Cuando una mujer percibe un descenso inexplicable en la temperatura de su relación con un hombre, acude a los celos. Esto sucede fatalmente y a veces funciona. Sin embargo, ya no estoy tan seguro de que Margot haya organizado esa escena en mi honor: aun para un hombre enamorado, la situación hubiera resultado más ridícula que dolorosa. Hasta una mujer tan poco capaz de matices como Margot hubiera preferido hacerme saber de su relación con otro hombre por medios más sutiles.
¿Dije que nunca había sentido celos de tu marido? Te mentí, por supuesto. A medias. Es cierto que durante largas épocas me las arreglaba para olvidarlo: siempre fui bueno en el arte de ocultar a mi propia conciencia las zonas de la realidad que no me interesa recorrer. Pero cuando por alguna razón su existencia se me hacía intolerablemente real, sentía celos en todos los sentidos posibles. Por ejemplo, en la época en que trabajabas muchas horas por día en una empresa, cumpliendo horario, recuerdo cómo insistías en que nos viéramos los viernes y lo feliz que estabas ese día. "Festejemos juntos" me decías, riéndote. "¡Empieza la libertad!" insistías, hablando del fin de semana. Yo no compartía tu alegría: aducía que mi trabajo me gustaba, que no tenía que cumplir horarios, que los sábados y domingos no eran para mí tan distintos del resto de la semana.
Lo cierto es que me lastimaba esa felicidad con la que entrabas en nuestros únicos días prohibidos: en tantos años de encuentros secretos, nunca estuvimos juntos un fin de semana. Dos días en los que quedabas aislada de mí, encerrada en tu mundo, con tus amigos, con tu casa, con tu marido, con tu vida verdadera de la que yo no tenía nada más que la minúscula visión del ojo de la cerradura. ¿Qué hacías exactamente el sábado, adonde estabas los domingos? Podías contármelo los lunes, si me decidía a preguntártelo, pero muy rara vez podías anticipármelo los viernes: eran días que me resultaba imposible controlar o descifrar en mi imaginación porque pertenecían al mundo sin rutinas del eterno noviazgo adolescente en el que vive una pareja sin hijos. Yo pasaba casi todo el fin de semana con mis chicos, como muchos padres separados: primero niños y después adolescentes, pero siempre obligándome a un cierto grado de planificación, a una rutina querida pero que te hubiera resultado muy fácil controlar.
Nunca quisiste darme el teléfono de tu casa. Para qué, decías: yo te llamo. O me llamas a mi trabajo. Y es cierto que llamabas puntualmente, nunca me hacías esperar, a veces me parecía adivinarte por el sonido del teléfono, los dos sabíamos cuándo estaba llamando el otro, tu voz aparecía ni más ni menos que en el momento mismo en que la deseaba, la imaginaba, la necesitaba, y esa concordancia perfecta de siempre y sobre todo de los lunes me hacía olvidar tu odiosa alegría de los viernes.
Los celos. Alguna vez pensé que podría sacarles provecho. En mi fantasía, imaginarte gozando con otro hombre, con un hombre sin cara, me resultaba, cuando estaba solo, increíblemente excitante. Quise convertirlo en un juego más, otro de tantos, preguntarte y jugar al goce y sufrimiento y a esa forma del deseo mezclado con violencia que sólo engendran los celos. Pero al sacarlo de la fantasía, el hombre sin cara que era parte de tu realidad me volvía loco, me enfurecía, el mal humor terminaba por matar el deseo. ¿Por qué me contestabas esas preguntas que nunca tendría que haberte hecho? ¿Acaso yo quería de verdad saber cuándo te habías acostado por última vez con tu marido? ¿Acaso a mí me interesaba enterarme de los juegos en los que se habían encontrado? ¿Sólo porque te lo preguntaba pensabas que yo tenía ganas de conocer su estilo, su forma de aproximación, sus gestos más personales y privados? ¿Me castigabas contestándome? ¿Te enfurecían mis preguntas y decidías las respuestas con la única intención de torturarme? ¿O te gustaba entrar en el movimiento perverso que yo te proponía, ese ajedrez para idiotas del que me arrepentía inmediatamente después de haberlo empezado y que ya no era capaz de detener? Porque yo no quería enterarme de que habías estado con tu marido esa misma mañana, la noche anterior, quince días o apenas un rato antes de venir a verme, no me interesaba saber si había sido sobre la mesa, contra la pared, en la ducha o en la cama, odiaba que sobre la superficie lisa del hombre sin cara imprimieran tus palabras cualquier conjunto de rasgos que no fuesen los míos. Y vos te complacías en el relato como si lo más atractivo, o peor todavía, lo único atractivo de nuestra relación fuera precisamente el compartirte entre los dos, el dejar a un hombre para encontrarte con otro, el mezclar nuestros olores, nuestro sudor, nuestra saliva, y entonces en vez de hacer brotar en mí, tu relato, esa locura de deseo violento que había imaginado convocar, me enfurruñaba, me aturdía, me enojaba de la peor manera posible, entraba en una suerte de ensimismamiento helado, de indiferencia que sólo me servía para enmascarar el dolor. ¿Te divertía mi pena? Me consolabas casi maternalmente, apoyando mi cabeza entre tus tetas demasiado firmes, esos pechos que nunca sirvieron para alimentar más que a tus amores y deseos, que nunca tuvieron que balancearse cargados de leche rompiendo con su peso las cadenas celulares que los mantenían erguidos.
Tus preguntas eran tan diferentes de las mías. Tenías auténtica curiosidad por saber de mis otras historias y me interrogabas con frecuencia, casi en cada encuentro, como si tuvieras que asegurarte de que tu peso sobre mi vida no la asfixiaba por completo, como si quisieras desligarte de la responsabilidad de haberme enamorado. Hacía poco que me había separado cuando nos conocimos, y aunque yo declamaba la pasión de la libertad debía haber en el fondo de mis palabras una nostalgia tanguera, una necesidad de mujer más allá del sexo y el deseo que vos no podías ni querías satisfacer. El hecho de que yo fingiera una independencia retozona, de que jugara a tratarte como a uno más de mis amores, equilibraba lo desparejo de nuestras vidas, nos hacía bien a los dos.
No fue fácil. Algunas de las historias que te contaba eran ciertas, otras no. Las más ridículas, absurdas o extrañas eran por cierto las que en realidad habían sucedido. En cambio, a la hora de inventar, no me atrevía a crear más que mujeres convencionales, aventuras promedio, con un cuidado por la verosimilitud del que una oyente atenta hubiera debido sospechar. Vos siempre sospechabas -o fingías sospechar- al revés, de las historias verdaderas, y me dabas la oportunidad de abundar en detalles que te convencían y te divertían. Yo no quería hacerte sufrir o quizás quería pero no sabía cómo, todo te resultaba más gracioso, más entretenido de lo que yo me había propuesto, estabas demasiado segura de mí.
Nunca terminaste de creer lo de mi cantante de ópera, por ejemplo, y era verdad. Me fui a trabajar a la mañana mientras ella todavía dormía, pero antes de salir, todavía atontado por el sueño, con esa manía de ex marido bien entrenado, recogí toda la ropa que andaba tirada por ahí, la metí en una bolsa y la llevé conmigo al lavadero. Ella se quedó en mi cama, dormida y desnuda. Desnuda, despierta y furiosa la encontré esa noche, cuando volví a casa muy tarde: me había llevado toda su ropa y cuando quiso ponerse cualquiera de mis prendas para poder salir, se encontró con esa costumbre mía -tantas veces me la reprochaste- de ponerle llave a los placards. Su papel en la ópera era secundario pero muy importante para ella, en esa función la reemplazó una suplente y nunca me lo perdonó. Volvimos a vernos un par de veces pero seguía odiándome.
Cuando inventaba, en cambio, me atenía a oficios clásicos, convencionales, no era capaz de crear personajes más audaces que secretarias, dentistas, abogadas o cajeras de supermercado. Goransky me echó en cara más de una vez mi falta de vuelo para despegarme de situaciones trilladas, como si yo hubiera tratado de engañarlo haciéndole creer que era un brillante e imaginativo tejedor de tramas.
Sobre todo fracasaba siempre en el intento de provocarte ese desasosiego frío que yo obtenía de tus confesiones -¿cómo saber, pensándolo bien, pensándolo ahora, si no eran tan inventadas como las mías?- relatándote los detalles escabrosos, las circunstancias minuciosas de lo que me pasaba o les pasaba a esas supuestas mujeres en la cama. Te hablaba de sus olores, del color o el rizado de sus vellones, los describía ralos o tupidos, comparaba los sonidos que mi supuesto virtuosismo extraía de ellas, las palabras inconexas que aullaban o musitaban en la recta final y no conseguía más que acentuar tu interés, avivar tus preguntas, me pedías que repitiera en tu cuerpo aquello que había hecho o fantaseado en otros, te comportabas exactamente como había planeado comportarme yo en relación con tus respuestas y así volvías a enojarme; apenas podía dominar mi irritación cuando en lugar de pena o deseos de posesión exclusiva no manifestabas más que una especie de repugnante alegría sensual.
No creas que siempre te mentía. Era cierto que tenía otras mujeres, que me gustaban, que gozaba con ellas. Y todas eran para vos. ¿Era ése en realidad el efecto que te producía? ¿O era ése el que habías decidido mostrarme? Mentirse con la mente y con el cuerpo, ¿no es parte del amor? Era cierto, digo, que tenía otras mujeres incluso mientras estabas conmigo: me obligabas a tenerlas. Es cierto que también ahora tengo otras mujeres, pero, ¿cómo probártelo? ¿Cómo probarte, por ejemplo, la existencia de Margot? ¿Cómo probármela a mí mismo?
Dije que no estaba seguro de que Margot hubiera montado esa escena para mí. Ahora sí lo estoy, ahora pienso que esa exhibición de su cuerpo excesivamente maduro, desnudo y triste en los brazos de otro, de un hombre cuya masculinidad difícilmente pudiera hacerme sentir en competencia, fue diseñada a propósito -o sin propósito- para mí.
Margot no es sutil pero tampoco es tonta, tiene que haber percibido mi falta de pasión, lo correcto de mi comportamiento, ese afán por cumplir prolijamente con todos los rituales. Quizás su actuación con Romaris no fue más que un intento de probarme su existencia, cuya realidad en mi conciencia sentía amenazada.
Creo que fracasó. Margot no existe.