juzgando por mí, lo veo ahora todo tan perfecto. No perfecto, disparatado si se quiere; pero magnífico. Ella tiene que verlo igual, con serenidad, sin esa indecisión que produce el estar pendiente de los espectadores. Como aquel día que me contestó con una violencia tan indiscreta. «¡Y usted, lo que es!…», y todos volvieron la cabeza. Después de haber empezado, ¿qué iba a hacer la pobre? Tenía que seguir, tenía que arrostrar la expectación, y lo resolvió diciéndolo ya para ellos. Lo repitió mucho más alto. «¿Sabe usted lo que es?» Al segundo, todos comprendieron que iba a hacer una gracia. Pero ella estaba aún inquietísima. Lo repetía como agitando la campanilla, para que todo el mundo escuche. «¿Sabe usted lo que es, quiere usted saber lo que es? ¡Un niño gótico!» Y se rió ella misma su chiste, para redondearlo. Pero en aquella risa agotó su voluntad, perdió el color, se la vio palidecer como si se le hubiese escapado en la última carcajada fingida. Porque en el momento de saltar por la impertinencia mía, y más al verse delatada, al comprender que su voz había sonado excesivamente agria, se puso encendidísima. ¡Cómo desapareció el azul de sus ojos pequeñitos en el rojo de la cara! Fue como una inmersión en aquel rojo, como una ocultación de su personalidad en aquello que salía a defenderla, a encubrirla mientras duraba la tensión. Después la abandonó; más bien, se retiró adentro de ella, y se quedó blanca, con un gesto petrificado, acartonado, de amargura. Hablaba, atendía a los demás; pero yo sabía que aún lo tenía atragantado. Si hubiera sabido contestarme en el tono confidencial que no chocaba a nadie, se hubiera desahogado, me hubiera dicho: «Es usted muy poco galante!, Estoy seguro de que era eso lo que quería decir. Pero no midió bien y produjo una explosión en el almacén de sus indignaciones. Porque fueron todas las pasadas las que cayeron sobre mí. En aquel momento casi no había motivo. Pero antes había habido tantos… Además, es cuestión de mala suerte. Estoy seguro de que muchas veces la he molestado más de lo que pretendía, por ir a dar en sitios ya doloridos por la desconfianza de sí misma. Pero es que incita a la indiscreción, es que está en ese momento de tener secretitos como las tobilleras, como las pequeñas cuando empiezan a encontrarse guapas y disimulan que están pendientes de ello; pero de su mirada se escapa continuamente un «¿Se me nota?» Y Julia ahora está alarmada, sorprendida con sus treinta y seis años. Coquetea con ellos, hace como si quisiese y no quisiese ocultarlos. Se le escapa igualmente el «¿Verdad que no se me nota?» ¡Tan suplicante, tan lleno de una bondad abusona, capciosa, que parece imposible que se atreva uno a hacerle nada malo a la pobrecita! ¡Tan pobrecita!

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