Estas ideas del tren son entretenidas, se suceden con facilidad al ir ojeando las ventanillas. Pero, al mismo tiempo, otras de más densidad se van almacenando en el secreto de lo informulado. Y se unen a sus parejas en el orden atacándolas -las secretas a las otras-, anidando en ellas en su pequeñez de infusorios, y alterándoles el color y la temperatura. Por eso, al encontrarlas después, es el querer sacar lo que le suena dentro, sin descubrir en su apariencia exterior el resquicio por donde pudo meterse.
Por lo regular, todo lo que se relaciona con los móviles del viaje, al saberse fatalmente estación de llegada, deja languidecer en el trayecto el interés de su inminencia. Pero es fuente de esas ideas infusas, de esa inquietud que sigue calladamente un cauce subterráneo, dispuesta a precipitarse en la realidad sea como sea.
Decididamente, no puedo atribuir a mi falta de costumbre de cambiar de ambiente el anonadamiento que me produce el viaje; porque cuando me he hundido en él sin más reme-dio ha sido precisamente al volver a casa. Estaba verdaderamente imposibilitado de suponer nada; me disponía a ser circundado por algo de lo que, por muy cerca que estuviese, temía que me separase siempre un enorme desconocimiento. En ese estado fue en el que llegué, y la vista de Madrid no me hizo reaccionar, porque era una disposición de ánimo la mía que me incapacitaba para encontrar en ningún sitio algo que no fuese ese aspecto de página, de lámina por donde paseaba mi mirada. Pero sin moverme dentro de su atmósfera.
Lo que yo necesitaba era hacer acto de presencia para conmigo mismo. Claro que desde que decidí la vuelta empecé a volver hacia mí. Pero sin la experiencia de los sentidos. Mi vuelta era un deseo latente que reclamaba realización. Pero volver a mí mismo, a aquel yo que podría recordar, y volver de la mano fría de aquel recuerdo… No, no era esto. Mi anonadamiento, mi acorchamiento, no amenguaba al ir llegando. Y sólo supe que estaba ya cuando me avisó violentamente la emoción sensorial. Entonces fue el recordar lo nunca visto, lo nunca sentido, con su sabor inconfundible. El recordar sin idea de pretérito; el acertar con lo anhelado, como si una súbita inspiración, saliendo de mi centro más neto, me hiriese inesperadamente.
Cuando nos encontramos, estoy seguro de que lo que hizo que se me saltasen las lágrimas no fue el sentimiento, sino la sensación. Al verla titubeé, retardé un poco el abrazarla, absorto en la sorpresa de sentir.
Y es que eso había sido lo inconcebible. Me había atormentado por conseguir suposiciones, sin comprender que lo que me faltaba era el sujeto. Y éste era inútil buscarlo antes de aquel momento. Pero cuando llegó a manifestarse fue el dueño de la situación.
¡Cómo la vi!… Ni para pensarlo cabe un orden. ¡Cómo me vi, visto por ella! ¡Cómo la sentí a ella y a su sentimiento a sentir el mío! Encontrarla fue encontrarme.
De aquel momento he ido haciéndome mi universo. Esta vida nueva, tan llena, lo está sólo de su esencia. Aquello fue la creación, después vino la contemplación, la adoración y el rito, para recordar, para que no se trague nada el impío olvido.
¡Recordar! Ella es el recuerdo vivo. Un recuerdo que al verle no se puede menos de exclamar: ¡Cuánto ha crecido! Cuando ella coge las cosas, estas cosas nuevas que hay ahora en la casa, siempre recuerdo. Así eran estas cosas, que nunca habían sido. Aunque no las he usado, me son familiares, porque las conozco con su tacto. Y de ella misma me percato, me doy cuenta de que la tengo otra vez porque la siento sentir, porque me salta el corazón con su impaciencia.
Lo único que me falta, aquel espacio que perdí. Ahora habrá siempre en mi perspectiva un hueco por donde se verá la sección del cono. Inútil intentar unir las dos partes. La última sólo es ajustable a aquello de que fue continuación. Pero yo lo reconstruyo ciegamente. Creo -de creer y de crear- sus líneas virtuales. Sé que no pudo jamás romperse el puro contorno. Teniendo aquel punto tan firmemente recordado, puedo desde él echar a rodar hacia éste, tangible, mi memoria, que rodará creciendo en curva progresiva, generadora, y cuando haya rodado el justo espacio se adaptará infaliblemente a la medida justa.
Haciéndola andar por ese hilo, por ese eje tan bien centrado en el futuro, es cuando se puede llamarla potencia del alma. Otras veces, en cambio, ¿por qué será su ayuda tan estéril? ¿Por qué no ser capaces, después de un esfuerzo penoso, más que de reconstruir un recuerdo unánime? Y otras, ¿por qué ser víctimas, sin defensa, de esos recuerdos desalmados? Es decir, el desalmado es el que los experimenta; porque acometen sólo en esos días en que se echa uno a la calle, dejándose el alma en la percha. En esa situación, nuestra registradora de recuerdos, al menor contacto suelta su ticket y nos obliga a leer la cifra carente de sentido; la cifra que obedeció en otro tiempo a un proceso mental, que tuvo su razón de ser.
¡Las cifras aquellas!… Aquel recuerdo tenía un alma autónoma. Me cogió a traición, cuando yo no podía defenderme con la mía. Me mecanizó.
Las cifras estaban grabadas allí… No, no es eso. Las cifras estaban allí, calladas, insignificantes, como en la calculadora. Era yo el que operaba con ella, el que las valorizaba, combinándolas, relacionándolas con lo demás. ¡Entonces su significado era tan claro! 4, 4, 6, era la que quedaba a la altura de mi cabeza; «Luchana, 17» estaba delante, y debajo, la cuenta de dividir. Cuando me acercaba mucho a la pared veía el brillo del lápiz tinta, y cuando apoyaba la cabeza en el hombro de ella era cuando la división me hacía imaginar, por el otro lado, mi cabeza sobre su hombro como el divisor sobre el signo.
¡Su significado! Entonces yo no sabía que sería aquél, aun a pesar mío. Yo no sabía que iba a independizarse de aquel modo, que iban a llegar a traicionarme, aprendiendo una puerta falsa de mi psique para entrar un día a hacer lo que quisieran.
Cayeron dentro de mí en el momento más abierto, en el momento en que no se reserva nada, en que las sensaciones caen en profundos recintos, raras veces abordables. Cayeron en aquel momento de íntima conmoción, mezcladas a todo, aquellas anotaciones de lápiz morado en el gris de la pared, a la media luz de la escalera. Y se quedaron guardadas con todo. Cuando todo cambió, seguramente al bajar, en el invierno, las vería alguna vez; pero no combinadas con el momento ni con mi estado de ánimo. Fue precisa una disposición favorable otra vez de todo. Sus gérmenes estaban en sazón, percibiendo desde su encierro la sazón del año.
¡Si las hubiera visto aquel mismo día, bajando solo! Podían haber sido un recuerdo amable; me hubieran retenido en vez de empujarme. ¡Qué fácil suponer ahora cómo pudo haber sido la evocación! Pararme en el descansillo, solo, frente a la pared, como para abrir la estancia olvidada, y repasarlo todo. Entonces se hubiera afirmado lo estático. ¡Hubiera revivido! Pero tenía una pueril urgencia de vivir, ansia de atragantarme de hechos.
Más que repugnancia, lo que experimenté al besarla fue hartura, como si hubiese besado a todas las mujeres de la tierra. Esa satisfacción tan tristemente vana de cuando se aplaude un lugar común o se llora por un tópico. Ese sentir que algo se ha adueñado de uno con su prestigio y no poder desprenderse del encanto, aun sintiéndose desencantado.
Aquella despedida fue una afirmación cínica. Besar a aquella señora era absurdo. Pero ¡de aquel modo! Sujetarla por los brazos. ¡Aquellos brazos! Es lo que no me perdonará nunca. ¡A aquella señora, tratarla así! Querer forzosamente reproducir el abrazo unánime en los dos impulsos con aquella criatura dócil, complaciente, ¡atropellando toda urbanidad! No es esto lo que tengo que lamentar; me abochorna inevitablemente, porque siempre me ha abochornado ofender. El hecho de ser así, el hecho de ser ofensivo, es lo lamentable. Yo entonces no podía aspirar a otro placer. Desganado de emociones puras, necesitaba constataciones de mi voluntad. Claro que entonces esto era un placer puro, una emoción pura. Las cifras de la pared, representantes en la tierra de lo más concentrado de mi universo íntimo, abrieron el secreto, salieron al encuentro de aquella emoción hermana, la llevaron de la mano al recinto sagrado. Lo que entonces no existía -¡quién sabe dónde se incubaba!- era esta realidad de mi cinismo.
Acaso esto mismo es cínico, este interpretar, este descargar la conciencia en la creación. Pero no, este interpretar es lo único puro. La más áspera, la más intransigente disciplina mental, ahondar en la investigación con apasionada templanza, hasta encontrar la interpretación de más luminosa complejidad.
Me es preciso sentirlo así para seguir viviendo. O no creer más que en mi brutalidad ciega, o dominar las mil facetas, las cien mil sorpresas de lo fatal. Sólo en esto hay satisfacción profunda, ¡dominar su matemática! El futuro, así, adquiere un interés de apetecible, de sustanciosa trascendencia, y se puede seguir rumiando el inagotable retoñecer del pasado. La cuestión es ir alerta en la corriente, ver pasar las mil vertientes por donde creemos ir a derivar, y ser capaz de enfocarlas de pasada, de sentir su orientación, sorprender el quid de sus normas para después, cuando ya estemos lejos de resbalar por ellas, reconstruirlas.
Una raicilla que apuntando en mí mismo divergió de mi centro afectivo bastará para animar mi creación literaria. Indudablemente, un temperamento como el mío, poliformo como un vegetal, indefinidamente ramificable, será útil para la tarea literaria, si no olvida en qué cuello conserva la cabeza.
Puedo plantar una de tantas ramas, mi protagonista puede ser mi consonante o mi contrario. Me avergüenza crearle muy cerca de mí, prefiero hacerle de mis viceversas. Mi protagonista no tendrá mi cuarto, mi ventana ni mi mesa. De esto no hay por qué hablar a nadie. Tendrá, al contrario, una casa con puerta a la calle. Una pequeña industria, puede ser una imprenta. Eso es, de una imprenta, con su puerta vidriera y su escaparate, puede salir todos los días un hombre anacrónico, un hombre que tendrá esa hosca virilidad del que sería capaz de dejarse barbas. Porque el que se las deja no pasa de ser un anticuado. El anacrónico es el que sabe sugerirlas. Mi protagonista sentirá sus barbas sobre su pecho, representadas por su corbata. Corbata negra, grande, achalinada. Será de esos hombres que pueden tener una permanente manifestación de «su yo». Fluctuará «mi yo» movedizo alrededor del suyo firme. Pero llegaré a precisar, respecto a él, mi debida situación y distancia. Encerraré su yo y el mío en respectivas copas cristalinas, desde donde se vean sin mezclarse. Y saltaré de una a otra, colectando lo más escogido del yo y del él, sin confundirlos nunca. El yo está en entredicho. Pero es falso pudor suplantar el pronombre por el nombre. Que alguien haya dicho de sí mismo: «El pobre Jean Jacques», repugna. Es pordiosear la compasión ajena, aviniéndose a ser Jean Jacques; es decir, lo que esto representa para los otros, y cambiarlo por la riqueza, por la intensidad sugeridora del nombre que nadie puede darnos.