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«E voil sachaz ch'eu soi.l diable, le plus crudel e.l plus penable.»

[(«Pues sabed que soy el diablo, el más cruel y el más implacable.»)]

Hugo de Mataplana

Toda la atención de los cruzados se concentraba en la terrible escena de Guillermo de Montmorency agonizando en los brazos de Amaury. Bien sabían cuánto los primos, que siempre andaban juntos, se amaban. Habían formado un círculo respetuoso y contemplaban desde sus caballos la desesperación del joven Montfort, que, al matar al Caballero del Ruiseñor, creyó librarse del mayor de sus enemigos, pero, que en lugar de gloria, sufría el peor de los castigos.

Los que repararon en el ruido de los cascos del caballo de Hugo de Mataplana lo hicieron demasiado tarde y no supieron reaccionar. El caballero entró por un hueco entre dos jinetes y, con la espada levantada, enfiló a Amaury para cercenarle la cabeza de un solo tajo. Sabía que era su único golpe posible antes de que los demás se abatieran sobre él.

Justo entonces oyó un grito desgarrado, conmovedor, de una pena terrible. Y a través de las ranuras de su celada pudo ver a su querido amigo con los ojos abiertos al cielo, inmóvil, ensangrentado y al de Montfort sosteniéndolo en su regazo, manchado con la sangre de su primo. Amaury también alzaba su vista a las alturas y parecía preguntar por qué, clamando con la boca abierta, en un rictus crispado, soltando un aullido de dolor infinito por ella.

Y supo que Amaury estaba condenado al peor de los infiernos por el resto de su vida. El sabor del vino ya no sería el mismo para él, ni respiraría el aire fresco en las mañanas diáfanas y ni siquiera el calor del cuerpo de las damas lograría fundir el hielo de su corazón. La visión de los ojos vidriosos de Guillermo acudiría a los suyos cada vez que los cerrara.

Y no tuvo piedad de él. Y lo dejó vivir.

Mantuvo su espada en lo alto, pero ahorró el golpe, y lo descargó en uno de los caballeros que tímidamente intentaba cerrarle el paso del otro lado y que, sorprendido por aquellos sucesos extraordinarios y por la finta de Hugo, apenas reaccionó para cubrirse del impacto y fue derribado. Los demás, en acto casi reflejo, quisieron herir al de Mataplana, que, a pesar de recibir golpes y tajos, alguno incluso traspasando su malla, había conseguido, gracias a la caída del rival al que agredió, abrir el hueco necesario para salir del círculo de enemigos. Huyó a galope y varios hicieron ademán de salir en su persecución, pero nadie fue capaz de sustraerse a la contemplación apenada de los dos jóvenes primos. Amaury, sin que la muerte que Hugo le traía pareciera haberle importado en absoluto, sollozaba abrazado al cuerpo de Guillermo y las lágrimas surcaban las caras curtidas de los cruzados, que, respetuosamente, iban bajando uno a uno de sus caballos para hincar su rodilla en el suelo.

Y así, el tajo que debía acabar con Amaury de Montfort, el único que tenía la oportunidad de dar Hugo de Mataplana, fue el que le salvó la vida a él- En un último instante cambió la muerte de ambos por la vida y no fue ni por piedad ni por temor, sino porque supo que ningún castigo, ninguna venganza, podía superar la pena terrible que el destino había impuesto al joven Montfort.

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