«Si li ad dit: "Vos estes vifs diables el cors vos est entree mortel rage".»
[(«Y le dice: "Sois un verdadero demonio, un odio mortal posee vuestro cuerpo".»)]
La Chanson de Roland, LVII
En un instante pasé del arrobo del amor a la angustia de la muerte. Recuerdo a Guillermo suplicándome enamorado y yo, llena de culpa, sin querer, cediendo poco a poco, entre goce y temor, a sus besos. Y sin saber realmente qué ocurría, unos instantes después estaba con la mejilla aplastada contra una banqueta desde donde sólo podía ver a mi caballero debatiéndose impotente, desesperado, lloroso, clavándose las cuerdas de sus ataduras en sus carnes en un intento vano por socorrerme. Sentía en mi cuello, sobre el que se levantaba la espada, una extraña sensación, preludio del tajo. Me noté desfallecer, quería rezar.
En mi siguiente recuerdo, me transportaban como un fardo por las oscuras calles de Narbona hasta una casa que abrió su puerta para tragarme para siempre. Durante todo ese tiempo, que no sabría decir si fue corto, largo o infinito, hubo gritos, sangre, confusión y miedo. No sabía adonde iba; estaba aterrada pensando que jamás volvería a ver a mis caballeros.
– Tranquilizaos, dama Bruna -me dijo el jefe de mis captores.
Lo recordaba; era el mismo que quiso secuestrarme en Béziers; reconocí la estrella de seis puntas encerrada en un círculo, tatuada en el brazo. Y no pude tranquilizarme, en especial cuando vi que esta vez ni se molestaban en amordazarme. ¡Tan seguros estaban de que su presa no escaparía!
Una vez en la casa, con la puerta cerrada cual condena a perpetuidad, me bajaron al sótano y después, a través de una trampilla, accedimos a un lugar más hondo. Una tumba. Pensé que aquello estaba fuera del mundo; era subterráneo y antiguo, muy antiguo. También era frío. El calor del verano era señor de la noche arriba, pero un frío de otoño rezumaba en aquel interior profundo. Olía a moho, a humedad, a tierra. Entre las paredes, los arcos y bóvedas desconchadas, a veces de ladrillo visto ennegrecido por el tiempo o de piedra tallada, había estatuas en mármol de seres paganos. Me dije que aquél era un lugar de muertos, quizá de culto. Me recordó las catacumbas romanas que los sacerdotes describían a veces, refugio y cementerio bajo el suelo de los primeros cristianos.
El hombre del hexagrama tatuado me condujo, sujetándome del brazo casi con delicadeza, con un extraño respeto, por un entramado de pasadizos oscuros que sólo la luz de los candiles iluminaba. Veía arcos en sombras que llevaban a pasadizos sólo adivinados, cubiertos de tinieblas, guarida de miedos, que se descubrían a nuestro paso y se cerraban en lo opaco al alejarnos.
Al fin, se detuvieron frente a una celda constituida por un cubículo abovedado y la reja que la separaba del pasillo. En contraste a lo visto en el lúgubre recorrido hasta allí, aquella estancia era incluso confortable. Había un camastro con frazadas y tapices que lo protegían de la pared húmeda. También una mesita con una jarra de agua, un cuenco y un candil de aceite.
– Quedaos aquí, señora -dijo el hombre, que continuaba respetuoso-. Pronto tendréis visita.
Me hizo una profunda reverencia antes de salir y aseguró la reja, que chirriaba siniestra, con dos vueltas de llave. Un guarda quedó fuera con su lámpara, sentado en una banqueta, vigilándome.
Revisando la cámara, me repetía que aquello se asemejaba a una tumba y me fijé en la estatua adosada a la pared. Era un toro de mármol blanco, pero al acercarme vi que tenía los cuernos muy poco desarrollados. Sería un animal joven, posiblemente un ternero. Después me fijé en la cinta que ceñía su frente y en los mantos, flores y lazos que mostraba la escultura. Quizá fuera parte de una ceremonia pagana, quizá fuera la víctima de un sacrificio ritual. Sentí compasión por aquel animal de piedra, por el modelo de carne y hueso que siglos atrás pereció en aras de cualquier quimera humana en busca de lo divino. Tuve miedo al saber, en una intuición terrible, que compartíamos destino.
La visita tardó. Había perdido la noción del tiempo, pero ya sería de día en el exterior cuando vino el arzobispo. Yo estaba tendida en el camastro dormitando vestida y desperté, sin saber dónde estaba, sobresaltada con el chirrido de la reja.
Vi a aquel hombre grueso, entrado en años, vestido con lujo y que contemplaba mis esfuerzos por recuperar los sentidos. El personaje había quedado de pie, en el centro de la estancia y, cuando yo logré incorporarme y sentarme en el borde del camastro, él me tendió su mano enguantada en blanco mostrando su gran anillo de oro con un rubí montado en él.
Lo hizo por costumbre; tan habituado estaba de que se le saludara besándole la mano. Pero yo no quise hacerlo. ¿Qué necesidad tenía de rendirle pleitesía alguna?
– Así que vos sois la famosa dama Bruna, la hija de Bernard de Béziers -dijo cuando habló-, la también llamada Dama Ruiseñor…
Hizo un gesto. Le trajeron una banqueta y, sentándose, quedó a la espera de la respuesta a una pregunta que ni siquiera me había hecho. Yo, simplemente, afirmé con la cabeza.
– Decidme, ¿cómo se llamaban vuestros abuelos paternos?
Me quedé mirándolo y consideré si responder o no. Pronto comprendí que aquel hombre tenía el poder para sacarme las respuestas con agrado o por la fuerza. De nada serviría resistirme.
– Pons de Béziers y Adelais de Carcasona.
El arzobispo Berenguer afirmó complacido.
– ¿Y los maternos?
– Pierre de Lorena y Marquesia de Montpellier.
– Ésa es la conexión merovingia -dijo satisfecho-. Todo coincide, todo encaja. Sois vos, sin duda.
– Y vos, ¿quién sois? -inquirí, aunque sabía la respuesta-. ¿Qué es lo que coincide? ¿Qué es lo que encaja?
– Soy el arzobispo Berenguer III de Narbona -repuso-. Mi padre fue Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe soberano de Aragón. Mi madre Esclaramonda de Narbona. Vos y yo somos parientes, muchos de nuestros ancestros coinciden, pertenecemos al linaje hebreo de David y Benjamín.
– ¿Y de dónde sacáis todo eso?
– Es algo que ha ido de boca en boca, de generación tras generación en mi familia -repuso el eclesiástico-. Sabía de la existencia de constatación documental, pero hasta hace poco no llegó a mi poder…
– ¿De qué habláis? -interrumpí-. ¿Qué documentos son ésos?
– Son los legajos que cargaba la séptima mula. La que perdió Peyre de Castelnou.
– ¿Y qué dicen?
– Que las últimas generaciones de vuestra familia se han ido enlazando con el objeto de unir de nuevo las ramas más importantes que proceden de una familia judía llegada hacia los años cuarenta de la era cristiana y que procedía de Alejandría.
– ¿De qué familia habláis?
– De la familia de Cristo.
Pensé que aquel hombre había perdido la razón y me quedé observándolo mientras intentaba encajar aquello. Nunca había oído hablar de otra familia de Cristo que no fuera la de san José y la Virgen María.
– ¿La familia de Cristo? -repetí al cabo confiando en que Berenguer diría más.
– Sí. Los legajos, en arameo, encontrados después de la primera cruzada cuentan la historia. El conde de Tolosa y los demás caballeros de Sión los hicieron traducir al latín y buscaron toda la información posible en Tierra Santa, Egipto y Occitania.
Había oído sobre Sión, sabía que tanto Hugo como Berenguer eran caballeros de la Orden secreta y esa mención me hizo escuchar más atentamente lo que el arzobispo contaba.
– Cristo no tuvo hijos varones, pero sí una mujer que, junto a su madre, la Magdalena, se refugió en Alejandría, Egipto, después de su muerte. El hecho de ser hembras las excluyó casi por completo de la historia oficial escrita. De haber tenido hijo varón, éste hubiera sido rabino y, con toda seguridad, sucesor en la predicación del padre. Habría mucho escrito sobre él. En cambio, las mujeres fueron silenciadas y tuvieron que esconderse de los enemigos de Jesús. Conforme el mensaje se difundía, también aumentaba el peligro para ellas y, al fin, el rico amigo del Mesías, el protector de su descendencia, José de Arimatea, decidió huir de Egipto para llevarlas a un lugar donde la comunidad hebrea crecía libre y salva: el sur de las Galias, Occitania. Y así llegaron a nuestras costas, donde la estirpe de Cristo medró entre los judíos, algunos convertidos a la nueva religión y otros no. Se reconoció a María Magdalena, a veces confundida con la propia Virgen María, y a su muerte su culto se extendió ampliamente por la región y ha llegado, vigoroso, hasta nuestros días. En un momento determinado, esta estirpe se cruzó con la de los merovingios, o así ellos quisieron hacerlo creer, y les dio cierta legitimidad, aunque, en nuestra opinión, dudosa. Pero los verdaderos descendientes permanecimos ocultos, sin duda para salvarnos de las persecuciones que los cristianos sufrieron. Sin esa invisibilidad, la estirpe de Jesús hubiera sido exterminada. Pero la ocultación llevó al olvido, convirtiéndose en rumor y leyenda, hasta que los caballeros de Sión emprendieron la búsqueda.
– ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
– Vos sois el resultado de una serie de matrimonios, cuidadosamente preparados por los de Sión, para que vuestra sangre sea la más pura, la más parecida a la de Jesús.
– ¿Queréis decir que mis bisabuelos, abuelos y padres han sido seleccionados como se hace con los galgos para mejorar su raza?
– Eso afirmo.
– ¿Pero para qué?
– ¿No lo entendéis? -se asombró Berenguer-. Como única descendiente pura de Cristo, podríais reclamar tronos, coronas y tiaras. Pero hay algo en vos mucho más valioso.
– ¿Qué?
– Vuestra sangre.
En aquel momento me di cuenta de la locura de aquel hombre y no pude evitar mirar la estatua del ternero para el sacrificio.
– ¿Qué le ocurre a mi sangre?
– Si las reliquias tienen poder, la sangre del Señor, la derramada para la salvación de la humanidad es la más poderosa de todas. Vos sois la copa que la contiene. Vos sois el mítico Grial.
– ¡Pero si la Dama Grial es la Loba de Cabaret! -dije resistiéndome tontamente a mi destino.
– Bobadas -repuso-. Ya he oído esa pamplina de los trovadores. El Joy no es el Santo Grial. Al menos, no es el que yo busco. Santo Grial proviene de Sang Reial, Sangreial. No hay una sangre más real que la de Cristo.
Le miré con temor intentando adivinar en sus ojos sus intenciones.