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Dieciocho

Discutí con mi hermana. Le había pedido ayuda para sacar a papá de la Casa. Nunca pensé que iba a aceptar enseguida, pero tampoco estaba preparado para tanta resistencia.

– Papá está gordo -me dijo Cora-. ¡Es un hombre pesado! No camina.

Era obvio que no íbamos a poder hacerlo solos. Eso ya lo tenía previsto. No bastaba con sobornar a los guardias -suponiendo que fuera posible- o tener a favor a algunas enfermeras. Se necesitaba ayuda desde adentro y desde afuera. Un equipo de gente. Y un vehículo grande en la puerta, una ambulancia o un camión. ¿Adonde llevarlo después? Quizás fuera el momento de reconciliarme con Margot: si es verdad que me importa tan poco, no tengo motivos para mantenerme alejado. Sin necesidad de volver a esforzarme sobre su cuerpo, podríamos ser buenos amigos. A Margot le encantaría ayudarme, sería capaz de inventarle a la situación un aura de romance y aventura para compensar mi sentimiento de sórdida tristeza.

Mi hermana, en cambio, insistía en devolverme a una realidad que me interesaba poco.

– Sacarlo es fácil, una pavada -decía Cora.

Ni siquiera eso era cierto: ella no había visto la decisión con que la gerenta empuñaba la pistola.

– Ya pensé mil maneras de trasladarlo. Pero después, ¿qué haces con él? -seguía mi hermana-, ¿Cómo vas a darle la atención que necesita? Ni para darlo vuelta en la cama me las arreglo sola.

Tenía razón. El suero, las curaciones. Yo tenía algunas soluciones pero no todas. Su médico secreto había aceptado hacerse cargo, a regañadientes y con miedo. Pero no confiaba en él, podía abandonarnos en cualquier momento, incluso denunciarnos. De golpe entendí que yo había esperado y aun deseado la resistencia de Cora. Necesitaba una excusa para no poner en práctica un plan que no existía, para culpar a otros de mi cobardía de siempre, de mi incapacidad para la acción.

En el edificio suelo encontrarme con Romaris. A los dos nos alivia conversar. Él necesita acostumbrarse a su nueva soledad y yo no puedo hablarle a cualquiera de la situación en que está mi padre, una circunstancia que tantos aceptan con indiferencia o con agrado. En un rasgo de amistad que no esperaba (¿se estará enamorando de mí?, ¿por qué no puedo confiar en su amistad?, ¿acaso me considero tan atractivo, tan deseable para cualquier hombre?) Alberto me ofreció su departamento para lo que fuera. No se lo agradecí. Su oferta de ayuda me obligaba a admitir que mis planes preferían seguir siendo imaginarios.

Tengo más clientes para la famosa fiesta, de la que ya se habla incluso fuera del ambiente de cine: la prensa, adecuadamente alimentada, está echando a rodar fantásticos rumores. Goransky me recomendó a sus amigos no sólo como maquillador sino como persona de confianza. Uno de ellos, pidiéndome extrema discreción, me llamó para trabajar con su padre. Era un hombre demasiado viejo para intentar disimularlo con maquillaje. En esos casos, lo mejor es acentuar los estragos del tiempo hasta extremos ridículos de modo que se haga imposible detectar hasta dónde llega la realidad de su vejez y dónde empieza el artificio.

En este caso, tenía una buena excusa. Los esquimales creían en la existencia de Tornraks, temibles espíritus que sólo los grandes chamanes estaban en condiciones de controlar. Estos Tornraks podían tomar desde las formas más naturales -un témpano, una foca- hasta las más horrendas. El viejo había investigado el tema por lo menos tanto como yo y quería, con muy buen tino, que mi maquillaje lo convirtiera en una momia esquimal, un cadáver conservado en el hielo, animado por un espíritu maligno. Me pareció sensato y posible. En un par de horas llegué a un anticipo adecuado de lo que sería el maquillaje completo. Debajo de tanto horror impostado era imposible detectar cuan viejo era en realidad. El hombre parecía muy satisfecho.

Mientras trabajaba, llevé la conversación al único tema que me estalla en la cabeza en estos días. El viejo me explicó todos los recaudos que había tomado para evitar su internación en una Casa. Confiaba en sus abogados más que en sus hijos, pero era lo bastante inteligente para saber que sin la buena disposición de sus herederos todo podía fallar.

Quiero y extraño a mis hijos, me gustaría tenerlos cerca, pero a veces me alivia la idea de saber que no recaerá sobre ellos la responsabilidad de mi viejo cuerpo deteriorado.

– Los padres son los padres y los hijos son los hijos -me dijo el viejo.

Y aunque desde un punto de vista semántico la frase no tenía sentido, era la más breve y más neta manera de explicar que los padres quieren más a los hijos que los hijos a los padres, por la simple razón de que han sido los responsables de su existencia y después, durante mucho tiempo, de su supervivencia.

– ¿Y si todo falla? -le pregunté.

– Según. Es posible que me adapte a la vida en una Casa. A los viejos nos gusta vivir: mucho más que a los adolescentes. Pero estoy preparado para cambiar de idea.

Me mostró, en el hueco de una muela, la cápsula de cianuro. Ya sabemos que no cualquiera es capaz de usarla y nadie sabe, hasta el instante final, si se atreverá a morderla. Pero sentirla allí, poder tocarla con la lengua, debía ser para él un gran consuelo.

Cuando terminamos, me ofreció una buena suma extra para que estuviera presente en la Fiesta cuidando de su disfraz. Le dije que sin duda estaría allí porque tenía varios clientes. La gente se siente más segura cuando me ve en alguna parte del salón, con todos mis elementos de trabajo. Las fiestas duran muchas horas. La transpiración, la comida, el movimiento hacen su efecto. Esa tarea de mantenimiento es la única parte de mi trabajo que odio -no me gustan las fiestas- y la que mejor me pagan. No lo hago sólo por dinero. Como cualquier artista, quiero que mi obra luzca perfecta delante de su público.

En casa había una llamada de Margot. Tenía un tono gracioso, casi de broma; era su forma de decirme que estaba arrepentida y logró conmoverme. Margot no tiene sentido del humor pero me conoce. Una frase sentimental, un tono de voz al borde del llanto sólo hubieran conseguido fastidiarme. En cambio fui consciente del esfuerzo que debe haber sido para ella pasar por encima de su natural tendencia a la tragedia para dejarme grabada una broma simpática. Voy a devolverle la llamada.

No sé por qué, pero nunca esperé tu voz en el contestador. Tampoco sé qué haría si la tuviera. Guardarla, supongo, para volver a escucharte cuando se me diera la gana. Nunca, en tantos años, me dejaste un mensaje: nunca me diste esa muestra de confianza. Tomabas todas las precauciones. ¿Qué habrá sido de mi amigo desconocido, ese marido tuyo al que cuidabas tanto? La última vez que nos vimos parecías preocupada por él con un grado de responsabilidad que me hizo pensar en los hijos que no tuviste. Me contaste que su reacción a la separación fue tan dolor osa como temías. Tomaba mucho. Aunque tendría que haber pensado en el hombre al que amabas y no en mi secreto compañero de penas, otra vez envidié a tu marido y sentí el golpe de los celos en mitad del pecho, esa súbita contracción de las coronarias que deja sin fuerzas y sin aliento en un primer momento y se vuelve de a poco expansión que alimenta el odio con un desmesurado crecer de la sangre convertida en torrente y después cascada, catarata rugiendo en las arterias del cerebro con una locura parecida al ulular del viento, un sonido real, perfectamente perceptible. Parecías preocupada por él y no por mí y tenías razón, como tantas veces: ya ves que estoy bien, ya ves que sigo viviendo, me las arreglo, puedo pensar en otra cosa.

Otra cosa. Las palabras desesperadas de papá. Sácame de aquí. La voz de mi padre confundiéndose con mi propia voz de chico. Pero yo, entonces, no estaba adentro sino afuera. Porque cuando mi madre lo consideraba necesario para perfeccionar mi educación, me dejaba afuera de casa y cerraba la puerta. Yo tenía cuatro, cinco, seis años y me quedaba hecho un ovillo en el umbral. Lloraba, golpeaba, rogaba: sácame de aquí, decía, en vez de decir déjame entrar. Sácame de aquí, sácame de afuera, sácame de la soledad, del frío, del desamparo, del terror. Sácame de aquí. A partir de cierta edad el castigo dejó de ser eficaz porque yo había adquirido suficiente experiencia como para saber que tarde o temprano papá me abriría la puerta y además aprendí a pedirles ayuda a los vecinos. A Cora, en cambio -quizás pensando que una mujercita siempre corre más peligros en la calle-, mamá la encerraba en el balcón.

¿Mamá? Sólo en la adolescencia empezamos a darnos cuenta de que papá imponía los castigos y mamá los administraba. Papá aparecía siempre salvándonos de una situación que él mismo había ideado. Verse obligada a castigarnos era el castigo que recibía mamá. La influencia de mi padre sobre ella era enorme. Mamá creía que si no obedecía sus órdenes en cuanto a nuestra educación, ella sería la responsable de los hechos terribles que destruirían nuestras vidas. Iríamos a la cárcel, sufriríamos accidentes o mutilaciones, quedaríamos para siempre inválidos, moriríamos si ella no aprendía a controlarnos, a limitarnos, a dominarnos con un sistema de penalidades que él inventaba para nosotros. De chico, yo les tenía terror a los perros y Cora a los insectos. Papá usaba su conocimiento de nuestros miedos para inventar castigos. Se trataba de fortalecer nuestro carácter. Después, mamá tenía que aplicarlos. Y él nos rescataba.

Mamá hablaba poco, se reía poco, nos besaba poco. Mi padre la había persuadido de que era demasiado tonta para decidir nada por sí misma. Durante mucho tiempo nos tuvo convencidos también a nosotros de que era así. Como un herrero que da forma a su obra, martilleaba constantemente sobre la estupidez de mamá, haciéndole notar su ignorancia, sus errores, su timidez, poniéndola en evidencia delante de los demás y también en privado. Papá tenía muchísimos amigos: era un hombre jovial, amistoso, divertido, bromista. Pero muy pocos venían a casa, muy pocos eran amigos de los dos. Cora y yo y mamá misma creíamos en lo que nos decía papá: que sus amistades no tenían interés en frecuentar a una mujer de carácter hosco, siempre malhumorada y silenciosa. Después entendimos hasta qué punto era incómodo para cualquiera soportar la forma en que papá interrumpía cualquier intento de mi madre de intervenir en la conversación para exhibir en público sus errores.

Cuando fui mayor, tuve la sensación de que la única forma que mamá había encontrado, en su enorme debilidad, de enfrentar a mi padre, era convertirse en una especie de peso muerto, un lastre que él debía arrastrar en la vida. Su falta de vitalidad, su amargura, su indiferencia, contrarrestaban constantemente los desbordes de su marido. Si él arrancaba de un tirón el mantel volcando la mesa servida, la comida pero también los vasos, los platos, las botellas, ella se limitaba a levantar todo sin reacciones, sin comentarios, como un robot cuyo mecanismo se pone en marcha automáticamente cada vez que se producen ciertos actos.

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