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– Buenos días. ¿Qué desean? -preguntó, un tanto retador.

Le di el nombre de nuestro contacto y volvió a la caseta, sin apresurarse. Descolgó el teléfono, esperó un par de segundos, dijo algo, asintió tres o cuatro veces muy seguidas y de pronto se precipitó sobre el botón que levantaba la barrera. Mientras ésta se alzaba, y todavía sin soltar el teléfono, nos hizo atropelladamente ademán de que pasáramos.

También nos recibió un poco aturullado Gonzalo Sobredo, el responsable de relaciones públicas de la central con quien había concertado la entrevista. Nos estaba esperando en la escalinata que había a la puerta de algo que llamaban «recepción de visitantes», un edificio encaramado sobre una loma a unos cuatrocientos metros de la central propiamente dicha. Sobredo era un hombre bien vestido que olía mucho a colonia viril. No pude identificarla, porque no era ninguna de las que quedan al alcance de mi presupuesto.

– Lo siento mucho -se excusó-. No hay manera de que esta gente de seguridad entienda bien las instrucciones.

– No se preocupe -procuré aliviarle-. Esto es una propiedad privada y no traemos ninguna orden judicial. Ni siquiera tienen que dejarnos pasar.

– Por Dios -se horrorizó Sobredo-. Cómo puede decir eso. Siempre estamos encantados de cooperar con ustedes.

El responsable de relaciones públicas nos acompañó a una habitación enorme, que parecía más bien una especie de cine. Había incluso una pantalla al fondo, pero en vez de butacas tenía una mesa larga en el centro. Junto a ella nos esperaban otros dos hombres. Uno llevaba ropa informal, un jersey y pantalón de pana. Ni el jersey ni el pantalón eran baratos, pero le daban un aspecto espontáneo. No podía decirse lo mismo del otro, un treintañero pelirrojo de porte atlético y aire de suficiencia. Vestía una americana oscura de botones dorados, camisa azul cielo y corbata rosa.

– Luis Dávila, jefe de operación, y Raúl Sáenz-Somontes, abogado de la empresa -hizo las presentaciones Sobredo, señalando primero al hombre del jersey y después al lechuguino de la corbata rosa-. El sargento Vilavequia y, disculpe, señorita, pero he olvidado su apellido.

– Chamorro -apuntó mi ayudante, mientras observaba de soslayo al abogado, quien a su vez no le quitaba ojo a ella.

– Vilavequia -repitió el abogado, con delectación, el apellido que erróneamente acababa de adjudicarme Sobredo-. ¿Es usted de origen italiano?

– No -le atajé, tratando de imitar esa mirada entre paralizante y ligeramente homicida que tan bien le sale a Sean Connery.

Una vez que todos hubimos tomado asiento, el de relaciones públicas recobró el control de la situación. Reiteró su bienvenida a la central nuclear, evocó con cierta prolijidad lo mucho y lo bien que su personal había colaborado siempre con las fuerzas del orden, y sin previo aviso procedió a endosarnos un discurso muy elaborado y bastante conmovedor acerca de la luctuosa circunstancia que provocaba nuestra visita. Que si la pérdida de un compañero ejemplar, que si los rasgos escabrosos tan ruinmente aireados, que si la torticera implicación de la central nuclear por la prensa.

– Ya comprenderán que para nosotros este hecho es muy delicado, aparte de doloroso -agregó-. Pero sepan que cuentan con nuestra ayuda, para lo que pueda servir. Nadie desea más que nosotros que se esclarezca la verdad, con el debido respeto a la intimidad de la familia.

Nunca he sabido muy bien cómo reaccionar ante las alocuciones protocolarias, porque ninguno de los dos papeles que he desempeñado en mi vida digamos profesional, ni el de psicólogo desempleado ni el de guardia, requieren mucho de semejante destreza. Aun a riesgo de parecerle un poco grosero a aquella gente, traté de bajar a tierra a toda velocidad:

– Verá, señor Sobredo -dije-. Todo lo que yo sé es que ayer nos encontramos a un hombre muerto en un motel y que ahora nos toca tratar de averiguar quién lo hizo, si es que lo hizo alguien. Para eso hemos de informarnos mínimamente sobre la vida del difunto, y como da la casualidad de que ese hombre trabajaba aquí, les hemos pedido que nos concedan un rato esta mañana para preguntarles un par de cosas al respecto. En cuanto a la central nuclear, no es algo que por ahora nos preocupe particularmente. Por nosotros, como si fuera una fábrica de conservas. O una droguería.

– Pero a pesar de eso que dice, será usted consciente, sargento, de que una central nuclear no es lo mismo que una droguería -observó el abogado.

– A mis efectos, tanto da. Yo no busco ruido informativo, sino hechos. Y sólo me interesan los que me ayuden a entender mejor lo que ha ocurrido.

– Desde luego -intervino Sobredo, sonriendo precariamente-. Le ruego que nos disculpe si en algún momento parecemos hipersensibles. Es la costumbre de andar recibiendo leña todo el día, ya puede hacerse cargo.

– Por lo que a mí respecta, este negocio tiene licencia y funciona con arreglo a la ley -aclaré-. Y si abrigara alguna idea personal sobre el asunto, les aseguro que me la guardaría para mejor ocasión.

– Me sorprendería mucho que fuera usted inmune a la propaganda antinuclear -porfió el abogado-. Hoy cualquiera piensa que somos unos desalmados a los que no les importa arriesgar la vida de la gente para ganar dinero.

Comenzaba a preguntarme para qué habían llevado a aquel imbécil sabiondo a provocarme, y o mucho me equivocaba o lo mismo se preguntaba Sobredo. En cuanto a Dávila, el hombre del jersey, escuchaba aparentemente impasible, pero pude advertir cómo fruncía el ceño de vez en cuando.

– Centrémonos en Trinidad Soler, si no tienen inconveniente -rogué, evitando mirar al abogado-. ¿Cuál era su concepto de él?

Hubo un momento de duda. Al fin, Sobredo hizo un gesto a Dávila, el jefe de operación, y éste tomó la palabra.

– Como persona, de lo mejor que me he encontrado jamás -afirmó, con voz sosegada y rotunda-. Y como profesional, intachable. Tal vez no era un fuera de serie, pero no se puede formar un equipo sólo con supermanes. En mi opinión, vale más un grupo de gente sensata y eficaz. Y él lo era.

– Deduzco de lo que me dice que no imagina que pudiera andar envuelto en alguna cosa extraña -dejé caer.

– No lo imagino en absoluto -confirmó Dávila, sin pestañear.

– Ni había notado en los últimos tiempos ninguna anomalía en su comportamiento. No estaba más apagado, o más alegre, o más susceptible…

– No -rechazó el jefe de operación-. Bueno… Acababa de mudarse y andaba rematando la obra de su casa. Ya sabe, peleando con el arquitecto, el constructor, los albañiles, proveedores diversos. Puede que eso le tuviera un poco más preocupado que de costumbre, pero nada más.

Yo no podía ni soñar lo que era pelear con un arquitecto, porque mi piso, en el dudoso supuesto de que lo hubiera diseñado alguno, ya lo había comprado hecho. Pero ya me figuraba lo molesto que debía de ser para los pudientes tener que bregar con operarios y menestrales.

– Así que acababa de construirse una casa.

– Sí.

– ¿Una casa grande?

– Bueno, sí, normal -vaciló por primera vez Dávila.

– ¿Cuánto es normal?

– Cuatrocientos metros, algo más tal vez.

– ¿De parcela?

– No, construidos.

– Caramba -exclamé, mirando a Chamorro, que compartió mi estupor.

– No me malinterprete -rectificó Dávila, percatándose del traspiés-. Vivo en el mundo y sé que ésa no es una casa que pueda comprarse cualquiera. Pero la verdad es que no tiene nada de extraordinario entre la gente de aquí con la misma categoría que Trinidad. Tenga usted en cuenta que en el pueblo el suelo no es caro. Está a ciento cuarenta kilómetros de Madrid y a seis de una central nuclear. Ya puede suponer que no abundan los compradores.

Es algo que me pasa pocas veces y que quizá no debería pasarme jamás mientras estoy investigando una muerte. Pero aquel Dávila mostraba una franqueza y un sentido común que me gustaban. Me predisponía mucho a su favor aquella forma de razonar, solvente y directa a la vez.

– ¿Sería entonces correcto decir que Trinidad Soler no vivía por encima de sus posibilidades? -pregunté, ya que habíamos llegado ahí.

– Si se ha informado, sabrá que tenía un BMW, y además la casa nueva, y el piso en el que vivía antes en Guadalajara -resumió Dávila, con una tenue sonrisa-. Pero debo admitir que todo eso estaba a su alcance.

– No está mal este invento de la energía nuclear -exclamé, sin poder contenerme-. Si pagan así a todos, creo que voy a pedir la baja en el Cuerpo y voy a pedirles que me dejen llevarles la garita de la puerta.

– Se lo debemos a los sindicatos -bromeó azoradamente Sobredo-. Por lo que se fajan al negociar el plus de peligrosidad. Algo bueno tenía que tener que los periódicos estén todo el día asustando con estas centrales. Pero tampoco hay que exagerar. Aquí nadie se hace millonario.

– Lo que me gustaría saber, sargento -intervino de pronto el abogado-, es lo que anda usted persiguiendo. Creía que la víctima era el pobre Trinidad. Parece que buscara meterle a él en la cárcel.

– Señor Sanz… -empecé a decir.

– Sáenz-Somontes.

– Eso, Sáenz. Mi compañera y yo hemos venido aquí esta mañana a pedirles sólo unas informaciones. Si necesitamos consejo sobre cómo llevar adelante una investigación criminal, no dudaremos en recabar su parecer.

– Lo que digo es que no debería olvidar a quién sirve insistió, arrogante.

– Puede estar usted seguro de que no me olvido, señor letrado -respondí, de mala gana-. Por eso no quisiera robarles más tiempo del indispensable. Así que, volviendo al meollo, hay otra cosa que necesitamos que nos expliquen. No terminamos de entender muy bien a qué se dedicaba el difunto.

– Eso de la protección radiológica -apuntó mi ayudante.

Sobredo volvió a invitar con un gesto a Dávila para que contestara.

– Básicamente -dijo el jefe de operación- se trata de cuidar de que el personal que trabaja en zonas expuestas o manipula residuos no reciba dosis de radiación superiores a las autorizadas. Tenemos una serie de sistemas para controlar y prevenir ese riesgo. Trinidad era responsable de esos sistemas.

– Un trabajo cualificado, por lo que veo -aprecié-. Y comprometido.

– Todos aquí lo son -constató Dávila, con naturalidad-. Hacemos funcionar una máquina un poco complicada.

– Ya me voy percatando. Debe de darles muchos quebraderos de cabeza.

– Alguno. Pero por suerte nunca hemos tenido un incidente grave.

– Sin embargo, no es eso lo que decía hoy la prensa.

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