Литмир - Электронная Библиотека
A
A

93

«Nuestros enemigos combaten como bestias feroces.»

Yehuda Ha-Levi, 102

Después de su encuentro con los golems, el grupo de Hugo reanudó su marcha, presuroso, en una larga hilera de luces de candil que les asemejaba a una luciérnaga gigante deslizándose por los túneles. Por momentos, aquella vibración subterránea parecía aumentar y eso inquietaba al rabino David, que les decía:

– Deprisa, si llegamos tarde, será una catástrofe.

Pero lo que temían, ocurrió. En una encrucijada se encontraron con varios de aquellos seres de frente, mientras otros les atacaban por los flancos y retaguardia. La lucha se generalizó y las espadas entrechocaban entre gritos de los asaltados, algunos de dolor, otros dándose ánimos e instrucciones, mientras que aquellos entes se movían determinados, como perros de presa pero silenciosos.

En la vanguardia, el de Mataplana envió a cuatro de sus hombres a enfrentarse a otros tantos enemigos y con otros tres hizo una cuña que, infiltrándose entre los combatientes, les ganó la espalda. Aquellos golems, casi invencibles de frente, eran incapaces de protegerse frente a dos enemigos y, uno a uno, fueron cayendo.

Pero el ataque estaba causando estragos en otros lugares y Hugo corrió con sus compañeros a socorrer a los que se encontraban en apuros. Habituados a la torpeza de aquellos seres y conociendo su vulnerabilidad, no era difícil eliminarlos. Cuando el último cayó, no hubo tiempo de recuperar el aliento. Había ayes de heridos, lágrimas y lamentos por los muertos. Uno de los ataques laterales había tomado a los rabinos por sorpresa y tres cayeron bajo los tajos enemigos antes de que pudieran reaccionar ni recibir socorro. Dos muchachos habían muerto combatiendo y había cuatro heridos, de los cuales dos no podrían seguir al grupo. Hugo contó los restos de diez golems y quiso que los rabinos tomaran las armas de aquellos seres para protegerse.

– No podemos permitir que esto nos ocurra de nuevo -les dijo-. En el peor de los casos, debéis estar listos para protegeros de los primeros golpes hasta que os llegue ayuda.

– No nos entretengamos -insistió el rabino David-. Habrá que dejar aquí, junto a los cadáveres, a quien no pueda seguir.

– He perdido mi plano -dijo Benjamín angustiado. Sangraba levemente de un brazo-. Ni siquiera sé en qué dirección íbamos.

El ataque había desconcertado a la pequeña tropa y Hugo ordenó que se buscara el documento. La lucha se había extendido por alguno de los corredores laterales de la plazoleta subterránea donde fueron asaltados y la mayoría estaban aún bajo la impresión, desorientados.

– Siento la vibración, la energía del rito -dijo David Quimhi. Y señaló-: íbamos en esa dirección.

Efectivamente, un rumor profundo iba llenando los túneles y parecía aumentar paulatinamente.

– Tenemos que apresurarnos -insistió el rabino-. No podemos llegar tarde.

– ¡Aquí está! -gritó uno de los hombres de edad mostrando un pergamino.

Y sin esperar más, emprendieron la marcha a paso rápido. Al poco sintieron crecer la energía, que parecía llegar a ellos en el aire a modo de olas vibrantes, mientras oían a murmullos las voces a coro declamando las frases secretas.

– Estamos llegando -musitó Benjamín.

– Preparaos para combatir a esos seres -advirtió Hugo.

Pero no toparon con ninguno de aquellos entes tenebrosos. Pronto vieron claridad y en el siguiente recodo irrumpieron en una sala que daba a otra mayor, iluminada por teas, y en ella, a sus pies, todo un ejército formado de espaldas.

– Hemos llegado al corazón del laberinto -dijo el rabino-. Ahora es cuando debemos demostrar nuestro valor. ¡Que Adonai nos ayude!

Aquellas figuras en formación estaban poseídas de un extraño temblor y en el otro extremo, en una sala parecida, también elevada sobre la mayor y a la misma altura que la suya, vieron un altar y una cruz con una mujer desnuda en ella. Un grupo de hombres recitaban a coro, a cuatro tiempos, con una fuerza y un poder extraordinarios, una salmodia en hebreo antiguo. Frente al altar, estaba el arzobispo con su casulla de pedrerías y los brazos en cruz.

– ¡Quiera el Señor que no sea demasiado tarde! -exclamó el rabino.

Los más ancianos se agruparon y David Quimhi, después de escuchar con atención a los del otro lado, se puso a recitar rítmicamente otras invocaciones incomprensibles para Hugo. Enseguida se le unieron, a coro, los demás. Sus voces empezaron a subir en volumen y hacían contrapunto a los cuatro tiempos de los contrarios. Pronto, aquel ámbito subterráneo se llenó de resonancias cruzadas y la vibración se hizo insoportable. Los soldados de barro se sacudían más aún, de forma espasmódica, como si un terrible sufrimiento les aquejara.

– ¡Dios mío! -exclamó Hugo, que, preocupado en colocar a su pequeña tropa para la defensa, no se había fijado al llegar en lo que ocurría en la sala más lejana-. ¡Están crucificando a Bruna!

– ¡No vayáis! -dijo Benjamín sujetándolo del codo-. ¡Tenéis que quedaros aquí!

– ¡Venid, ayudadme a rescatar a mi dama! -repuso Hugo sacudiéndose de encima su mano.

– ¿Pero no veis lo que ocurre? -le advirtió el joven Benjamín-. Es el verbo contra el verbo. Es el poder de la creación en lucha. Estamos impidiendo el conjuro, estamos frenando a las almas a punto de poseer los cuerpos. ¡Debemos proteger a los ancianos, que no se les interrumpa! Si fracasamos, la peor de las catástrofes caerá sobre el mundo.

– ¡A mí sólo me importa mi dama!

– ¡Deteneos! Si impedimos los planes del arzobispo, tendréis a vuestra dama. Si triunfa, ella también estará perdida.

Y señalando al otro lado, Benjamín dijo:

– Fijaos.

Berenguer notó de inmediato la disrupción, el contrapunto destructivo que los recién llegados conferían a su cadencia áurea y dio instrucciones a Elie. Éste tomó a la mayor parte de la guardia y corrieron hacia el grupo del rabino David. Los muchachos, con Hugo al frente, se enfrentaron a las tropas del arzobispo mientras los mayores declamaban aquellas terribles frases de fuerza inusitada.

Los oradores del verbo recitaban, como en éxtasis, indiferentes al peligro, mientras que los soldados de Berenguer intentaban matarles y los jóvenes hebreos, con más valor que habilidad, protegerles. De cuando en cuando, uno de los sicarios llegaba a ellos y les hería, incluso derribaba a alguno sobre un charco de su propia sangre, pero, impávidos, los supervivientes continuaban entonando el verbo como si su vida no importara. Hugo vio que tenían las de perder; era el primer combate para la mayoría de aquellos chicos, no aguantarían. Y decidió que, al igual que a los golems, a aquel enemigo había que golpearle en la nuca. Así que gritó:

– ¡A por el arzobispo!

Y empujando a su rival, se abrió paso a golpes de espada, saltó al suelo de la sala mayor y fue corriendo en busca de Berenguer. Elie se dio cuenta del peligro y ordenó a varios de los suyos que le acompañaran en la persecución de Hugo. El plan había funcionado y de momento la lucha en la zona de David y sus rabinos quedó igualada.

103
{"b":"87825","o":1}