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– ¿Acusado de qué?

– De asesinato.

– Dios mío -observó Zaldívar, sonriendo-. ¿Y por eso vienen con toda la Brigada Paracaidista? Eh, oiga, dígales que no rompan nada.

Uno de los nuestros acababa de abrir de una patada la puerta de atrás de la casa. En compañía de otros tres entró a inspeccionar el interior. Me acerqué a Zaldívar y le puse las esposas. León se dejó hacer, sin ofrecer resistencia, pero mientras le apresaba las muñecas preguntó, sardónico:

– ¿Cree que esto es verdaderamente necesario, o es que le sirve para dar salida a algún bajo instinto? Por cierto, ¿qué le ha pasado en la cara?

– Su chico se puso nervioso -respondí-. Y como no sé si usted también se va a poner, prefiero tomar precauciones. Por el bien de ambos.

– ¿Mi chico? -se hizo el sorprendido.

– Egea -aclaró Chamorro, pasándose la mano por las costillas.

– Hombre, Laura -la reconoció-. Me alegra mucho verte. Fue una cena muy divertida. Aunque todavía sigo esperando tu llamada.

– Ya supongo que se lo pasó bomba -dijo Chamorro, escocida-. Sáquele partido al recuerdo, porque no pienso divertirle más.

– No te entiendo, Laura -protestó Zaldívar-. Soy yo el que debería estar enfadado. Me tomaste el pelo como a un chino. O lo que es peor, como a un pobre viejo verde que se hace demasiadas ilusiones.

– Ya lo veo.

En ese momento salieron los hombres que habían entrado en la casa, con dos mujeres del servicio y con Patricia, que se revolvía contra el agente que se veía obligado a empujarla para que avanzara hacia el jardín:

– No me toques, mastuerzo.

– La casa está limpia -declaró uno de los nuestros.

Entre León y su hija, una vez que estuvieron lo bastante cerca, hubo un significativo intercambio de miradas. Pero ella no hizo ningún comentario, y él se limitó a guiñarle un ojo y a informar, tranquilamente:

– Me llevan a la cárcel, creo. No te apures, que están metiendo la pata. Llama a Jesús en seguida y dile a Ramón que se ocupe del resto de las cosas, bajo tu supervisión. Volveré dentro de unos días, dándose muy mal.

Patricia continuó sin decir nada. Ni siquiera asintió.

Decidimos llevarnos con Zaldívar a todos los vigilantes, por resistirse y para que acreditaran su permiso de armas. Al resto del servicio y a Patricia los dejamos allí. La hija de Zaldívar vio desfilar en silencio a todos los detenidos, entre ellos a su padre, y a los guardias que habían entrado a perturbar la quietud de su lujosa residencia familiar. Parecía fijarse, especialmente consternada, en cómo los más desconsiderados de los nuestros machacaban con las botas los macizos de flores o se llevaban por delante los parterres. Yo me quedé el último, y antes de que saliera, me llamó:

– Eh, sargento.

Me volví.

– Espero que esté completamente seguro de lo que está haciendo -advirtió.

– Nadie está completamente seguro de nada -repuse.

– Pese a todo, espero por su bien que usted lo esté. Porque si no, va a acordarse toda su vida de esta tarde. Se lo prometo.

– Habría jurado que no se llevaba muy bien con su padre.

– Eso demuestra que no tiene usted demasiada capacidad para comprender las cosas, y mucha menos para comprender a las mujeres -replicó, desdeñosa-. Mientras tengan a mi padre encerrado, soy el jefe de la casa. Y haré lo que tenga que hacer. Se lo aseguro. Sin reparar en gastos.

– Pues le deseo mucha suerte, señorita -dije, marcando la palabra.

Llamamos al juez y le comunicamos que habíamos llevado la operación a cabo sin contratiempos. Su señoría nos ordenó que condujéramos a los detenidos a su presencia de inmediato. Les hicimos subir a los vehículos y nos pusimos en marcha hacia Guadalajara. A Zaldívar le metimos en nuestro coche. Chamorro se acomodó junto a él en el asiento trasero y yo ocupé el del copiloto. Al volante se sentó el cabo Domingo, un vallecano militante y socarrón. Nada más arrancar, puso la sirena a todo trapo.

– Me encanta hacer ruido en un barrio como éste. Aunque sea por una vez, que se jodan. Para que luego, digan que la chusma vive en Vallecas.

Zaldívar permanecía callado, con la vista al frente. Tenía las manos entrecruzadas sobre las rodillas y parecía secretamente regocijado. Mi orgullo me movía a no dirigirle la palabra, pero no pude resistir la tentación.

– No se le ve muy afectado -dije.

– Todos los días se cometen miles de errores garrafales -respondió, impávido-. Alguna vez te tiene que tocar a ti ser la víctima de uno. Estoy tratando de afrontar la experiencia de un modo constructivo.

– No estamos cometiendo ningún error -traté de desengañarle-. Su ejecutor Egea ha confesado todo. Se pilló los dedos tontamente y parece que no le apetece mucho sentarse solo delante del jurado.

– Ah -observó Zaldívar, como si cayera en la cuenta-, éste es de los delitos que juzgan con jurado. Por eso se le ve disfrutar de ese modo. El millonario frente al populacho. Realmente es usted un hombre elemental, sargento. Pero suponiendo que lleguen a procesarme, lo que ya es mucho suponer, tendré un abogado que se ocupará de demostrar en el juicio que no hay ninguna prueba concluyente. Y el juez les dirá a esos humildes y probos ciudadanos que sólo deben condenarme si no tienen ningún género de duda de que yo soy responsable del crimen. La gente modesta es tan toscamente honrada como usted, y en este país no hay costumbre de ser jurado, ni mucha afición. No le digo que no sientan ganas de empitonarme. Por descontado. Lo que le digo es que les asustarán los remordimientos y me dejarán ir.

– No comparto su gusto por la futurología -dije-. Esperaré a ver qué pasa. Pero si le vale un consejo, no sea tan triunfalista. Hemos tardado unos pocos meses en cerrar esta investigación, como puede comprobar. No hemos estado cruzados de brazos durante todo ese tiempo.

Zaldívar acentuó aún más su indestructible sonrisa. Ahora era indulgente.

– Me fascinará saber lo que les han dado de sí todos esos meses -aseguró-. Aunque me apuesto cien millones a que no han desentrañado lo único que podría vincularme, intelectualmente, con la muerte de Trinidad Soler.

– Lo siento, pero le consta que no puedo cubrir una apuesta de ese importe -decliné su insultante ofrecimiento.

– No se preocupe. Se lo contaré gratis, como parte de mi labor social. Sí, no ponga esa cara, he dicho que voy a contárselo. No me importa hacerlo porque sé que no va a saber cómo utilizarlo. ¿Ha leído a De Quincey, sargento? -preguntó, con un brillo malicioso en la mirada.

No podía creer lo que oía. Aquel tipo estaba loco de remate o no se había enterado todavía de que le llevaban esposado, camino del juez que iba a mandarle a prisión. Opté por seguirle cautamente la corriente:

– Nunca me había tropezado con un delincuente tan preocupado por mis lecturas, señor Zaldívar. Tampoco con nadie tan asquerosamente pedante. Imagino que me supone incapaz de ello, pero si se refiere a Del asesinato considerado como una de las bellas artes, sí lo he leído.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué le pareció?

– Una simpática pamplina, incapaz de escandalizar a nadie a estas alturas. En mi trabajo no recurro demasiado a sus enseñanzas.

– Lo subestima, sin duda -me afeó Zaldívar-. Si le hubiera prestado atención, habría observado que el asesinato de Trinidad, tal y como me lo imputa, se ajusta al milímetro a uno de los modelos de perfección propuestos por De Quincey. Primero por la víctima, que reúne los cuatro requisitos: un buen hombre, poco notorio, todavía joven y con hijos pequeños. Y después por el procedimiento: a través de persona o personas interpuestas, como el gran maestro del asesinato clásico, el Viejo de la Montaña. Porque supongo que no pretenderán sostener que lo hice personalmente.

– ¿A cuánto nos condenarían por tirar a este indeseable en marcha? -consultó Chamorro, señalándole con el pulgar izquierdo.

– Si queréis derrapo por su lado y lo empotro contra una farola -propuso Domingo, casual-. Echamos aceite en la calzada y es un accidente.

Sostuve la mirada de Zaldívar. Sus seductores ojos de color almendra, que debían de haberlo sido más en el pasado, me observaban fijamente.

– Veo que no recuerda muy bien el libro -dije, sin perder la compostura-. De Quincey censura el envenenamiento y ensalza la violencia física frontal. Veneno usaron contra Trinidad Soler, y también contra el pobre Ochaita; bastante sofisticado, pero veneno era, en definitiva. Y a la chica la liquidaron de la forma menos frontal posible. Por si eso fuera poco, incurrieron en nocturnidad, lo que su admirado autor considera una vulgaridad reprobable. La verdad, no creo que mereciera usted su felicitación.

Esta vez Zaldívar no contestó sobre la marcha. Asintió casi imperceptiblemente y su mueca arrogante se convirtió en una especie de rictus.

– No es usted tan imbécil como parece -apreció-. Por lo menos tiene memoria para retener las ideas ingeniosas de otros. Eso hace menos decepcionante este enojoso episodio, se lo confieso. Así que no es sólo por Trinidad. Veo que me imputa también una muerte natural, que a juzgar por su enigmática descripción debí provocar mediante un ritual vudú o algo semejante. Y para redondear, una chica. ¿Puedo saber quién?

– Es un poco tarde, señor Zaldívar -avisé, sin entusiasmo-. Hoy no venimos a divertirle, como le dijo antes mi compañera. Está todo destapado, incluyendo su trama en el juzgado y hasta su intento de embrollar el caso al principio, sirviéndose de uno de sus periódicos. Una maniobra inútil y que ahora le resultará comprometedora, como muchas otras cosas.

– No estoy en absoluto de acuerdo -dijo Zaldívar, meneando la cabeza-. Necesitarán algo más que unos indicios interpretados tortuosamente y la confesión de un hombre ansioso de atenuar sus culpas. Ahora le hablo en serio, sargento. Como De Quincey, cuya finalidad moral veo que le pasó por entero desapercibida, estoy convencido de la radical incorrección del asesinato. Y Trinidad Soler era mi amigo, y de lo demás no sé nada.

Traté de averiguar si lo que había en su semblante era un gesto compungido, o severo, o el más sutil de los sarcasmos. Ni sus labios rectos ni su mirada vacía arrojaban luz alguna sobre el particular. Hacía rato ya que avanzábamos por la autopista, camino de Guadalajara. Tras la espalda de Zaldívar, a quien me costaba un poco mirar desde el asiento delantero, se desataba el brusco espectáculo de un atardecer de octubre. Cuando se viene encima la oscuridad, se tiende más a evocar a los muertos. Me acordé de los tres, del insondable Trinidad, de la tierna Irina, del irascible Ochaita. Y en su nombre, aunque fuera una debilidad sentimental, formulé la pregunta:

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