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Veintitrés

La sensación de ser un fugitivo es extraña, pero no desagradable. Un viento de aventura que rompe la monotonía. Ahora entiendo mejor lo que sentías en nuestros encuentros, esa alegría de fuga controlada que debe provocar la infidelidad en las mujeres. Y el terror, siempre después. A veces tenías pánico de volver a la calle, aunque un taxi te estuviera esperando en la puerta del edificio. Toda la pasión y la alegría feroz que ponías en el sexo se habían desvanecido y no te quedaba más que el miedo: el momento de irte era el peor, fantaseabas con las cámaras de video, como si tu aparición fuera tan atractiva como un accidente o un crimen, como si me llevaras estampado en la cara, en la ropa, en la forma de caminar. Era un crimen para vos y en esos momentos actuabas de modo absurdo, inventabas complejísimas historias para explicar tu presencia a algún imaginario conocido que pudiera reconocerte saliendo de mi casa, como si cada uno de tus gestos, cada uno de tus pasos fuera evidentemente culpable y necesitara ser justificado. No tenías miedo al llegar, cuando acababas de escapar con la inconciencia un poco loca de la felicidad, de la libertad, sino precisamente en el momento en que volvías a sentirte prisionera, en que regresabas a la celda.

Ahora el fugitivo soy yo. ¿O el prisionero? No calculé que los guardias de la Casa llegarían tan rápido a lo de Margot. No me buscaban al azar: estaban investigando mi vida. Romaris llamó para avisarnos; los guardias habían estado en mi edificio, interrogando y atemorizando a los vecinos. Era muy probable que ya hubieran estado con mi hermana. No les costaría mucho dar con la dirección de Margot.

Yo mismo le había dicho a Cora que no hacía falta mantener el secreto más de setenta y dos horas. Ese plazo, calculaba -un cálculo holgado-, era suficiente para que los guardias se encontraran con el cadáver de mi padre y certificaran su defunción ante las autoridades de la Casa, que podrían a su vez informar a los accionistas. Estaban autorizados a ejercer la fuerza necesaria para recuperar a su pupilo, pero una vez muerto, una vez perdido el negocio, ya no tendría objeto ningún tipo de violencia contra mí. El conflicto se reducía a un asunto comercial, y en este terreno no hay venganzas, sobre todo si cuestan dinero. Por otra parte yo podía defenderme física y legalmente: atacarme después de muerto mi padre hubiera sido correr el riesgo de sumar pérdidas sin ninguna perspectiva de ganancia. Todo estaba perfectamente calculado.

El único error era que habían pasado más de tres días y mi padre seguía vivo.

– Vos me trajiste aquí, vos me tendrás que sacar -me dijo, mientras devoraba un sandwich de salame y queso.

Margot lo miraba extasiada, sintiendo que sus cuidados y su ternura lo habían arrancado de la muerte.

Recordé de golpe a la gerenta, su dentadura de vaca, su sonrisa de plástico imitación carey, la inteligencia cruel que se escondía detrás de esa cordialidad de robot. No supe qué hacer con tanto odio. ¿Contra ella? ¿Contra mi padre?

– ¿Preferías haberte quedado ahí? ¿Te gustaba estar con la gerenta, con esa vaca imbécil?

– Una mujer inteligente, enérgica, con autoridad. Lo que ella decía, así se hacía. Gente como ésa admiro yo.

– ¡Preferías haberte quedado allí, con esa bosta! -grité, como un loco.

– Hijo, no me grites, te necesito tanto. Dame la mano, Eni, ¿no ves que me estoy muriendo? -dijo mi padre.

Y yo deseé que así fuera, pero me apretaba los dedos con demasiada fuerza.

– ¿Por qué no se van a lo de tu vecino de abajo? -nos propuso Margot, evitando nombrar a Alberto.

– Los guardias ya estuvieron ahí.

– Por eso mismo. No creo que vuelvan. ¿Cómo van a pensar que Gregorio ya está en condiciones de ser trasladado tan fácilmente de un lugar al otro?

Miré a papá con envidia, con desconfianza: lo miré como siempre. La barba larga, espesa, impecablemente blanca, le daba un aspecto bíblico, fuerte, incluso atractivo. Otra vez tenía el cutis rosado y terso de los hombres gordos. Esperé a que Margot se fuera a la cocina a buscar soda. Por el momento, mientras nos hiciera falta, me convenía mantenerla en estado de éxtasis. Su idea no era mala, después de todo Romaris me había ofrecido su casa. No quería usar el teléfono de Margot para llamarlo: si habían estado en el edificio, podían estar controlando las llamadas. Tendría que sacar a papá y arriesgarme a llamar a mi vecino desde el taxi. El pobre tipo tenía todo el derecho a arrepentirse de una oferta demasiado generosa.

– ¿De veras estuviste quince días sin probar bocado? -le pregunté a papá, asegurándome de que Margot no escuchara.

– Sin probar es un decir -me contestó con una risita-. ¿Te acordás de esa enfermera morocha, la que tenía un lunar peludo? Las feas son las mejores: se ponen tan agradecidas. Me hacía tomar leche a cucharaditas, en secreto. Y alguna otra cosa.

– Vamos a tener que irnos de aquí enseguida. Ahora mismo. ¿Podes caminar? -tenía buenos motivos para pensar que todo era mentira.

– Lamento no estar muerto, hijito. No lo digo por mí, yo estoy contento. Pero soy una carga. Qué bien te vendría estar llorando sobre mi cadáver. No, todavía no puedo caminar. Tantos días de cama me liquidaron los huesos.

– Si llamo a una ambulancia, a un taxi, ¿cómo hacemos para que no te lleven otra vez a la Casa?

– Ernesto. Todo se arregla. ¿Acaso a un hijo mío le falta plata?

– Los ocho mil que me prestaste se me fueron en contratar a la gente que te sacó de la Casa.

– Te presté diez mil -aclaró mi padre-. Los primeros dos mil se te fueron en pagar intereses.

Después me miró moviendo la cabeza, con un desprecio sonriente y compasivo.

– Eni, Eni. Siempre pagando de más. Si un hombre no se casó hasta los cuarenta, ya es difícil que se case, pero el que no hizo plata hasta los cincuenta no la va a hacer nunca más. Llama a mi taxista de siempre y déjame a mí.

Margot nos despidió llorando y le hizo prometer a papá que se comunicaría con ella. Lo sacamos entre los dos, fingiéndonos tres borrachos que se apoyaban unos en otros como hacen en las películas de guerra para rescatar a los prisioneros heridos. En lugar de tratar de pasar desapercibidos, cantábamos a los gritos y nos reíamos con carcajadas escandalosas. Papá tenía bastante fuerza en los brazos como para ayudarnos a arrastrarlo casi en el aire, porque sus piernas no le respondían. La posición erguida le causaba graves molestias, pero seguía negándose a aceptar calmantes: en lugar de exagerarlo, ahora trataba de disimular el dolor. Si en algún momento se le escapaba un quejido lo tapábamos con nuestras voces. Yo cargaba una mochila con las prendas más indispensables. Llamé a Romaris desde el taxi para preguntarle si podíamos ir a su casa pero también para asegurarme de que no hubieran dejado guardias en el edificio.

– No estoy seguro -dudó Romaris.

De golpe parecía asustado, arrepentido. Tenía razón. También tenía una buena idea. Quedamos en encontrarnos en cierta esquina. De taxi a taxi nos pasaría las instrucciones.

– Van a ir a la casa de Sandy Bell. Ya hablé con ella -nos dijo, bajando apenas la ventanilla blindada-. Es muy amigo y un gran tipo.

Me asombró que Romaris pasara confusamente de un sexo al otro hablando del travesti, siempre creí que entre entre ellos tenían una determinación definitiva.

– Qué muchacho tan fino, tu vecino -comentó mi padre con una media sonrisa irónica que expresaba todos los prejuicios de su generación y quizás también de la mía-. ¿Adonde nos manda?

Le hablé de Sandy Bell, el travesti de la tele. Pensé que no lo conocía, pero sabía perfectamente de qué se trataba. Los viejos ven más tele que los chicos. Cuando escuchó que íbamos a un barrio cerrado se puso de buen humor.

– Ni una vez me preguntaste por mamá -le recordé, rencorosamente, mientras el taxista nos llevaba al barrio de Sandy Bell. Romaris le había dado la contraseña para la guardia de la entrada.

– Tu madre está muerta.

– ¡No está muerta! Está loca.

– Loca, muerta, qué diferencia hay. La persona que conocíamos ya no está.

– Querés decir que a vos ya no te sirve para nada, pero ella nos necesita.

– Loca, querido: loca. ¿Te haces problema porque ella te va a extrañar? ¿Te crees que se da cuenta si te ve o no te ve? Para qué pensar pavadas.

– Mamá no está muerta.

– Bueno. Y ya que es así, ¿por qué no me pasas uno de esos sandwiches de aceituna con tomate que nos preparó tu amiga?

Sandy Bell había dado órdenes de que nos dejaran entrar. Nada parecía llamarles la atención a los guardias, debían estar acostumbrados a que Sandy recibiera todo tipo de gente. O quizás ésa era la orden con respecto a todos los invitados que entraban al barrio: cordialidad, indiferencia. El lugar era precioso, una de esas zonas de chalecitos de Belgrano protegida por una barrera de alambre tejido, con las habituales casetas de los guardias. Nunca había estado allí desde que lo cerraron. Algunos chalets habían sido derribados para ampliar los jardines o convertirlos en parques. La población era escasa en comparación con otras zonas de la ciudad, pero con tan buen poder adquisitivo que justificaba la importancia del centro de compras.

Todo lo que rodeaba a Sandy Bell era exageradamente femenino, con ese sentido de caricatura que suelen tener los travestís. Se había hecho construir la casita de la bruja de Hansel y Gretel, con paredes que parecían barras de chocolate. Los adornos en las ventanas, capiteles, celosías, puertas fingían ser golosinas, como si estuvieran hechas de caramelo de distintos colores.

Ella (¿o él?) nos estaba esperando en la puerta con una especie de disfraz de Marilyn al que sólo le faltaban la peluca rubia y el lunar: un deshabillé vaporoso, con más encajes y gasa de lo necesario, las clásicas chinelas de taco alto con grandes moños rosados un poco ajados, un poco sucios.

La casa, por dentro, era previsible: típicamente abarrotada, con ese horror vacui que define el mal gusto femenino, cargada de adornos y adornitos, cromos en las paredes, fundas de encaje con volados en los sillones. Sandy Bell nos dio la bienvenida con una voz todavía más aflautada que la que fingía en la televisión y nos hizo pasar al dormitorio de huéspedes, con empapelado de florcitas tipo liberty, donde papá se desplomó en una cama blanca y rosa, respirando con disgusto el perfume a rosas que impregnaba el aire.

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