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– No creo que un asunto sentimental sea para ponerse así -contestó González Caballer-. Si lo que desea es hablar sobre mi hija y su novio no veo la necesidad de que saque la pistola y profiera esas amenazas.

– No ha sido por eso por lo que la he sacado, cerdo.

– Lo sé y le pido disculpas; me he comportado como un sinvergüenza, lo admito. No quiero que lo considere una excusa, pero la tensión que estoy sufriendo me lleva a cometer tonterías imperdonables. Lo siento y le ruego, por favor, que guarde su arma. No la va a necesitar.

– De acuerdo -dijo Miren guardándola de nuevo en la mochila abierta, a su alcance como medida de precaución-, pero a cambio de eso me tendrá que explicar, con pelos y señales, todo lo que ha ocurrido con su hija desde el día en que no acudió a su cita con Carlos Arróniz.

– Así lo haré -contestó sonriente González Caballer, que no había dejado en ningún momento, desde que reinició su conversación con Miren, de juguetear con un pisapapeles que tenía sobre la mesa-, aunque quizá debamos posponerlo para otra ocasión más favorable.

– No, será ahora -contestó, airada, Miren.

– Me temo que no, señorita, y si no está de acuerdo vuélvase y mire hacia atrás.

Miren obedeció cautamente la sugerencia de su interlocutor y pudo ver cómo detrás de ella se encontraba el hombre que la había recibido en la entrada de la vivienda. Se había introducido tan sigilosamente en la estancia que no se había percatado de su presencia. Posiblemente, pensó utilizando su experiencia en sistemas de seguridad, el maldito pisapapeles contenía algún dispositivo capaz de avisar al empleado de que había alguna emergencia grave. Esto último lo deducía del hecho de que el nuevo inquilino del despacho llevara en sus manos una pistola.

– ¿Qué hago con ella, jefe? -preguntó.

– Échala -fue la última palabra que Miren oyó decir, antes de que un golpe dado en la cabeza con la pistola le hiciera perder el conocimiento.

Dos días después, Iñaki Artetxe ocupaba toda la tarde practicando un exhaustivo seguimiento de Andrés Ramírez, que así se llamaba el chófer de González Caballer. Debía de ser su día libre, pues prácticamente durante casi todo el tiempo estuvo con un amigo rubio, de aspecto nórdico, dedicándose al copeo en la zona de Telesforo de Aranzadi y Galerías Urkijo.

Cuando el vigilado se despidió de su acompañante ya había anochecido, cosa que favorecía los planes de Artetxe, consistentes, básicamente, en devolver golpe por golpe, corregidas y aumentadas, las palizas que había propinado a su cliente y a Miren, sobre todo a Miren. Antes de ser expulsada de la casa, el chófer se había regodeado en el castigo, aunque ninguna de las heridas recibidas era irreversible ni dejaría secuelas. Parecía claro que el supuesto chófer era un auténtico profesional, y no del volante precisamente. Artetxe sabía que no era ése el mejor modo de actuación, pero no podía evitar sus sentimientos ni sus ganas de darle caña al cuerpo.

La ocasión surgió al cruzar junto a un solar en obras en la calle Euskalduna, que a esas horas se encontraba totalmente despoblada. Artetxe se colocó justo detrás de su objetivo y le puso una pistola en la nuca, al tiempo que en susurros le apercibía para que no se moviera. Le cacheó a conciencia, encontró otra pistola y una navaja que se guardó, y le obligó a entrar en el solar. Una vez dentro le golpeó con la culata del arma en la cabeza, haciéndole retorcerse de dolor y enviándole de bruces contra el suelo, y le pateó sin ningún tipo de escrúpulos hasta que comprobó que empezaba a sangrar por la nariz y por la boca. No había igualdad de condiciones entre los dos, pero eso no le importaba para nada a Artetxe. Él no era ninguno de esos falsos héroes de película que se despojan de sus armas y renuncian a su ventaja para enfrentarse al «malo» noblemente, en equilibrada lid. En las películas los «buenos» acostumbran ganar porque tienen al guionista de su parte, pero en la vida real cada uno tiene que hacerse su propio guión. Y en el de Artetxe no entraba la posibilidad de dar facilidades a su contrincante.

Con sus propias manos izó a Andrés Ramírez. Después de haberse desahogado, se serenó e inició el interrogatorio.

– ¿Dónde está Begoña, cabrón? -le espetó con la pistola en la mano, con la intención de mantener su ventaja y el desconcierto en su interlocutor.

– ¿De qué Begoña me hablas? -respondió entrecortadamente, apenas con un hilillo de voz-. No entiendo qué es lo que quieres.

– Te estoy preguntando por la hija de tu patrón.

– No sé dónde está, juro que no lo sé. Es la verdad. ¿Sólo para saber eso me has montado este show? -contestó con una mezcla de estupefacción y duda, de la que no se hallaba exento el odio naciente.

– Por eso sólo, no. Ayer golpeaste a una amiga mía que fue a casa de tu patrón a preguntar por su hija, y a mí no me gusta nada que golpeen a mis amigas; no lo considero precisamente un síntoma de buena educación.

– Me limitaba a cumplir órdenes. Además, había apuntado con una pistola al jefe; no me quedaba más remedio que intervenir y, después de todo, no le hice mucho daño.

– Si apuntaba con una pistola a tu jefe sus razones tendría y, por lo demás, en lo que a mí respecta estamos en paz. Tú cumplías órdenes de tu jefe y yo cumplo las mías propias para demostrarte que nadie golpea a mis amistades impunemente. ¿Está claro o continuamos?

– Está claro -contestó el chófer.

– En ese caso te voy a soltar, pero me llevo tu cacharrería por precaución ya que no me pareces muy de fiar. Te la devolveré mañana por la tarde, porque mañana -dijo recalcando las palabras- seré yo, y no mi amiga, quien visite al señor González Caballer. Díselo a tu jefe.

– Su desfachatez no tiene límites. Le da una paliza brutal a mi chófer y después de eso se presenta ante mí, como quien no ha roto un plato en su vida, para hablar conmigo. Creo que me debe una explicación.

– Yo no le debo nada a usted. Será al revés, en todo caso. ¿O me equivoco y no estoy hablando con la persona que hace unos días intentó abusar de una joven que se hallaba sentada en el mismo lugar en el que me siento yo ahora?

Iñaki Artetxe se hallaba en el despacho de González Caballer, hablando con el propietario de la casa. Su sistema para conseguir citas no era muy normal, pero había funcionado.

– Sí, es usted quien debiera darme una explicación -repitió.

– ¿Qué dice? ¿Yo, darle una explicación? Está usted loco.

– Bueno, no voy a enfadarme por eso. Incluso pudiera usted tener razón. Ya se sabe que los niños y los locos suelen decir la verdad. Es cierto que ayer golpeé con ganas a su chófer, pero es mucho más cierto que se lo tenía merecido, aunque quizá fuera usted quien más se lo mereciera por ser quien dio las órdenes y quien previamente había intentado violarla. Así que no va a tener más remedio que aguantarme. Es lo mínimo que me debe.

González Caballer miraba fijamente a Artetxe mientras jugueteaba con un lapicero. Era hombre acostumbrado a mandar y a dominar las situaciones, por lo que durante breves segundos se produjo un silencioso enfrentamiento entre dos fuertes voluntades, siendo por fin el anfitrión quien pronunció la siguiente frase.

– Le escucho.

– Hace tan sólo dos semanas mi cliente, Carlos Arróniz, vino aquí porque quería tener noticias de la joven con la que pensaba casarse, y lo único que consiguió fueron insultos y una serie de golpes propinados por su chófer, su matón sería más adecuado decir. Hace tres días la historia se repitió, esta vez con una colaboradora mía de protagonista. Hoy he venido yo y la historia no volverá a repetirse o, por lo menos, ése es mi deseo y consejo. No me gusta que golpeen a mis clientes ni a mis colaboradores; es malo para el negocio porque genera cierta desmoralización, ¿comprende?

– Parece ser que Andrés encontró la horma de su zapato.

– Tómeselo como quiera. Por supuesto, él podría denunciarme, pero usted sabe que ése no es un buen camino.

– Así es. De todos modos, aunque su relato me parece muy interesante, le ruego que entre en materia ya que me imagino que el motivo de su visita no es explicarme por qué agredió ayer a mi empleado.

– Por supuesto que no, aunque hay una relación evidente. Un hombre viene a ver a su novia y acaba de mala manera. Lo mismo le ocurre a una investigadora que aparece unos días más tarde. No es una situación normal, ¿de qué tiene miedo usted?

– ¿Por qué habría de tener yo miedo? -respondió González Caballer mientras partía en dos trozos el lápiz con el que había estado jugueteando-. Creo que esta vez se ha apresurado en su juicio.

– Quizá, pero no deja de ser raro que las dos veces que alguien ha venido aquí preguntando por su hija usted haya perdido los estribos hasta el punto de verse obligado a usar métodos violentos.

González Caballer se quedó pensativo durante un corto espacio de tiempo que aprovechó para sacar otro lápiz de un portalápices y ponerse a jugar con él de nuevo. Luego, como saliendo de su ensimismamiento, se acercó al mueble-bar y sacando dos copas las llenó, de coñac la suya y de ginebra la que ofreció a Artetxe tras indagar sus preferencias. Como si cumpliera con un antiquísimo ritual entornó los ojos y dio un pequeño trago a la copa. Hecho esto, la depositó suavemente sobre la mesa y observó con ojos vivaces a Artetxe.

– ¿No se le ha ocurrido pensar que no hay nada extraño, que es simplemente cuestión de carácter? Tengo un genio difícil, no voy a negarlo, y me cabreo con facilidad. Es posible que en otra situación este modo de ser me hubiera creado muchas dificultades, pero como soy rico y poderoso todo se me perdona. Lo que en cualquier otra persona se considera intolerable, cuando lo hago yo se despacha con una frase del tipo de «son las cosas de Jaime, ya sabéis cómo es», así que nunca he tenido la necesidad de cambiar. La necesidad ni tampoco las ganas; soy feliz siendo así aunque a los demás les joda. Mire, por lo general odio dar explicaciones a nadie, pero con usted voy a modificar esa arraigada costumbre.

»Usted, señor Artetxe, con toda seguridad habrá oído hablar de mí mucho antes de iniciar su investigación. ¿Quién no ha oído hablar de Jaime González Caballer?, y perdone la petulancia. Además, normalmente se habla mal de mí. Lo sé, no soy tan tonto como para creer que la gente me quiere y me aprecia. Soy millonario, he tenido cargos políticos en la época de Franco, y cuando alguna de mis empresas ha ido mal he echado a la calle a todos los trabajadores que he podido. Los asesores de imagen lo tienen muy jodido conmigo, no me duelen prendas reconocerlo. Resumiendo: tengo enemigos, muchos enemigos, pero eso no me ha impedido vivir feliz y realizando siempre mi sacrosanta voluntad. No está nada mal, pienso yo. Pero no siempre he sido el González Caballer que usted conoce. Yo soy lo que los americanos llaman un self made man, un hombre que se ha hecho a sí mismo. Algunos resentidos que se las dan de irónicos quizá digan que me he hecho a mí mismo pero me he hecho mal. Sinceramente, esas opiniones me la traen floja, hablando en plata. Siempre he hecho lo que quería hacer y he conseguido lo que me propuse conseguir. ¿Sabe usted lo que es pasar hambre? No, por supuesto. Pues yo sí, así que a vivir que son tres días y el que venga detrás que arree, como arreé yo. Tuve que emigrar y trabajar duramente, pero hice fortuna y me casé. Mi mujer murió al mes de nacer mi hija. Una infección postparto que hoy en día no tendría ninguna importancia, pero que entonces era mortal. A pesar de todo he continuado trabajando y luchando, ya no sólo por mí sino por mi hija. Todo lo que tengo algún día estará en sus manos.

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