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«Lo reis Peyr' d'Arago fellos s'en es tornatz, e pesa l'en son cor car nol's a deliuratz, en Aragón s'en torna, corrosos e iratz.»

[(«El rey Pedro de Aragón se marcha irritado

en su corazón, le pesa no haberlos liberado,

a su reino regresa, con desconsuelo, airado.»)]

Cantar de la cruzada, III-30

Hugo supo que se detendrían en Narbona de camino a Barcelona. Era más que una simple parada para la noche; allí tendría lugar una negociación que quizá durara días. El Rey no sólo tenía las arcas vacías, sino que estaba siempre hipotecado por sus numerosas campañas bélicas; en general, más de prestigio que rentables. Necesitaba dinero para sus tropas y el arzobispo Berenguer de Narbona, su tío, era el mayor de sus prestamistas y a él acudía cuando estaba en apuros. No eran esos préstamos graciosos, sino que el arzobispo bien se los cobraba, quedándose por varios años con las rentas de algunos feudos del Rey y las recaudaba rigurosamente usando sus ejércitos privados, que habitualmente se excedían en la cobranza. No eran tanto los vínculos familiares lo que unía a tío y sobrino. Éste despreciaba el estilo del viejo, pero le necesitaba por el dinero, mientras que el arzobispo consideraba a su sobrino algo alocado por sus tendencias a ejercer de trovador y caballero antes que de hombre de Estado, pero también lo necesitaba. Sus relaciones con el papa Inocencio III eran pésimas. El Pontífice mostraba en público su desprecio por algunos de los altos eclesiásticos occitanos, pero en especial por Berenguer. El Papa había dicho: «Hombres ciegos, perros sordos que no ladran… que hacen cualquier cosa por dinero…, celosos en la avaricia, amantes de los obsequios, buscadores de recompensas. El principal causante de estos males es el arzobispo de Narbona, cuyo dios es el dinero, cuyo corazón está en su tesoro y que sólo se preocupa por el oro».

Pero no podía destituirlo tan fácilmente, porque el arzobispo tenía sus propias tropas y su sobrino, el rey Pedro II, le defendía. Hugo decidió no entrar en Narbona con el Rey. Había estado demasiadas veces allí como juglar y trovador, y no quería que se le reconociera junto al monarca. Además, deseaba regresar a Mataplana lo antes posible, obtener dinero para reunir una tropa de mercenarios, cruzar los Pirineos y reunirse con la resistencia occitana. Un rencor profundo le consumía y sólo la venganza, la sangre de los invasores, podría mitigar su tristeza desesperada.

Pidió licencia al Rey. Éste sabía de las intenciones del de Mataplana y también que la excelente información que le enviaba sobre los acontecimientos occitanos le sería de vital importancia.

– Id con Dios, mi buen Huget -respondió el monarca-. Cuidaos, que el odio no os ciegue. Sed prudente. -Señor, quiero pediros una merced.

– ¿Cuál?

– El abad Arnaldo os ha ofendido y es el causante de innumerables desgracias. Es un hombre cruel, el agente del Anticristo.

Hugo se detuvo un momento y pensó en cómo frasear lo que seguía para que fuera aceptado por su señor.

– ¿Y bien?

– Quiero vuestro permiso para matarle.

Pedro le miró sorprendido.

– Me infiltraré entre los cruzados -explicó el de Mataplana- y terminaré con él, aunque a mí me cueste la vida.

– No quiero su muerte a cambio de la vuestra.

– Encontraré sicarios.

– No, Huget -repuso el Rey-. Soy vasallo del Papa. Le debo fidelidad. No puedo causar la muerte de su legado por mucho que éste me desagrade.

– No seréis vos la causa. Yo tengo mis propios agravios.

– Escuchad -el Rey usaba un tono paternal-: todos saben el alto aprecio que le tengo a vuestro padre y también a vos. Si cometéis tal crimen y se os reconoce, las culpas caerán en mí. Dirán que me vengo de las ofensas que el legado me causó. Recordad que el inicio de la cruzada fue un episodio semejante. Entonces, los eclesiásticos dijeron que el culpable era el conde de Tolosa; fue excomulgado e ingeniaron un entramado de infamias y mentiras para orquestar una cruzada contra él.

– Una cruzada que después usaron contra el vizconde Trencavel -recalcó el caballero.

– Oídme -dijo el Rey en tono enérgico sin reparar en el comentario de Hugo-. Vuelvo a mis tierras dolido, airado y triste. Algún día tomaré venganza por el vizconde Trencavel, por Béziers, por las ofensas de Arnaldo. Pero ese día no ha llegado. No apoyaré ahora el asesinato del abad del Císter. Otros hay sobre los que podéis dejar caer vuestra espada.

– Sí, mi señor.

– Id con Dios, Huget. Saludad a vuestro padre y cuidad de vuestra vida.

Y Hugo de Mataplana, después de despedirse de sus camaradas, picó espuelas hacia el sur. Deseaba impaciente entrar en combate.

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