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«Nos espees sunt bones e trenchant; ñus les feruns vermeilles de chald sane.»

[(«Son buenas y tajantes nuestras espadas; rojas las teñiremos de cálida sangre.»)]

La Chanson de Roland, LXXVI

Llegó el día de dejar Narbona y lo hice con pena. El tiempo de mi recuperación fue de música, canto, amor y una intensa felicidad. Más intensa cuando yo la presentía breve y la disfrutaba apurándola hasta la última gota.

Cuando nos despedimos de nuestros amigos Sara, el rabino David y los demás, no había noticias del arzobispo, nadie le había visto en público y los rumores decían que no estaba bien. Se confirmaba lo esperado. Salimos los tres juntos por la misma puerta por la que entramos, la Real. De nuevo, andábamos el camino, yo otra vez disfrazada de escudero; todo parecía igual, pero ya no lo era.

Llegamos a Narbona en búsqueda de respuestas a nuestras preguntas y ahora las teníamos. De alguna forma, nuestra misión, la razón para estar juntos, había dejado de existir y comprendí que el viaje a Cabaret para recuperar los documentos sustraídos por la Dama Loba no era más que una excusa. Quizá Hugo tuviera motivos para ir, porque era caballero de Sión, pero Guillermo no. La única razón de Guillermo era su amor por mí, un amor que le forzaba a luchar contra los suyos, a traicionar al legado papal. Por un tiempo, su entrega, su pasión, lo convirtió en mi favorito. Pero Hugo, del que llegué a dudar, estaba más solícito que nunca y no ocultaba los celos desesperados que a veces le arrebataban. Me declaraba su devoción siempre que podía mostrando ahora tanto cariño o más que su rival.

Sólo quedaba algo por hacer; que yo tomara partido por uno de ellos. Una dama con dos galanes paseándose por la ensangrentada tierra occitana era un absurdo; aquello no podía continuar. Debía decidirme, de lo contrario, quizá terminaran por matarse al primer envite. Pero me tranquilizaba pensar que ese peligro quedaba atrás; habíamos pasado demasiado juntos. De cuando en cuando, se decían uno al otro: «Lamentaré mataros cuando lo haga», y la respuesta sonriente era: «Fatuo catalán; seré yo quien os mate», pero yo sabía que bromeaban, que eran camaradas y que había mucho de hermanos entre ellos.

Pero era incapaz de decidirme. Guillermo suplicaba para que le acompañara a su país. Me decía que renunciaría a su carrera eclesiástica, que allí estaría segura, que todo lo suyo era mío y que si algún temor me quedaba, nos iríamos a Tierra Santa. Hugo quería llevarme a Cataluña, al castillo de su padre en Mataplana. Me aseguraba que allí sería reina, que era lugar de trovadores y que todos me cantarían. Yo sonreía diciendo que primero debíamos recuperar los documentos perdidos, pero en realidad nada me importaban; era una excusa para no renunciar a uno de ellos.

A veces miraba a Hugo y pensaba que era él. Había sido mi primer amor y jamás dejó de serlo. Mi corazón aún se aceleraba cuando a veces nos rozábamos sin pretenderlo y me invadía una gran ansia por besarle, por abrazarle, por unir mi cuerpo al suyo.

Pero allí estaba Guillermo y su presencia evitaba que me decidiera por el de Mataplana, porque la devoción que me ofrecía el franco, el amor que me manifestaba era infinito. Le había temido y odiado al conocerle, pero, poco a poco, otros sentimientos me vencieron. Lo nuestro fue creciendo, incluso superando, a ratos, lo de Hugo. Me sentía confusa, muy confusa.

Y así me debatía sumida en mis pensamientos. Debía decidirme. Pero ¿por cuál? En realidad deseaba que aquel tiempo de los tres juntos no terminara nunca, que fuera infinito. Vivíamos una época horrible donde el diablo y la muerte cabalgaban juntos, arrasando campos y ciudades, pero para mí era el tiempo del amor. Yo no lo había querido así. Pero así era.

Hacíamos nuestro camino, tranquilos, sin prisa. Acampábamos en los lugares más bellos, a veces sólo unos momentos, para la contemplación: en las orillas de los remansos del Aude, en los prados, en los bosques donde los rayos del sol se filtraban a través de las hojas aún verdes de los árboles… La guerra había dejado de existir para nosotros y, al poco de detenernos, sonaban las vihuelas y la guitarra, cantábamos, reíamos, gozábamos de nuestra compañía y del momento efímero.

Pero con frecuencia, al igual que las primeras señales de otoño, que daba ya noches frías y alguna hoja amarillenta, nos topábamos con las huellas de la tragedia que tan ajena queríamos suponer. En ocasiones, era el encuentro macabro de un cadáver que llevaba semanas insepulto; otras, simples noticias que nos transmitían los caminantes.

Fueron unos mercaderes escoltados por una potente tropa, para protegerse de los muchos desesperados que aún rondaban los caminos, quienes nos lo dijeron.

El legado papal Arnaldo había excomulgado de nuevo al conde de Tolosa.

No por anticipada, la noticia dejó indiferentes a mis caballeros. Hugo se indignó, lamentándose de la naturaleza traidora del abad del Císter, que, habiendo derrotado al vizconde Trencavel, atacaba ahora al conde de Tolosa con la excusa de que no había cumplido con sus compromisos de Saint Gilles, sin haberle dado tiempo para hacerlo, ya que, hasta hacía pocos días, éste estuvo junto a los cruzados.

– El arte de la guerra -comentó Guillermo con una sonrisa.

– Sí, una jugada maestra de traición -repuso Hugo iracundo-. Pero no tiene nada que ver con Dios, con el Dios que Arnaldo dice representar.

– ¿Hay alguna guerra de Dios? -quise saber.

Me miraron en silencio. Aún les sorprendía al intervenir en conversaciones políticas.

– No lo sé -repuso Hugo al fin-. Pero hay guerras justas. Y ésta es muy injusta.

– La cruzada sigue y eso no le gustará a vuestro rey Pedro -dijo Guillermo con un tonillo irónico.

– ¿Os dais cuenta de que quiere terminar con todos los caballeros de Sión de los que conoce su identidad? -insistió el de Mataplana.

– ¿Y ése es el motivo de la excomunión? -interrogué.

– ¿Cuál si no?

Y la pregunta quedó en el aire, sin respuesta.

Aquellos días hermosos terminaron bruscamente. Estábamos a poco menos de un día de camino de Cabaret cuando un trino, que resultó no ser de un pájaro, alertó a Hugo.

– Nos están vigilando -dijo.

– ¿Quién? -inquirió Guillermo.

– Son rastreadores de Peyre Roger de Cabaret. Nuestro amigo debe de estar preparando algo.

Yo sentí aprensión, pero mis dos caballeros, quizá aburridos de tanta música y paz, se mostraron excitados. Se fueron hacia un grupo de matojos cercanos a un bosque y consiguieron localizar al falso pájaro. Conocidos de Cabaret, el hombre no tuvo inconveniente en indicarles por dónde la partida de su señor trotaba.

Fuimos a su encuentro y, cuando Peyre Roger y los suyos vieron a Hugo y al Caballero del Ruiseñor, nos recibieron con grandes muestras de alegría. Eran unos veinticinco jinetes que venían muy contentos. Acababan de asaltar una unidad de aprovisionamiento de los cruzados y llevaban con ellos un buen botín en caballos, armas y vituallas.

– Nuestros exploradores han localizado, a un par de millas en dirección a Carcasona, otra presa interesante -nos dijo el de Cabaret después de los saludos-. Os invitamos a uniros a nosotros. Echábamos en falta a Hugo de Mataplana y a su amigo el Caballero del Ruiseñor.

Ambos aceptaron encantados y Guillermo quitó el cuero que cubría su escudo para que el ruiseñor rojo, representado elevando su pico para cantar, se mostrara de nuevo.

Me hicieron quedar con dos escuderos que no entraban en combate porque vigilaban el botín y se despidieron de mí sin ni siquiera darme la mano para no delatar mi condición. Y se fueron felices, bromeando, dejándome con una angustia infinita.

Troté hasta una colina cercana para verles más tiempo, pero al poco desaparecieron por el camino. Después, mientras vigilaba el caballo cargado con los legajos, contemplé melancólica a la silenciosa guitarra y a la vihuela callada, sujetas encima de los fardos.

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