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Tengo mi destino, que yo prefiero llamar camino. Por él iré con todas mis circunstancias y con todas nuestras consecuencias. Eso, las consecuencias, serán la realización de mi Destino. Pero eso ya lo veremos al final. O, mejor lo verán. Yo no veré mi Destino; mientras yo lo vea será camino. Los que miran a los otros desde su Destino les amargan la vida con sus miradas codiciosas, de reclusos. En cambio, en el camino es grato mirarse. Es grato mirar y ser mirado. Nada de afectar indiferencia por la mirada ajena. Hace un momento me indignaba que tomasen mi vida como espectáculo. Pero ¿por qué no? ¿Con qué les pagaría entonces? ¡Qué fácil es incurrir en la observación ventajista, aun siendo de temperamento refractario a ella! ¿Por qué me he contagiado yo de esto? No; puedo asegurar que, sinceramente, no lo he sentido nunca. Es una cosa que se le pega a uno de los demás. Se quedan inevitablemente en la cabeza sus estribillos atrabiliarios: «¡Yo no consiento…!».«¡A mí que no me vengan…!» Pero yo he gozado siempre con el intercambio. Claro que lo que no he hecho, ni haré, es modificar mis direcciones por complacer a los que miran. Tengo mi norma personal, que estoy decidido a imponer. Porque esa es la verdadera satisfacción, ese contradecir, ese resistir la corriente. Darles lo que piden sería estúpido… Y, sin embargo, ¿por qué no ha de haber también encanto en darles lo que piden? ¿No es magnífico esto de saber lo que piden, o más bien lo que necesitan, mejor que ellos mismos? Porque, habiendo llegado a este estado de desinterés, ¿no es estúpido anteponerse, dar una importancia capital a la propia realización y ser indiferente a las otras? Esta es otra rutina de los opacos, y todo menos eso, ¡todo menos la opacidad! Yo sé muy bien que me he complacido a veces en la realización de cosas para mí absolutamente irreales. Eran los otros los que las pedían, y casi también las hacían. Había una mutua satisfacción en cooperar, sobre todo por ser sin previo acuerdo.

El encontrarme aquella mañana con aquella chica comunista y darme por acompañarla y por llevar a su pequeño en brazos… Yo lo hubiera asegurado sin titubear. Ella aquel día habría salido de su casa tan incompleta como siempre. Una mujer sola con un chico es una trinidad descabalada. Sin embargo, se la veía llena de indefinida esperanza, dispuesta a contentarse con cualquier pequeña felicidad que se le presentara. Y yo no sabía apenas nada de ella. Sabía que era comunista porque habíamos hablado un par de veces. Y me lo explicaba, pareciéndome consecuencia lógica de ello, lo de que tuviera aquel chico. Yo veía que en ella era aquél su comunismo, su comunión. Y me sentí junto a ella, como nunca, profundamente comunista. Acaso lo eran todos aquella mañana. Lo era la mañana misma, llena de efusiva y común cordialidad. Era la mañana diáfana que otros llamarían eucarística y yo prefiero llamar comunística. En ella era preciso que una pareja joven jugase con un niño en un paseo. Todos los que pasaban lo aprobaban. Venían dispuestos a aprobarlo, a comulgar en ello. Y no pasó ninguno que supiese la verdad del caso; porque si hubiese pasado un conocido hubiera visto que les hacíamos comulgar con ruedas de molino. Pero no, la verdad de la cosa era la verdad de que estábamos todos comunicados. Por encima de pequeñas verdades discordes creamos aquella verdad ideal, no menos verdadera; porque en aquel momento era eso de lo que se trataba. Había llegado a desinteresarnos todo lo particular. Es decir, nos sentíamos partes, participantes de un momento, estado, sentimiento común. Distantes, aisladas de esta corriente que nos penetraba estaban las otras verdades, olvidadas. La de que entre la chica y yo no había la menor relación; la de que no éramos nosotros, una muchacha triste y un malgastador del tiempo, los más a propósito para elevar el ánimo de los transeúntes con la ternura de nuestra escena familiar. Al encontrarnos prescindimos, instantánea e inconscientemente, de nuestras respectivas personalidades. Empezó a preocuparnos la personalidad de nuestro conjunto. Empezamos a sentir como única e inminente realidad el aspecto de aquella unión, ocasionada por habernos encontrado en el mismo camino mañanero y haber seguido un rato al mismo paso. Nos sentimos creados por la apreciación ajena. Las miradas de los demás nos incitaron, nos iniciaron en aquel camino idílico. Nos obligaron, nos comprometieron, con una insinuación irresistible, que no tiene nunca el torpe, el práctico consejo. Los que pasaban no sabían nada, creaban aquella verdad que necesitaban, y nosotros no pudimos defraudarles. Perfeccionamos nuestras actitudes con blanda convergencia, hicimos paraditas riéndonos y cambiándonos el chico de unos brazos a otros. Hicimos toda la mañana.

Cuando, al mediodía, la mujer de algún oficinista saliera a abrirle la puerta, recibiría un beso lleno de fragante e insólita tibieza. Un beso más tierno. Eso es más reciente, con ese sabor tan nuevo con que nos sorprende a veces el pan cotidiano. Deliciosamente dorado en el horno que nosotros habíamos encendido en el bulevar para la consumición de los otros. Porque todo el que pasó por allí aquella mañana comunística se llevó su parte, y siguió ya impaciente de llegar a casa y repartirla y comunicarla. El hambrecilla de las doce, que hace aligerar el paso, les apretaría aquel día más arriba del estómago.

Crear estos momentos que repercuten en las vidas de los demás, divergentes de la nuestra. Partículas de nuestra personalidad, que se nos lleva la sensibilidad ajena, que se irán desenvolviendo con ese poco de esencia nuestra, según las mil modalidades de los que las perciben. Esta es la verdadera vida. Pero ha de ser así, no por la aprobación, sino por el placer de la colaboración como único beneficio. ¿Quién no ha sentido ese momento comunístico, esta necesidad del intercambio, de la repartición de bienes? ¡Si todo lo hemos sacado de ahí, de ese fondo común!

Es preciso volcar en él todo lo que se tiene, verlo alejarse de uno en infinitas refracciones centrífugas, que ya volverá irradiado desde otro en cuya esfera de acción seremos punto.

Sólo este comunismo unánime puede salvarnos del torpe instinto de propiedad de la reserva aisladora. ¡Comulguemos en la transparencia!

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