– ¿Y qué estás celebrando?
– Pues qué va a ser, pareces tonto. Que ya no va a haber más golpes. Papá ya no va a pegar más ni a mamá ni a Antoñito.
Rojas le volvió a mirar, pensando que por momentos se desmoronaba el caso sólidamente construido por el sargento Arjona. Antoñito, un hombre con mentalidad de niño que medía un metro noventa y pesaba ciento veinte kilos, tenía unas manos como palas de excavadora. Para esas manos, manejar un recio garrote era tan fácil como para las del inspector agarrar un palillo.
– Quieres mucho a tu mamá, ¿no es así, Antoñito?
– Sí, mucho, mucho.
– Por eso, cuando viste que tu papá la golpeaba cogiste el garrote y la defendiste. -Se sintió como un canalla al decirle esto, pero ya no podía echarse atrás.
– Sí, eso es lo que hice, aunque mamá se asustó y se echó a llorar -respondió entristecido-. Pero yo lo hice por su bien, ¿sabes? Ella, algunas veces, cuando me echa una bronca, me dice que es por mi bien y yo la creo, porque es una mamá muy buena. Por eso creo que se le pasará el enfado. ¿Tú crees que se le pasará?
– Seguro que sí. Mira, vamos a hacer una cosa. Mamá ha tenido que salir de casa, así que si quieres puedes acompañarme a la del sargento Arjona. ¿Conoces al sargento Arjona?
– Claro que sí -dijo palmoteando feliz-. Es un guardia civil muy raro porque nunca me ha pegado, aunque me suele gastar bromas, pero también me suele dar galletas de chocolate.
– ¡Vamos, vamos pronto! -añadió tirándole de la manga de la chaqueta.
El sargento Arjona cumplió con su obligación soltando a la madre y encarcelando al hijo, pero la mirada con la que despidió al policía era de las que taladraban el alma. ¿Quién era Rojas para interferir en el sacrificio de una madre que había intentado proteger a su hijo inválido? «¡Mierda! -pensó Rojas-, soy policía y mi trabajo es detener a los asesinos, no juzgarlos.» Sí, era policía, pero a veces su trabajo le parecía muy amargo.
Intentando olvidar lo ocurrido puso la radio de su vehículo. Estaban dando las noticias del mediodía y la engolada voz del locutor iba desgranándolas una por una, con la misma entonación para un triunfo deportivo del Athlétic que para un terremoto en Colombia. Sin darle un énfasis especial comentó que la carretera se había vuelto a cobrar, ese fin de semana, la vida de dos ciudadanos vascos.
«Una mujer residente en Bilbao y su hijo de corta edad, que volvían de pasar el fin de semana en Andorra, a donde habían ido a esquiar, fallecieron ayer de madrugada al despeñarse su vehículo por un barranco. Los fallecidos son Nekane Larrondo y su hijo Asier Ferrer. Nekane Larrondo era viuda del periodista recientemente fallecido Andoni Ferrer. Familiares con los que ha podido hablar nuestra redacción manifestaron que la señora Ferrer aún no había superado la trágica muerte de su marido y que quizá eso le quitara concentración a la hora de conducir, ya que la carretera estaba en buen estado y el accidente se produjo al invadir el carril contrario y golpear frontalmente con un camión.»
Cuando a Rojas le felicitaron sus compañeros por el trabajo realizado en Orduña, todos se extrañaron de que los mandara a la mierda mientras se encerraba en su cubículo para preparar el informe.