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Le di las gracias al inspector por su colaboración, y por si acaso le dije que no descartaba volver a consultarle en el futuro.

– Encantado de serle útil a la Benemérita -proclamó, socarrón-. Será por eso de que sois militares. Siempre me parecéis gente formal.

Llamamos al número de teléfono que había en el folleto y después de un par de vicisitudes me encontré hablando con una voz de acento extranjero que aceptó ser Nadia. Mencioné a Zavala y la voz se ablandó en el acto:

– Ah. Viniendo de Lucho, lo que quieras.

Se avino a recibirnos. Nos dio una dirección de la zona noble de la Castellana y allí nos dirigimos, en medio del atasco del lunes por la tarde, que todavía no llegaba a ser un caos completo porque la lluvia seguía prendida de las nubes, sin resolverse a caer sobre los atemorizados viandantes. El edificio era lujoso y además había sido remozado recientemente. El portero nos vio pasar con esa cara de hastío y ese rencor indefinido de todos los porteros, pero no intentó interceptarnos. Llegamos hasta el ascensor y pulsamos el botón del octavo. En el piso sólo había dos puertas. Llamamos al A.

La puerta nos la abrió una mujer de unos treinta años, de mediana estatura. Llevaba el pelo teñido de color cobre y doscientas mil pesetas de ropa encima, a juzgar por la caída del tejido. Preguntamos por Nadia.

– ¿De parte de quién? -consultó, con acento sudamericano.

Rubén Bevilacqua.

– Qué bonito nombre. ¿Es auténtico?

– Claro que no.

La mujer sonrió gentilmente y nos hizo pasar a una salita de espera. Al cabo de medio minuto volvió y nos indicó que la acompañáramos. Recorrimos un pasillo larguísimo, por el que deduje que aquel piso no tenía menos de trescientos o cuatrocientos metros. Al fin desembocamos en una gran habitación revestida de madera y dispuesta como un despacho. Tras la mesa, de pie, aguardaba una mujer de alrededor de treinta y cinco años. Medía uno ochenta, era o se había teñido de rubia; y cuando pude distinguirlos vi que sus ojos eran de un delicado color lila. Por un momento me acordé de Zavala y no tuve más remedio que reconocerle la ocurrencia.

– Señor Bevilacqua -susurró impecablemente su voz extranjera.

Le presenté a Chamorro. Nadia estrechó su mano con sus dedos largos y acariciantes, mientras la examinaba de arriba abajo.

Tomamos asiento frente a ella. Me fijé en las pulseras de oro macizo, la camisa de seda, las mejillas tapizadas de un polvo finísimo. Ya no era una jovencita, se notaba en el contorno de sus ojos o las comisuras de su boca, pero en sustitución de la frescura perdida ostentaba un sosegado esplendor. Y nadie habría dicho que salía perjudicada con el cambio.

– ¿Cómo sigue mi buen amigo Lucho? -preguntó en seguida.

– Bien. Le manda saludos.

– Ya dudo que me mande eso, el muy sinvergüenza -se mofó.

Consideré que saldría perdiendo si me enredaba en aquella clase de insinuaciones, de modo que decidí abordar directamente la cuestión.

– Verá, buscamos a una mujer.

– Ah, muy bien. En ese caso, han venido al lugar adecuado.

– Una chica de poco más de veinte años. Muy alta. Rubia. Ojos azules.

– No es usted muy original, Rubén. ¿Eh, Virginia?

Chamorro sonrió, un poco forzadamente, o eso quise creer.

– Podría ser rusa, o de otro país del Este -añadí-. Y hace una semana, en Guadalajara, se le quedó un hombre muerto entre las manos.

Nadia despegó la espalda de su sillón de cuero y dejó fugazmente que un mohín lúgubre torciera sus labios y le arrugara la nariz.

– No hay nada contra ella -me apresuré a decir-. Según todos los indicios fue un accidente. Se trata únicamente de contar con su testimonio para cerrar el caso. Simple rutina. No tiene nada que temer.

– No parecéis policías -observó Nadia, algo desorientada.

– Somos guardias -confesé-. Guardias civiles.

– Ya me extrañaba. Demasiado… ¿Cómo se dice? Tiesos.

– Bueno, eso depende de la gente con la que haya que tratar. Si hace falta, podemos parecer un dúo punk -aseguré, para aliviar la tensión.

– De todos modos, es igual -logró relajarse-. Si os envía Lucho es que sois gente de confianza y yo estoy encantada de atenderos. Una rusa, dices. Bueno, yo soy rusa, sin ir más lejos, y tengo a algunas chicas que también vienen de allí. De poco más de veinte años hay alguna, y también alta y con los ojos azules. Pero si una de mis chicas hubiera tenido un incidente así lo sabría. Además, Guadalajara no es un lugar que trabajemos mucho.

– No estoy sugiriendo que sea alguna de las suyas -aclaré-. Tal vez ha oído algo, o alguna de ellas lo ha oído. Se me ocurre que a lo mejor se juntan en algún sitio con otra gente de su tierra, y que quizá allí… Nadia sonrió malévolamente.

– Algunos se juntan en la iglesia ortodoxa, una vez por semana. Pero nosotras solemos faltar. De todas formas, ¿estás seguro de que era rusa?

– No.

– Vete a saber, entonces -se desentendió-. Si hubieras venido a preguntarme esto en el 91, cuando yo llegué aquí, habría sido más fácil. Entonces los del otro lado nos contábamos por decenas, si llegaba. Ahora hay miles de bellezas eslavas repartidas por toda Europa, buscando Eldorado.

– Ya -asentí, con desazón-. Pues es una lástima que Eldorado no exista.

– Por eso lo llamo así.

– Sin embargo, a usted parece haberle ido bien.

– Yo no he ido detrás de ningún espejismo. Trabajé mucho, invertí bien el dinero que ganaba y aproveché mi experiencia para montar un buen negocio. Nunca aspiré a salir en las revistas, que es lo que sueñan muchas idiotas cuando descubren que tienen un cuerpo que llama la atención a la gente. Por eso estoy aquí, y no colgada en alguna pensión de mierda.

Su acento era fuerte, pero Nadia, en coherencia con la aparente firmeza de sus convicciones, había aprovechado los años que llevaba en Madrid para armarse con un castellano contundente y versátil. Unido al resto de sus recursos, la convertía en una interlocutora temible.

– Si suele traer a chicas de allí -intervino Chamorro-, al menos podrá decirnos en qué otros sitios podríamos buscar.

– No lo creas, querida -dijo-. Yo traigo a las mías, y mis quebraderos de cabeza me cuesta. En lo que hacen otros, procuro no meterme. De todos modos, hay muchas posibilidades. Algunas llegan por su cuenta, otras vienen como estudiantes, o contratadas por agencias de azafatas o de modelos. Cada día se inventan más formas de explotar el filón. La carne joven es una mercancía siempre rentable. Hoy nadie se resigna a envejecer, y muchos están dispuestos a comprar cara su ilusión de novedad.

Ya empezaba a tener una mala sensación con aquel caso. Todas las vías que íbamos abriendo, tan penosamente, se cerraban en seguida o se perdían en una nebulosa que desanimaba a seguir. No quise aceptar que nuestra visita a la bellísima Nadia hubiera sido otra pérdida de tiempo, así que procuré cerrarla con algo que pudiera sugerir una continuación.

– A pesar de todo -le rogué-, le estaríamos muy agradecidos si nos hiciera saber cualquier rumor que pudiera llegar a sus oídos.

– Oídos tengo -aceptó Nadia, con dulzura-, y si algo me llega se lo diré.

Nadia sólo nos acompañó hasta la puerta de su despacho, lo que en parte agradecí, porque no era cómodo mantener todo el rato la nuca doblada para poder mirarla a la cara. Antes de separarnos, se dirigió a Virginia:

– Supongo que no te importará mucho, y a lo mejor haces bien. Pero si alguna vez cambias de idea, creo que te desaprovechas. Tienes los rasgos un poco duros y se nota que has hecho algún ejercicio físico inadecuado. Pero las dos cosas se pueden suavizar, si se sabe cómo.

Chamorro primero se sonrojó, pero inmediatamente se esforzó por rehacerse. Nadia la había picado con su comentario.

– Guardaré su teléfono, por si las moscas -dijo, afectando un aire desvalido-. De momento no tengo demasiados gastos.

– Una ventaja, si te dura -juzgó Nadia, con expresión nostálgica.

Mientras desandábamos el pasillo en dirección al vestíbulo, de una de las habitaciones laterales salió una deidad de unos diecinueve años. Vestía un albornoz y llevaba una toalla arrollada en la cabeza. La piel de su rostro, sin pizca de maquillaje, era tan clara que casi la atravesaba la luz. Nos observó con unos ojos grises enormes, murmuró algo en una lengua ininteligible y volvió a desaparecer tras la puerta por la que había asomado.

Cuando estuvimos de nuevo en el ascensor, después de despedirnos de la sudamericana del pelo cobrizo, le dije a Chamorro:

– En adelante habrá que olvidar que esto existe. Será lo más saludable.

– No sé si tengo los mismos motivos, pero estoy de acuerdo -repuso.

Fueron pasando los días. Hicimos algún otro movimiento, sin mucha fe, y nos mantuvimos en contacto constante con Marchena, por si sonaba la flauta. Nada dio el menor fruto. Cuando Pereira terminó por reclamarnos un informe para remitírselo al juez, no pudimos hacer otra cosa que asumir una conjetura que descartaba cualquier hecho delictivo y proponer el archivo del caso. El juez aprobó sin rechistar nuestra propuesta.

Un soleado mediodía de abril, cumpliendo nuestro deber, cogimos un coche patrulla y nos fuimos a ver a Blanca Díez. Durante el trayecto, ni Chamorro ni yo estuvimos demasiado locuaces. Los dos compartíamos la misma frustración, el mismo desasosiego, la misma inapetencia.

La viuda nos recibió con una helada cortesía. No dejó de indicar que la habíamos interrumpido en mitad de una traducción urgente, por si eso nos apremiaba a abreviar nuestra estancia, quizá. Respecto de la otra vez, advertí algunas diferencias. Llevaba gafas y lucía una camisa holgada, que permitía, entre otras cosas, apreciar su airoso cuello. También noté una ausencia significativa: no tuvo que protegernos de ningún rottweiler.

Nos hizo pasar al mismo salón, que ahora daba a un valle esplendoroso, inundado por el sol. Allí reproduje para ella, procurando ahorrarle la rigidez del lenguaje forense, el contenido del informe que habíamos elevado a la autoridad judicial. Blanca Díez escuchó impasible, sin interrumpirme. Cuando acabé, apoyó un codo sobre el sofá en el que estaba sentada y volvió la cara hacia el ventanal. Se quedó así, ensimismada, durante más tiempo del que Chamorro y yo habríamos querido tener que aguantar inmóviles, con la teresiana en la mano, sentados en el borde de nuestros asientos.

– Muy bien, sargento -dijo al fin, sin mirarme-. Supongo que han hecho todo lo que han podido. Si eso es lo que creen, eso será lo que crea yo.

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