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– ¿Lo ve, sargento? -saltó el abogado, triunfal-. Está usted intoxicado.

– Me limito a citar lo que dicen los periódicos -repuse, imperturbable.

– La central ha tenido los problemas corrientes en la explotación de cualquier instalación de esta envergadura -aseveró Sobredo-. Todos han sido comunicados a las autoridades competentes en tiempo y forma y debidamente resueltos con arreglo a la legislación aplicable. Tenemos registros y nos someten a inspecciones continuas. No tenemos nada que ocultar.

– Aja. ¿Y afectó alguno de esos problemas al área del señor Soler?

– No -dijo Dávila, categórico-. En toda la historia operativa de la central nadie ha recibido nunca dosis que superaran lo permitido.

Alargamos la conversación con algunas otras preguntas, pero ninguna de ellas nos descubrió mucho más. Al fin nos levantamos y nuestros tres interlocutores nos acompañaron hasta la puerta. Desde allí Chamorro y yo nos quedamos contemplando durante unos segundos la central.

– Si quieren visitarla por dentro, no hay inconveniente -ofreció Sobredo.

– Verían que no es tan siniestra -aseguró el abogado.

– No, muchas gracias -decliné la invitación-. Tenemos trabajo. Pero hay algo que me pica la curiosidad y que no me voy a ir sin preguntarles. La humareda que sale de esas dos chimeneas anchas, ¿qué es?

– No son chimeneas -dijo Dávila, bajando un poco los ojos, como si no quisiera parecer pedante-. Son torres de refrigeración. Sirven para enfriar el agua del circuito abierto. Esa agua absorbe el calor de un circuito cerrado, que recibe a través de un tercer circuito la energía térmica producida en el núcleo del reactor. Resulta un poco enrevesado cuando se cuenta, pero así es como está organizado. Para evitar fugas de radiactividad.

Escuchar a aquel hombre le inundaba a uno de paz. Si era él quien pilotaba la nave, parecía inconcebible que dejaran de tomarse todas las precauciones necesarias. Su falta de retórica, la pulcritud con que se ceñía a lo concreto, hasta el austero afecto que parecía sentir por aquel peligroso ingenio que manejaba, inspiraban una confianza casi irresistible.

– Entonces, el humo… -dudé aún.

– Agua -declaró, risueño-. Nada más que vapor de agua.

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