– ¿Por qué, Zaldívar?
– Creí que tendría su teoría también para eso -anotó, con desgana.
– La tengo -admití-. La chica, porque no era nadie. Ochaita, por pura soberbia: un patán que osaba plantarle cara y meterle juicio tras juicio. Sospecho que ya estaba hasta el gorro de recibir citaciones, y a fin de cuentas era más fácil cargárselo a él que sobornar a todos los secretarios judiciales. En cuanto a Trinidad, pudo hacerlo por varios motivos. Si no admite uno, escogeré el que dice Egea. Aunque no disipe todas mis dudas.
– Lamento no poder ayudarle -dijo el detenido, distante-. Tendrá usted que completar su fantasía como Dios le dé a entender. Ya se lo he dicho y es lo que repetiré hasta que me pongan en libertad. Soy inocente.
Zaldívar hizo honor a su aseveración. Cuando le despacharon a la cárcel, poco antes de la medianoche, tras un baldío interrogatorio y un desagradable careo con Egea, seguía proclamando su inocencia y amenazándonos a todos. Eso sí, sin perder su sonrisa. Aunque le considerase un canalla, la entereza no podía negársela. Ni eso, ni su recalcitrante estilo.