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Al final es cuando acontece la gran revelación.

La taché cuidadosamente. En el papel. En mi mente. La olvidé. El olvido puede también olvidar que olvida. Las torturas no pudieron arrancarme ese secreto. Simplemente yo no lo sabía.

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Una novela muda. Ni nombres, ni pronombres, ni verbos, ni adjetivos, ni preposiciones, ni conjunciones adversativas ni copulativas, ni recursos de exposición, nudo y desenlace.

La narración central se va desenvolviendo sobre el escenario irreal de un tren liliputiense, que hace de hilo conductor. La narración, saturada, constelada, de historias paralelas, se bifurca y prolifera al infinito. El último círculo se cierra, desaparece, muere, en el claustro matricial.

Escritura seca, rápida, vertiginosa. Engañosa transparencia. Abstracta, inmaterial. Crea una atmósfera de total opacidad semejante a la noche.

Detrás del vidrio, en la tiniebla, pululan ectoplasmas de vagas y monstruosas figuras humanas. Luego todo se esfuma y desaparece, sin dejar rastros.

Le puse como título el nombre de la costrita seborreica, a cuya naturaleza ha quedado reducida la condición del hombre último.

En esa narración lacónica, escueta, catártica, el tema central es el olvido. El tren de 1850 no es más que un detalle de la decoración inexistente. En ese vacío en penumbra me parecía recordarlo todo. No con palabras sino con imágenes de bordes tornasolados. Fragmentos de un espejo roto, expuestos a los rayos de un rabioso sol.

Pisaba sobre ellos con mis gruesos zapatones de recluso. Los oía crujir y quebrarse en esquirlas cada vez más finas y filosas que se retorcían como los nervios bajo las descargas de la picana en los testículos.

Ahora que voy huyendo en este tren liliputiense, idéntico al otro -o tal vez el mismo-, se me hace que estoy repitiendo esa historia o escribiéndola por primera vez.

Por muchas vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia.

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Ese texto trató de convertir el olvido en delirio. Pretendió ser la anulación de todo lo que había escrito, de modo que no quedara ningún vestigio de obra alguna escrita por mí.

El intento fracasó en parte. Las huellas bicéfalas no se plasmaron. Acaso por falta de sinceridad llevada a su último límite. O porque faltó que cayera sobre ellas el rocío de sangre del sol del mediodía.

O tal vez cayeron pero no se quisieron mezclar con la mía, aguada por el sereno de la noche.

Estoy tratando de repetir la prueba. Esas anotaciones desaparecerán conmigo muy pronto.

Por mucho que dure, la huida no puede ser interminable.

La lentitud del tren que jadea sobre los herrumbrosos y desiguales rieles con su fatiga de un siglo, no hace sino acelerar el fin.

El mito de la infancia perdida, perverso, astuto, falaz, me tiene prisionero. No puedo huir de él. Soy su rehén. Me entregará atado de pies y manos a mis perseguidores.

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Sólo quiero preservar los ensueños que me desvelaron, desde mis siete a mis trece años, en aquella misteriosa aldea de Manorá, fundada por el maestro Gaspar Cristaldo en el corazón del pueblo de Iturbe.

Recordarlos, escribir sobre ellos ahora, es como masticar pesares, semejante al lento rumiar de los bueyes bajo el yugo de las carretas que van repletas de inmensos fardos de caña de azúcar rumbo al ingenio.

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