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Veintidós

A las dos de la mañana mi padre todavía no había despertado de su sueño narcótico. Encendí el velador. Margot nos había acomodado en el dormitorio de su hija, que estaba de vacaciones en la costa. En mi desesperada ansiedad, no hubiera tolerado la oscuridad junto a mi padre moribundo. A la luz del velador, los juguetes de la chiquita, rotos y sucios, amontonados en caóticas pilas, hacían pensar en ciertos círculos del infierno. Sin embargo conseguí cerrar los ojos.

Me dormí. Soñé que volaba. De un solo salto tomaba altura y me deslizaba por el aire muy alto, por encima de la ciudad. Era placentero y me colmaba de un orgullo desmedido. En el sueño, yo sabía que volar era muy raro. Sólo yo podía volar entre todos los hombres del mundo, sólo yo en toda la historia de la raza humana. Avanzaba sin esfuerzo, sintiendo el aire en la cara, flotando con una soltura que nunca tuve en el agua. Entonces, sin transición, estábamos en el campo, y había reunido a un grupo de gente conocida para que me viera volar. Yo corría y saltaba tratando de elevarme pero mis saltos eran sólo eso: enormes saltos de veinte o treinta metros de largo que me elevaban considerablemente sobre el suelo. Era inútil que tomara impulso, que corriera a toda velocidad, que me esforzara de muchas maneras. En la vida real, esos saltos desmesurados hubieran sido extraordinarios. En el sueño eran solamente una muestra de que no podía volar. Los espectadores jugaban al poker.

Un grito débil, espantoso, me hizo despertar en mitad del terror, con el corazón a la carrera. Estaba acostado al lado de mi padre en una camita angosta que se guardaba debajo de la otra. Papá había deslizado su cabeza por la almohada hacia mí y acababa de gritar con la boca pegada a mi oído. Si mis recuerdos de infancia no me engañaban, no era la primera vez que me despertaba así. Me senté en la cama de un salto. Mi padre no tenía fuerzas para levantar la cabeza pero parecía esbozar una semisonrisa.

– Tengo sed -dijo, débilmente-. Quiero soda bien fría.

En la Casa me habían dicho que el suero era imprescindible para hidratarlo porque mi padre ya no aceptaba ningún líquido por boca. Corrí a la heladera. No había soda pero encontré un gaseosa abierta.

Empecé a darle el líquido de a cucharaditas. Hacía demasiado tiempo que su estómago no trabajaba normalmente. Tenía miedo de provocarle vómitos. Estirando los labios, papá bebía la gaseosa con un movimiento de absorción, saboreándola, y le pasaba la lengua a la cucharita. Su placer infantil me conmovió: quizás el último de sus placeres.

– No era soda y no estaba fría -me dijo, cuando ya quedaba medio vaso-. ¿Qué es este lugar tan desordenado?

Le expliqué que había conseguido sacarlo de la Casa, que nunca más iba a permitir que lo encerraran para atormentarlo. No estaba seguro de que me hubiera entendido y no quería fastidiarlo con el audífono.

– En ese lugar sí que limpiaban a fondo: brillaba -dijo mi padre.

Miró con desprecio la habitación atestada de juguetes rotos y sucios y cerró los ojos. No estaba dormido ni desmayado, pero parecía sin fuerzas para seguir hablando.

– ¿Te duele? -pregunté, con un egoísmo cruel, feliz de detentar el poder gigantesco de calmarlo, de sacarlo de su agujero de dolor. No me contestó. Probablemente no me había escuchado.

– ¿Querés que te ponga una inyección? -volví a preguntar, en voz muy alta.

– Te escuché, no grites que no estoy sordo. ¿Recién me sacaste y ya me querés mandar a liquidación?

Jadeaba al hablar, como si le faltara el aire; apenas podía sostener el esfuerzo muscular para articular las palabras. Por eso y porque le faltaba la dentadura postiza, su dicción era confusa.

– ¿No te explicaron mil veces que los calmantes fuertes tienen efectos secundarios? -siguió.

Con enorme esfuerzo consiguió darse vuelta en la cama, sosteniéndose el vientre herido, mirando hacia la pared. Me conmovió: un hombre fuerte, independiente, autoritario, sometido a la más penosa de las humillaciones: la enfermedad y la vejez. Dependía de mí como un bebé depende de su madre: con menos confianza. Se resistía a admitirlo luchando contra mí, tratando de afirmar su independencia con la palabra, lo último, lo único que le quedaba.

Me costó volverme a dormir. Fui a la cocina, tomé un vaso de algo parecido a la leche pero mucho mejor si uno estaba dispuesto a creer en la publicidad. Prendí la radio y me puse los auriculares para no despertar a nadie. El secuestro de un viejo robado de una Casa no es una noticia para la radio y no me sorprendió que no lo mencionaran. En estos días la atención pública está concentrada en el nuevo paquete de medidas económicas y la radio dedica muy poco espacio a las noticias policiales, que lucen tanto mejor en colores en la tele. Sin muertos, sin dinero en juego, la noticia no volvería a abrirse paso entre la maraña de crímenes prolijamente documentados con videos que invade cada día las pantallas. A nadie le importa esta pequeña historia, excepto a nosotros mismos. Y a la Casa. Pero no por mucho tiempo.

A la mañana siguiente fui hasta un locutorio para hablar con Cora, que estaba viviendo con una amiga. Hace tiempo que nadie usa los teléfonos de la calle, cuyos restos persisten todavía como ruinas de otras eras. Temí que me exigiera despedirse de papá. Podían estar siguiéndola.

– Estás loco -me dijo por milésima vez-. Te crees que sos muy bueno, que sos un santo. Se nota que hace mucho que no vivías con papá.

– ¿Querés que le diga algo de tu parte?

– ¿No querías ser guionista de cine? Decile lo que se te ocurra. Inventa.

– ¿La viste a mamá?

– No me dejan entrar.

– Cora, cuídate. En un par de días se terminó todo y hablamos tranquilos.

Pero del otro lado no se oía más que su respiración alterada.

– Te quiero mucho -le dije, de pronto, y mi voz sonó con una extraña sinceridad que me sobresaltó: tenía el tono de una despedida.

Cora se puso a llorar y eso me alivió.

El médico de papá salía del edificio de Margot. Estaba muy pálido y las arrugas de la cara se le marcaban como huellas de arado. Caminaba con dificultad. En un movimiento involuntario lo tomé del brazo con fuerza.

– ¿Entró en coma? -le pregunté.

Se desprendió de mí con un gesto malhumorado.

– Está desayunando -me contestó.

Yo no lo hubiera llamado desayuno, pero era cierto que papá se estaba alimentando casi erguido en la camita, sostenido por almohadones. Margot le daba en la boca algo blando y blanco que pronto identifiqué como pan mojado en leche.

– ¿Pan? ¿Le estás dando pan? -pregunté alarmado-. ¿Qué dijo el médico?

Papá se limpió con una servilleta la boca y la barba apenas manchadas. Olía a colonia. Ahora tenía puesta su dentadura y me sonrió suavemente, con esa sonrisa de acrílico extrañamente joven, absurdamente blanca.

– Dijo que puedo lo que quiera.

– ¿Vos también vas a tener miedo de que le haga mal? ¿Acaso no se está muriendo? -dijo Margot.

En ese momento, como para imprimir más precisión al movimiento con que Margot le alcanzaba la cuchara a la boca, papá levantó una de sus manos grandes, de dedos largos amarillentos, con las uñas muy crecidas y los nudillos deformados y envolvió la mano de Margot. Ella se sobresaltó un poco.

– Me parece que ya puede sostener la cuchara sólito.

– Creo que sí -dijo papá, clavándole la mirada de sus ojos acuosos pero todavía celestes-. Pero sus manos son tan suaves. Gracias por todo.

– Me lo dice por la curación -dijo Margot, mirándome un poco incómoda.

– No. Se lo digo porque son suaves. Y porque a usted le gusta escucharlo.

Pero comer lo había agotado. Estaba transpirando por el esfuerzo. Salimos para dejarlo descansar tranquilo.

– Qué imagen tan rara, tan deformada que tenes de tu papá. Él no es como vos pensás.

– ¿Te parece que necesitará la morfina?

– Más adelante puede ser. Por ahora no. Las heridas están casi cicatrizadas, todo lo que hice fue cambiarle el apósito.

Apenas Margot se fue a su trabajo, como si en lugar de dormir hubiera estado atento a todos los sonidos de la casa, papá me llamó.

– Buen culo pero está un poco vieja -comentó, mirándome con expresión divertida-. ¿Habrá algo de comer?

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