«Gran señor es el amor.»
Dicho popular
Prouille
La faz del abad Arnaldo enrojecía conforme aumentaba su cólera.
– Era él. ¡Él era ese maldito Caballero del Ruiseñor! -gritaba-. ¿Cómo pudo hacer algo así? ¡Loco! Esos herejes debieron de volverle loco. ¡Y lo hizo por una mujer!
Dio varias zancadas hasta el otro extremo de la habitación. Y dando la vuelta, se encaró con Domingo de Guzmán, que le escuchaba de pie, la cabeza ligeramente baja, humilde, y con sus manos escondidas en las mangas de su burdo hábito gris.
Los cruzados habían tomado Fanjeaux sin resistencia, ya que sus señores feudales, creyentes cátaros manifiestos, huyeron ante el avance de los de Montfort. El propio Simón se reservó el castillo, al frente del cual puso a uno de sus lugartenientes. Con ello, el caserío cercano de Prouille, donde Domingo tenía su base, quedó bajo la protección de los invasores. Y allí fue donde el abad del Císter acudió a visitar a su antiguo colega de predicación, con el que tanto discrepaba en cuanto al método, para evidenciarle su triunfo.
Pero en el camino supo la noticia de la muerte del Caballero del Ruiseñor y de la identidad de éste. El sabor dulce de la victoria se le había amargado.
– ¡Y lo que es peor! -el abad extendió sus brazos cual Jesús crucificado. Sabía que su altura y sus amplios ropajes lujosos le conferían un aspecto imponente-. ¡Ha traicionado a nuestra santa misión, a la cruzada, al negotium pacis et fidei -tronó.
Dio dos pasos más y se acercó al fraile, que continuaba inmóvil, y en tono más bajo, moviendo la cabeza incrédulo, continuó:
– Era brillante, lo tenía todo, habría sido obispo, quizá hubiera podido llegar a arzobispo. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Por qué se unió a los herejes?
Se alejó un par más de zancadas, se giró y se encaró de nuevo con Domingo.
– ¡Ha traicionado al Papa de Roma! ¡Al más alto señor en la tierra! ¡Al santo Pontífice! ¡Y también a su señor el rey de Francia!
Domingo recordaba a aquel caballero con quien compartió pan y confidencias, su confesión, sus escrúpulos y reparos. También a su joven escudero y la forma en que ambos se miraban. Ahora sabía quién era el paje y adivinaba todo lo demás.
Musitó con sonrisa triste:
– Mayor señor es el amor.
Arnaldo clavó sus ojos en los del fraile; echaban chispas. El castellano mantuvo la mirada y el abad del Císter creyó que la sonrisa del de Guzmán se ampliaba. Ya no era humilde, era de triunfo.
– A veces me parecéis hereje, Domingo -gruñó.
Se había acercado tanto a Guzmán que éste pudo oler sus afeites. Quizá fueran de rosas y tomillo, pensó el castellano, pero a él le apestaban a azufre.
– ¿De qué bando estáis? -gritó el abad del Císter.
Y sin esperar respuesta, Arnaldo salió furibundo por la puerta. La mirada del fraile buscó en los bajos de los amplios ropajes del legado papal por si asomaba el rabo del Maligno.
– Del bando de Dios -se respondió Domingo-. Del Dios del amor.