Литмир - Электронная Библиотека
A
A

13

«So que las crotz costero d'orfres ni de cendatz que silh meiren el peihs lo destre latz.»

[(«Se hicieron bordar cruces de orfrés y cendal que lucían sobre el lado derecho de su pecho.»)]

Cantar de la cruzada, I-8

Saint Gilles

Saint Gilles parecía en fiestas. El espectáculo del castigo de su señor, anunciado en todos los púlpitos a muchas millas a la redonda, atrajo a gentes de toda Occitania. Aprovechando la afluencia de público, muchos mercaderes, algunos llegados de muy lejos, habían montado sus tenderetes, a los que regresaron una vez terminada la diversión y cuando el conde hubo entrado en la abadía a oír misa. Aun así, la multitud era tal que, al final del oficio religioso, el conde de Tolosa tuvo que salir por un pasadizo escondido a través de la cripta. Precisamente, allí estaba enterrado Peyre de Castelnou, su presunta víctima, y allí hicieron detener al penitente a orar en un último acto de desagravio.

Guillermo y Amaury disfrutaban de aquella villa desconocida, del aire de fiesta, y del sentimiento anticipado de la victoria que todo, y en especial la humillación del conde, anunciaba. Ellos tampoco quisieron perderse el espectáculo. Habían dejado sus tropas en Lyon, donde se concentraban los efectivos del llamado negotium pacis et fidei , cabalgando hasta Saint Gilles para verlo. Después, se pasearon por el mercado, luciendo con orgullo sus cruces bordadas en la parte derecha del pecho, seguidos por sus escuderos, también marcados con la cruz.

La gente les abría paso con respeto, con miedo, intuyendo lo que sus espadas al cinto y aquel signo significaría para Occitania. Los jóvenes caballeros lo leían en las miradas de los que se les cruzaban y en cómo se apartaban solícitos de su camino; eso les regocijaba y, sonrientes, bromeaban a expensas de aquel gordo mercader, de la vestimenta presuntuosa de tal burgués o sobre las muchachas.

Guillermo se fijó en aquel tipo con una extraña vihuela colgando a su espalda y que parecía un juglar. Estaba distraído, revolviendo unos cestos en un tenderete sin reparar en que la comitiva de los cuatro cruzados se acercaba. Supuso que al verlos se apartaría como los otros. Y efectivamente, cuando ya estaban casi a su altura, el juglar levantó la cabeza y, clavando su mirada en Guillermo, hizo un movimiento rápido, pero en lugar de apartarse de su camino, fue hacia él y cruzó golpeándole con toda su fuerza hombro contra hombro.

– ¡Qué diablos! -exclamó Guillermo, que ante la inesperada acometida perdió el equilibrio y se fue hacia atrás, sobre Jean, su escudero, que le seguía.

Este reaccionó presto persiguiendo al insolente, que ya se perdía a paso rápido entre la multitud.

– ¡Detente, bastardo! -gritó Jean al juglar, alcanzándole.

Pero al tocarle la espalda, Hugo de Mataplana adivinó exactamente la posición de su adversario y, girándose rapidísimo, le estrelló en la cara un inesperado puñetazo.

Hugo no aguardó a ver cómo el escudero caía sobre sus compañeros y se puso a correr sorteando a los villanos que se arremolinaban alrededor de los tenderetes.

– ¡A ése! -gritaban los cruzados en su lengua de oíl, mientras corrían tras Hugo-. ¡Cogedle!

Las gentes contemplaban la escena sorprendidas, sin hacer nada para detener al perseguido, que aprovechó su paso por un puesto de venta de huevos para coger un par al vuelo y, frenando en seco unos metros más allá, se giró. El primero fue a estrellarse contra el suelo, pero con el segundo obtuvo blanco en el pómulo de Amaury, que resintió el impacto como si de una pedrada se tratara.

– ¡Fuera los francos! -gritó Hugo en la lengua de oc, antes de reemprender su carrera.

A los gritos, los viandantes se detenían a ver, los vecinos de las casas salían y, al cruzar frente a una taberna, una mujer entrada en carnes se puso a chillar desde la ventana.

– ¡Es Hugo! ¡Es Huget, el juglar! ¡Ayudadle! -y echó sobre los perseguidores el agua de una jarra, y luego la jarra entera, que cayó a los pies de Guillermo.

Hugo aprovechó el desconcierto de sus perseguidores para gritar de nuevo contra los cruzados franceses y la mujer de la ventana repitió su proclama con voz y pulmones de soprano. Aquello tuvo los efectos de una corneta llamando al salto. Varios salieron de la taberna y desde ambos lados de la calle las gentes empezaron a gritar contra los extranjeros lanzándoles todo tipo de objetos y desperdicios.

– Salgamos de aquí lo antes posible -exclamó Amaury de Montfort, cuyo pómulo se hinchaba por momentos.

Y empezaron a abrirse paso a empellones entre unos hombres que de miedosos habían pasado a hostiles y les zarandeaban insultándoles. Guillermo consiguió un poco de espacio en el cerco que se estrechaba y, tirando de su espada, vociferó:

– ¡Dejadnos paso o cortamos cabezas!

El brillo del acero hizo que los más cercanos se apartaran y con sus armas empuñadas se apresuraron hacia la plaza a la búsqueda del apoyo del resto de cruzados que les habían acompañado. Pero en su retirada las gentes les echaban todo tipo de basuras, los perros les perseguían ladrando y los chiquillos corrían detrás chillando alborozados.

– Se arrepentirán de eso -dijo Amaury a sus compañeros.

– Recuerda bien la cara de ese bufón -repuso Guillermo de Montmorency-. Nos volveremos a encontrar y pagará su descaro con sangre.

15
{"b":"87825","o":1}