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Una vez reducidas las deformaciones más evidentes lo mejor es trabajar con una foto o un video, combinando técnicas de maquillaje con otras que son casi de cirugía estética y que sólo me permito con los cadáveres. En los vivos, a veces, reemplazo el hilo y aguja con pegamentos fuertes que por unas horas sostienen la piel floja en su lugar y me permiten achinar los ojos o marcar los pómulos si se me da la gana.

La foto o el video tengo que conseguirlos enseguida, en cuanto pasan unos días a los parientes les cuesta enfrentar las caras que usaba el muerto para seducir a la cámara. Si se busca una cara ideal, la que el muerto hubiera deseado tener, la máscara que hubiera elegido para presentarse ante el mundo, lo mejor es una foto: la gente que nos conoce bien sabe también cuál era nuestra cara preferida. En cambio, si se busca naturalidad, la mirada de los otros, recuperar a la persona no como hubiera querido verse sino como la veían los demás, prefiero trabajar con un video, unos pocos minutos de la persona en movimiento, tan distinta, por lo general, de la que aparece congelada en la foto. Miro las imágenes una y otra vez hasta que yo mismo termino por conocer profundamente al que fue y, sin necesidad de tenerlo delante, puedo trabajar con el cadáver hasta reconstruir algo parecido a los rasgos vivos.

En este caso, no tardé mucho en preparar el material, reconstruyendo la estructura de la cara original como un pintor que prepara su lienzo antes de aplicar el óleo. La dentadura iba a ser lo más difícil. Guardé el cuerpo otra vez en la heladera y me despedí del encargado, que ya conocía mi método de trabajo.

Volví a casa tratando de imaginar cómo sería mi vida de ahora en adelante: me cuesta suponer un mundo en el que mi padre dependa de mí.

A medida que el ascensor se acercaba al sexto piso, se oía cada vez más fuerte la música de ópera. Brotaba de mi departamento invadiendo el pasillo con una energía incómoda, como el olor violento y asocial de un guiso de repollos. Pensé en el Canal de los Suicidas, en particular en ese programa con premios en que los suicidas o, mejor dicho, sus deudos, compiten con videos caseros de muertes espectaculares: los momentos más esplendorosos suelen acompañarse con música de ópera. O quizás una entrevista del famoso travestí Sandy Bell, capaz de combinar hábilmente el concepto clásico de la cultura con los juegos populares más groseros.

Pero en casa el televisor estaba apagado. La música provenía del equipo de sonido y estaba destinada a acompañar la excelente performance de Margot y mi vecino de abajo, el señor Alberto Romaris, en el suelo, desnudos, intensos.

Me alegré por el pobre hombre, el extremo dolor nos lleva a descubrir en nosotros mismos posibilidades inesperadas, quién sabe si no sería su primera vez con una mujer. Parecía haberse recuperado mucho desde esa mañana. No me escucharon abrir la puerta, pero Romaris me vio y soltó a Margot de golpe, en un acceso de pánico.

Margot me sonrió: ella tenía la llave de mi departamento. Debió haberse encontrado con Romaris al entrar y algo le dio la idea de lucirse en un acto de seducción supremo: era evidente que había organizado el espectáculo sólo para mí.

De todos modos me pareció prudente bajar el volumen.

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