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«Ai! Que el meu cor se'm nua com un pom de clavells!»

[(«¡Ay! Que mi corazón se anuda, como un manojo de claveles.»)]

Canción popular

Aquella noche dormimos profundamente. La jornada de viaje, la tensión, el llanto y el poco sueño de la noche anterior hizo que nos derrumbáramos en nuestra cama de frazadas. Yo le buscaba a él. Él me rehuía a pesar del frío relente. No volví a intentar provocarle. Aquello se había terminado.

Amanecimos el día siguiente en calma, reanudando nuestro viaje sin mencionar lo ocurrido, como si no hubiera pasado nada. En el camino, yo veía las estribaciones de los Pirineos haciéndose cada vez más altas y temía mi destino al otro lado. Conversábamos apaciblemente al detenernos o sobre las monturas, cuando el camino lo permitía, pero yo no dejaba de pensar en el triste desenlace que nos aguardaba.

– ¿Qué es el Grial? -le pregunté de repente.

Me miró sorprendido.

– ¿El Santo Grial?

– El Grial, sea santo o no.

– Vos lo sois. ¿Por qué me lo preguntáis? Bien lo sabéis.

– Y lo soy porque, a semejanza de la copa con la que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo, yo también contengo la Sangre Sagrada, ¿verdad?

– Así es.

– Entonces, ¿por qué también llaman Dama Grial a la Loba de Cabaret?

– Eso es distinto -repuso él-. La llaman así los que adoran el amor cortés, la Fin'Amor, el Joy. Identifican el gozo del amor, el Joy, como el Grial.

– ¿Puede haber más de un Grial?

– No, sólo hay un Grial. Pero algunos discrepan sobre su verdadera naturaleza.

– Eso quiere decir que hay Griales distintos dependiendo de la persona, ¿verdad?

Hugo se encogió de hombros antes de responder.

– Algún poeta lo identificó con un pájaro, otros, con un caldero mágico.

– Entonces, ¿qué es eso llamado Grial que acepta tantas versiones?

– No lo sé. Para mí el Santo Grial sois vos.

– Porque eso dice la Orden de Sión.

El caballero guardó silencio.

– ¿Sabéis qué creo?

Hugo escuchaba y no dijo nada.

– Que la Dama Loba está en lo cierto.

– ¿Que el Joy es el Grial?

– No, que el Grial no es físico, que está hecho de materia etérea. Es el deber ser, lo que cada uno ansía, y es distinto para cada persona.

– Explicaos.

– El valor supremo para la Dama Loba es el Joy, ese estado feliz y pleno que da el amor. Es lo que ella busca y cada día se esfuerza por encontrarlo. Para vuestro clan de Sión, en cambio, es la sangre de Cristo. Pero no como fin. Es obvio que buscáis el poder que de ella emana. El rey Pedro quiere derrotar a los cruzados y al Papa, que le ha ofendido. Ése es su Grial. Para Arnaldo, el abad del Císter, el Grial es la sumisión de todos los territorios cristianos al poder papal. En realidad, a su propio poder como representante del Papa. Quiere eliminar a todo aquel que se le oponga, ya sea con armas o con creencias. En cambio, el arzobispo Berenguer buscaba en la sangre de Cristo la fuerza esotérica que le permitiera conquistar el poder temporal. Para su socio, el rabino Salomón, era la libertad de su pueblo, el que éste tuviera su propio reino. Para el rabino David, sin embargo, era la armonía con Dios, no ofender a su Adonai, el Creador. Para los cátaros, su Grial es alcanzar la pureza y unirse con Dios, no reencarnarse más en este mundo, que para ellos es el infierno. Para Guillermo era el amor. Mi amor. Yo era su Grial, sin que tuviera nada que ver la sangre de Cristo. Buscaba en mí el pleno amor, físico y espiritual, y por mí lo sacrificó todo, incluso la vida. ¿Os dais cuenta? Cada uno sentimos que hay un bien superior y nos esforzamos por alcanzarlo. Ése es nuestro Grial. Y es su búsqueda lo que da sentido a nuestra vida.

– Pero a veces nuestros deseos cambian -objetó Hugo-. Hay cosas, menores en algún momento, que llegan a convertirse después en el bien más deseado.

– Ése es el privilegio del Grial; no es físico y tiene naturaleza sutil -repuse-. Cambia según nosotros cambiamos. Es un reflejo de nuestros anhelos, de nuestra necesidad profunda. De la enseñanza que estamos destinados a aprender, porque el verdadero valor del Grial está en su búsqueda.

– Eso es muy complejo -dijo el caballero.

– No, no lo es si sabéis ver qué hay en el fondo de vuestro corazón -repuse-. Mi Grial es el amor, pero no al estilo cortés del Fin'Amor. Quiero el amor pleno. Ésa es mi búsqueda, y la materialización de ese Grial sois vos. ¿Cuál es vuestro Grial, Hugo de Mataplana? ¿Cuál es vuestro valor supremo? ¿Cuál es la búsqueda?

El caballero rumió pensativo.

– También es el amor, pero no tengo derecho a su disfrute si no cumplo antes con mi juramento. Debo ser fiel a mi señor -contestó al rato.

– ¿Y qué queréis conseguir con ello? -inquirí-. ¿Honores, castillos, tierras, poder…?

– Deseo el triunfo de las armas del Rey, y también su favor. Pero no es ésa mi búsqueda final. Ése no es mi Grial.

– ¿Cuál es entonces?

– Ser honorable, sentirme bien por ello. Y la única forma que me enseñaron para lograrlo es cumpliendo mi deber. No puedo amar en el deshonor.

– Decidme, Hugo. ¿Alcanzaréis ese Grial vuestro una vez me hayáis entregado al Rey? ¿Cuando él me posea? Decidme, Hugo de Mataplana. ¿Encontraréis la paz, estaréis orgulloso de vos entonces? ¿Seréis honrado?

Cabizbajo, se quedó otra vez callado. Y yo me contenté viéndole infeliz. Sabía que, por mucha retórica que desplegara, no lograría cambiar los principios de aquel estúpido cerril. Me di cuenta de que obtenía placer en su castigo. Me gustaba hurgar en él. Pero pensé que había llegado al límite; amargándolo lo alejaba más.

– Es mi obligación -musitó triste al rato-. No puedo hacer otra cosa; es mi honor, es mi promesa.

– El Rey nunca me tendrá -afirmé.

Hugo me miró en silencio.

– Me encerraré en un convento.

– Él os sacará de allí.

– Pues saltaré de la torre más alta. Me mataré, pero no me tendrá.

– Moriré con vos -dijo.

Sacó su daga y apuntó a su pecho.

– Juro por Dios que si algo os ocurre, hundiré su filo en mi corazón.

Supe que así lo haría. Decidí callar. Ninguna palabra, ninguna súplica, ningún argumento cambiaría su decisión y temí que cometiera una locura, de continuar presionándole. Sacudí mi cabeza incrédula. Aquello era tan absurdo como real.

Miré las montañas que iban creciendo conforme avanzábamos por el camino. Igual que mi tristeza.

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