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En ella todo cambio, más que superación, es florecimiento. Su mayor encanto no es su originalidad, sino su lógica. Hasta su alteración física, que por lo regular en las demás mujeres tiene aspecto de descuido risible, en ella es de maravillosa oportunidad, es extra-ordinariamente representativa de su momento trascendente. Es como la causa de su actitud, o como su justificación, como su razonamiento. No sé; es algo de dentro y de fuera, algo que desborda de expresión. En su pose de ahora, en su timidez pensativa, la frente avanza siempre al primer término, hasta hacerme sentir a veces la impresión de que le ha crecido, de que se le ha hecho más curva y de que es dentro de ella donde tiene esa pesadumbre interior. Tal carácter tiene de ser su asunto, su secreto, que me parece una humorada de la nueva, que no estaba bien enterada de nuestros proyectos. Me siento como robado por ella, por una voluntad ciegamente traviesa, capaz de arriesgarlo todo en un juego. Como tantas veces que he sorprendido su mano metiéndose en mi bolsillo y, al intentar sujetarla, se ha escurrido entre las mías como un pececillo, llevándose lo que me había quitado, así ha sido, sin yo enterarme, escapándose por las rendijas de mi voluntad para contrariarme, para estropear todos mis planes, para producirme una indignación bajo la que retoza una indecible alegría.

Es cobarde temer las sorpresas. Es cobarde, es de una petulancia vieja y desesperanzada. Es como no tener ganas de bromas, como vivir en la linde los acontecimientos desde donde se les pueda ver pasar sin que se metan con uno ni vengan a turbar su comodidad. Como tener una puerta sin llamador; puerta de panteón, de la que ningún pasajero pueda esperar respuesta. Como cocinarse uno mismo su vida con pulcra previsión, dejándosela en la fresquera de un día para otro. Es como creer saber que nada puede venir a sorprendernos agradablemente, a traernos una felicidad más perfecta que la que hubiéramos podido encargarnos a la medida.

De todo hombre cuya vida no nos explicamos decimos siempre que podía tener una posición mejor que la que tiene. Porque todos nos creemos capacitados para saber cuáles son las posiciones buenas, y querríamos que se plegasen a ellas los múltiples y complicados mecanismos individuales. Sin reconocer la infalible superioridad, la fatal comodidad de las posiciones naturales, imprevistas, pero consecuentes. Por eso, el estar en una posición largo rato y cambiarla bruscamente es acción que desnivela. Porque habíamos caído en ella por nuestro propio peso y en su forma se había moldeado espontáneamente nuestro estado de ánimo. Claro que si, por lo cómoda que era, se intenta recobrarla y se vuelve a poner el pie y a apoyar la cabeza donde antes, no se consigue más que imitar aquella posición. La comodidad es irrecobrable. Y seguramente el que estuviese mirándonos desde su comodidad no podría comprender la nuestra. Desde fuera no tiene explicación, ni aun habiendo estado. Es imposible volver a entrar, como si cada momento nos modificase, nos hiciese cambiar de forma, y ya no cupiésemos en el molde del anterior. Por esto la gente busca las posiciones desahogadas, moldes crecederos donde se cabe siempre. Ya que toda posición es relación del individuo con el medio. Lo que pasa es que hay quien prefiere que el medio se le adapte como un guante, hay quien le concibe como la carcoma a su madera: no para acomodarse en él, sino para cruzarle; no para labrarse un hueco amplio donde enroscarse y echarse a dormir, sino para trazarse un camino estrecho que sea la huella exacta de su forma. Claro que en ese entablillamiento, del que no se puede salir más que a fuerza de gastarle y gastar en él la vida, no hay descanso, no hay comodidad. Es seguro que se rinde todo el que sin interrumpir el avance no llegue a descansar en la emoción. ¡Último adelanto del confort, calefacción regeneradora que, irradiada desde el más puro centro, llega hasta las puntas de los pelos! No hay que temer gastar fluido en ella.

¡Un camino! Mejor que toda posición. Un camino es lo único deseable. Un camino largo, sin montañas limitadoras. Un camino custodiado por árboles que se den las manos para que no se escape por entre ellos, porque cuesta mucho trazarle. Un camino que seguir todos los días. Ahora comprendo lo que me ha traído a él, lo que me ha hecho elegirle entre las posiciones.

En los caminos no hay las rivalidades que en los puestos. Los que se sitúan hacen valer lo suyo, porque tiene lo suyo, saben dónde empieza y dónde termina lo suyo. Pero los que van por el camino no tienen nada, pertenecen al camino, navegan en él siendo al mismo tiempo su corriente.

Esto es lo que he aprendido en mi camino cotidiano. Los que tenemos un camino que seguir, todos los días empleamos en él nuestro ánimo, adquirimos el hábito de esa situación ambulante, desechando, como transitorias, las horas sedentarias.

Vamos y venimos por él a diferentes horas, con tiempo diferente, y después de pasado un año conocemos el giro de los días. Apreciamos matices; hoy encontramos la luz de hoy con el anticipo de un olor del mes que viene. Y los compañeros de camino nos hacemos confidencias, pasamos lista sin olvidar a los que faltan, nos comunicamos cosas que sólo los que practican esta revisión diaria pueden apreciar.

Los abrigos tienen fisonomías sensibles que delatan cómo han pasado la noche. Se puede juzgar, por su buena o mala cara, si durmieron o no en la percha. En las primeras mañanas frías salen desencajados, entumecidos, los abrigos que hacen servicio permanente. Es una arruga que les cruza la espalda o la solapa lo que deja adivinar que hicieron de mantas. Arruga difícil de quitar por estar planchada toda una noche por el peso de un cuerpo, cogida con la espalda en el instintivo remeterse la ropa de la cama por detrás. Esos abrigos a los que su dueño hace ejercer un falso oficio, se despegan de él cuando los lleva puestos, se empeñan en conservar la arruga delatora para que se sepa su triste situación. En cambio, hay otros que se unen a él por su común desgracia. Los que duermen puestos en su dueño y sufren todo su revolverse intentando acoplarse a la piedra del banco, se ciñen a su cuerpo, moldeándose de él, adquiriendo arrugas de pellejo de animal enflaquecido.

La atención se disgrega en estas cosas. Es verdad. El que mira el camino va sin prisa, no lleva la marcha decidida del que va ciego a un fin. Está más expuesto a no llegar a ningún sitio o a ser arrastrado por los otros. Porque los que van a su objeto no consienten que un desocupado se pare a mirarlos, cortándoles el paso. Además, ¿cómo van a comprender que se les mira por mirarles sólo? ¿Cómo van a darse cuenta de que son espectáculo predilecto del contemplador? Si llegasen a sospecharlo se indignarían mucho más. Ser espectáculo del que no se afana, del privilegiado que tiene la suerte de gozar con el afanarse suyo y con su ser así, de tal o cual modo. Condición que, a lo mejor, es su tormento. Porque tampoco saben el fondo óptimo de nuestro sentimiento por ellos; no saben ver que nuestra mirada, nuestra inspección, más indiscreta, está llena de una intención cordialísima, que pensamos en ellos, que en nuestro recuerdo les mimamos, les cuidamos como a nuestros juguetes más queridos. Esto no podrían consentírnoslo nunca. Les pareceríamos seres de indignante fisgonería, de intolerable inutilidad social. Y acaso lo somos. Pero, bueno, precisamente la inutilidad de mi manía contempladora me deja meterme de lleno en ella. Es una gran satisfacción para mí este descubrimiento; porque antes me avergonzaba; no podía remediarlo, me avergonzaba no encontrar una justificación para mi modo de ser y no poder prescindir de él al mismo tiempo. Es corriente eso de tener un sentimiento dominador y, sistemáticamente, buscarle una justificación lo más elevada posible. Cuando hay cosas que no pueden justificarse. Sólo esto de saber que no tiene objeto en absoluto… Porque, ¿qué disculpa cabe para este continuo ocuparse del prójimo? No quiero tomar el estudio psicológico como fin superior; creo más en su superioridad estando seguro de que la cultivo sin ningún fin, sin la más remota intención utilitaria. Porque el que tiene un fin… Todos los fines son iguales. Al fin, todos se reducen a ganar, los que tienen buen fin, a los que lo tienen malo. Teniendo a lo mejor mal fin el que tenía fines más buenos. Por esto, de toda observación puede temerse que tienda a conocer los fines del prójimo para suponer su fin posible. Y yo llego a este fin ahora. Prescindir de todo fin.

Claro que en mi abominación de los fines se salvan los que automáticamente se hacen principios. Ya he llegado, sin darme cuenta, a tener un fin en mi vida. El chico. Y a este otro fin de no tener fines. De aquí puedo partir ahora.

Tan ciegamente se puede llegar a la paternidad de las ideas, que a veces nos creemos hijos de ellas. Tenemos un momento de claridad, y nos transformamos, nos parece nacer de él. Y así me ha sucedido con el chico. Ha sido preciso que se manifestase para que influyese de este modo en mí. ¿Cómo no me daba cuenta de que todo lo que venía viviendo: mi holgazanería, mi despreocupación y mi egoísmo, ha bastado que se anunciase para que diesen principio cosas nuevas, cosas que indudablemente tienen apariencia de fines? De aquí ha partido todo mi divagar acerca de ello.

Lo que se imponía era tener una posición. Mi carrera… Yo no estudié nunca con propósito de hacerme una posición. Bueno, yo no estudié nunca. Pero, sobre todo, no comprendo cómo se puede hacer una posición con mi carrera. Si la he terminado regularmente ha sido porque ella misma me ha seducido algunas veces. En mí había propensión a la defensa contra el libro. Pero a veces era vencido por él, y después de una hora de lucha con mi imaginación indisciplinada, me daba cuenta de que por fin había estudiado algo, lo más inútil, cualquier cosa que por inexplicable simpatía me había obligado a detenerme. Pero ¿cómo sacar partido de eso? Lo que me maravilla era que me aprobasen por ello. Fue siempre tan dudoso, que estaba ya acostumbrado a que suscitasen mi amor propio diciéndome que había nacido para oficinista. Y, a lo mejor, he nacido para eso. Tendré que reconocerlo; lo que me pasaba era que no podía estudiar, porque había nacido para oficinista. ¡Esto es estúpido! Yo no sé por qué no estudiaba. Pero la verdad es que nunca me hicieron mella esas amenazas del Destino. Nunca me he explicado cómo se puede amedrentar a un hombre diciéndole: «Terminarás en oficinista». Para mí esto era lo mismo que decirme: «Terminarás en doctor en cualquier cosa». Lo que no admito, con lo que no he podido transigir, es con lo de terminarás. No sé por qué han de suponer que yo he terminado. Se puede decir de uno que terminó en un hospital o en un manicomio. Y hasta en ellos ha habido muchos interminables. Claro que son sitios a los que se va a terminar. Y estos refugios de la vida social, que son los empleos, también han llegado a tener apariencia de instituciones benéficas, porque a ellos vienen a parar los que requieren un régimen de reposo, en el que, por lo regular, se quedan para siempre. Yo sé que así se interpretará lo mío. Una vida desatinada, y ahora, el Destino cumpliéndose en forma de destino ministerial. El desenlace, el encasillamiento, la clasificación de mi historia vulgar de mal estudiante que tiene un contratiempo con la vecina y recurre a la burocracia, sin terminar el doctorado. Todos verán con desprecio mi historia vulgar. O, mejor dicho, todos vemos con desprecio las historias vulgares de los demás. Sólo yo puedo seguir estimándola. Yo, que la he querido, que la he hecho así de vulgar. Es decir, yo no la quería preconcebidamente así de vulgar. Pero me encuentro tan bien en ella, que comprendo que no podía haber sido de otro modo. ¿Qué sabe nadie cómo he ido yo creándomela, qué secretas satisfacciones he encontrado en ir viviéndola así? ¿Es que puede adivinar nadie mi proceso? Me juzgan como espectáculo, y mi vida, con sus intenciones, naturalmente, sería un fracaso. Pero es que yo no quiero sus intenciones. Lo que yo estimo son las intenciones mías, y sus resultados, aunque quisiera desestimarlos, no podría. Son su propio jugo; no pueden herirme: son lo que ellas dan de sí. Los demás son los que no se dan cuenta de cómo entonan con mi temperamento, de que no hay choque, de que no hay caída. Esto es lo que no sabe nadie: que yo sé todas estas cosas. Creen que yo soy de esos hombres que temen al Destino, de esos seres mal hechos, descontentadizos, que no son aptos para vivir su Destino; que se encuentran molestos en su realización, que se defraudan continuamente, porque tienen en ellos dualismos inconciliables y van unidos a ellos mismos a disgusto, como el ciego y el perro. Refrenando el hombre a su animal y maldiciendo el animal a su hombre. Por eso esperan de todos el fin natural, el de que el ciego apalee al perro. Pero, claro, como su perro está en ellos mismos, eso precisamente es lo que les hiere, lo que consideran su perdición, su deshonra humana. Porque, con esa ceguedad que implica lo humano, no alcanzan a los secretos y amplios y certeros fines de perro, de que participan, estallan en sus reacciones contra lo que ellos llaman Destino. Maldicen al Destino. Porque no quieren ser cuerpo de su Destino. Quieren que sea algo exterior, los otros, lo que está fuera, las circunstancias. Porque creen que están fuera de ellos las circunstancias. Pero yo no me veo, no puedo verme, más que penetrando de mis circunstancias; me busco entre ellas y no me encuentro.

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