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Mi padre fue a ver al patrón y le pidió que mi madre fuese llevada a Villarrica en uno de los camiones de la azucarera.

– Pero, don Lucas, ¿cómo se atreve a pedirme esto? Usted sabe que es algo imposible. No hay caminos camionables hasta Villarrica. El camión no llegará. Se perderá en el camino. Eso cuesta un platal.

El rostro de mi padre se fue poniendo lívido. La sonrisa bonachona del patrón se endureció un poco.

Los ojos celestes y bonachones de Jordi Bonafé se veían apenas como dos rajitas luminosas, cavilando sobre alguna solución viable.

– A menos que se anime usted a llevar a su mujer en la zorra de los cuadrilleros del ferrocarril… -dijo al cabo la voz tajante y glotal de los catalanes, atusándose los bigotazos rubios con los dedos untados de saliva.

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Mi padre pidió a su compañero de trabajo, Pachico Franco, un joven lleno de fuerza y de bondad, que le ayudara a mover la manivela de la zorra.

Pachico era su mejor amigo. Sentía por mis padres la devoción de un verdadero afecto.

Completamente empapados de sudor los dos hombres, mi padre además por las lágrimas de su llanto inconsolable, movieron las palancas de impulsión de la zorra a lo largo de las siete leguas del trayecto, en siete mortales horas.

Yo iba junto a mi madre dándole de beber y haciéndole viento con un abanico de palma.

– ¡Hazme nacer, Dios mío!… Para que no les falte a ellos… -le oí murmurar más de una vez.

Antes de nacer, yo había danzado en su vientre. Ahora ella pedía nacer y yo no la podía albergar en mis entrañas infantiles.

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Supe en aquel momento que esa mujer agonizante era un ser absoluto.

El flujo de sangre que la iba vaciando de vida, empapando las cobijas, la lenta marcha de la zorra, la fugacidad del universo que caía sobre nosotros con el peso llameante del sol, el llanto de padre, que mugía como un buey degollado, hacían flotar a madre fuera del mundo.

Me incliné sobre ella. Le di un largo beso sobre la mojada frente.

Había un oráculo en aquel beso:

– Madre, tú no morirás… No te puedes morir… Dios y tú sois la misma persona… Dios no puede morir… Tampoco tú… ¿Me oyes? ¡Tampoco tú!

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Observaba a mi padre y veía que el sufrimiento moral, la humillación y la impotencia también le estaban matando. No cejaba sin embargo en su esfuerzo sobrehumano de hacer avanzar el móvil con el vaivén de la palanca.

– Los pobres, don Lucas, no tenemos derecho a enfermarnos… -había dicho el patrón cuando mi padre se volvió para irse, crispado, cárdeno el rostro, henchido todo él en un sollozo gigantesco que se negaba a estallar.

Aún veo las manos como garfios de mi padre a punto de dispararse y cerrarse sobre el cuello del patrón.

Iba a estrangular esa sonrisa benévola que encerraba tan despiadada indiferencia. -¡No… papá!… -grité en lo hondo de mí.

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Pachico cayó desvanecido de fatiga sobre el piso de la zorra. Padre siguió moviendo la palanca sin variar el ritmo isócrono con la precisión de un metrónomo.

Ese hombre que se combaba allí en el movimiento de vaivén, los ojos secos, fijos en su compañera, ya no era un ser humano.

Era un espectro con el poder sin límites de la desesperación.

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El atardecer se hizo noche de repente. En el lugar ocupado por el rostro de mi madre, se alzaba ahora una sombra lunar.

Tomé y apreté fuertemente la mano casi helada. La apreté con tanta fuerza que en los labios exangües de mamá se insinuó un rictus de dolor, pero, a la vez, de alivio del sufrimiento más grande que la consumía.

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Llegamos a Villarrica a medianoche.

En un inesperado gesto de desagravio, el patrón había ordenado por telégrafo a una cochera de alquiler de la ciudad que pusiera a disposición de mi padre un lando por el tiempo que lo necesitara.

En el landó, que nos esperaba a la salida de la estación, nos fuimos directamente a casa del doctor Enrique Domínguez. La ciencia, la humanidad, el fervor de su profesión salvaron a mi madre. Y por qué no decirlo, salvaron también la vida de mi padre.

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Cuando uno se pone a pensar en estos recuerdos, ellos se ponen reflexivos y lo piensan a uno.

Porque… ¿debo decirlo aquí? ¿Cómo se puede contar lo ocurrido hace tanto tiempo? ¿Cómo se puede contar lo que acaba de suceder?

La memoria del presente es la más embaucadora.

El relato no hace más que relatarse a sí mismo.

Lo importante no son las palabras del relato sino el hecho que no está en las palabras del relato y que precisamente rechaza las palabras.

Debería contarse un relato como en la tradición oral. Alguien cuenta algo mientras otro va escribiendo lo que la memoria soñadora oye por debajo de las palabras.

Mejor aún contar hacia atrás. Hacerlo poco a poco pero de inmediato. Algo como la luz de un relámpago, de flujo lento y fijo. El fulgor detenido en la oscuridad anula las edades. Lo convierte a uno en el contemporáneo de los hechos, de los personajes más antiguos o aún no llegados.

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Ser el más infame de los personajes, pero también el más noble de los que pululan en las historias fingidas. Ser al mismo tiempo hombre, mujer, andrógino. El sexo total vuelto del revés.

La infinidad de seres, de géneros, en que puede desdoblarse el ser humano.

Si cuento hacia atrás, me convierto en mi antecesor. No soy más que mi abuelo de siete años. Un abuelo pequeño en los recuerdos. Hablador en lo callado. Así siempre, hacia atrás, hacia atrás.

La interminable sucesión de abuelos de siete años, de seis años, de cinco años, cada vez más pequeños, hasta que el último desaparece en el útero.

El embrión humano se encoge. Se hace una bola. Flota en la placenta. Es su plenilunio. Tiene cara de viejo plenilunar. Llena de arrugas, de lunares parecidos a manchas de azufre. Puedo ver los pelos de las pestañas, los puntos de la barba en la cara arrugada.

La nariz sin formarse todavía en la cara chata, aparece aplastada entre las rodillas.

Las fosetas nasales aletean como pequeñas branquias de un pez que quiere escapar de la pecera del amnios.

Si muere, las pupilas se dilatan y fulguran sombríamente. Si nace… ¡Ah, si nace! Todo cambia.

Si la vida no se retira de ese cuerpecillo nonato ya valetudinario, el feto vivo imaginará mientras viva que no ha nacido.

Deberá nacer y desnacer cada día. A fuerza de morir tantas veces, el que pasa a través de esas resurrecciones se vuelve un poco inmortal.

Eso sentí cuando acompañaba a mi madre en la zorra.

Después ocurrió lo mismo con el maestro Cristaldo.

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– Nadie ha vivido más tiempo que un niño que nace muerto… -dijo aquella noche el maestro Cristaldo en el velorio de un angelito nonato.

Él nacía cada día al amanecer. Y desnacía a la caída de la noche. Como los capullos de seda negra de las victorias regias que él trajo a sembrar en la laguna. Al ocultarse el sol, las flores se hundían a dormir bajo agua. Al amanecer, los pimpollos reflotaban y se erguían negros y luminosos hacia la luz del sol.

Nacer y vivir. No vivimos otra vida que la que nos mata. Era el gran secreto del maestro Cristaldo.

Yo lo descubrí a medias cuando empecé a escuchar los diálogos con su madre muerta aquella mañana en que crucé a nado la laguna y entré en su rancho a espiar el misterio del hombrecito.

La obsesión de lo extraño me dejó a oscuras sobre la verdad del maestro Cristaldo.

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