Un director de cine no tiene necesidad de decirlo todo, de expresar en palabras lo que exhibe la imagen: pero yo sí tenía necesidad de cobrar mis últimos honorarios como guionista. Cuando Goransky me habló de la fiesta y del maquillaje, percibí en su tono una melodía culposa que me aseguraba como mínimo un mes más de pago. Tenía razón.
Fui a cobrar de mañana, en el horario de nuestros felices encuentros de otros tiempos, con la esperanza de que le hubiera dejado el dinero a su secretaria. No tenía ganas de verlo. Saludé a los guardias y entré a la sala de trabajo sin golpear, esperando encontrarla vacía. Las enredaderas, tan crecidas ya, extendían sus tallos gordos y peludos como tentáculos, cubiertos de flores carnosas, cuyos pétalos hinchados llenaban el aire de un olor dulzón, tropical.
Yo sabía que Goransky ya estaba trabajando con otro escritor. No deseaba el encuentro pero lo consideraba posible, y a pesar de todo me tomó de sorpresa. Mi reemplazante, la nueva guionista de Goransky, era una muchacha muy joven, muy fea, asombrosamente flaca, con el pelo teñido de varios colores y una mirada de admiración extática que me puso los nervios al rojo vivo. Tomaba notas en su pantalla portátil escribiendo al tacto para no apartar los ojos de Goransky que, como de costumbre, caminaba velozmente por toda la habitación, subiendo y bajando desniveles y escalones, acompañando su discurso con ademanes efectistas de sus brazos enormes y peludos.
Ayer apenas o casi ayer, Goransky y yo habíamos estado juntos en la Antártida, poniéndonos tres pares de medias de lana y una funda aislante antes de embutirnos las botas forradas en piel. Habíamos luchado por avanzar contra el viento y la nevisca mientras se nos congelaba el aliento en las fosas nasales, habíamos sentido esa mezcla de placer y claustrofobia que producía el calor en la sala común de la Esta ción, aislada en el desierto de hielo. Ahora Goransky estaba otra vez allí: con otra.
Todo lo que Margot había intentado provocar en mí, ese sentimiento desbordado, angustioso, que yo mismo pensé que te habías llevado para siempre, que ya no era capaz de sentir, apareció de golpe. Goransky estaba en la cumbre de su inspiración, hablaba con una claridad, con una convicción y, sobre todo, con una espontaneidad indignante. Yo había escuchado esas mismas seductoras palabras, más o menos en ese mismo tono, en uno de nuestros primeros encuentros.
La chica era tan nueva en el oficio como lo había sido yo: la expresión de su fea carita agradecía a los dioses la oportunidad de trabajar con un genio, o por lo menos con un brillante talento de la cinematografía. Podía leer en sus ojos conmovidos la certeza de que el trabajo iba a ser tan rápido, tan fácil, apenas dar forma, apenas organizar las ideas que brotaban como agua del manantial de la ingeniosa mente de Goransky. Todavía no sabía que ese manantial se iba a convertir en un arroyo y después en un río torrentoso, desmadrado, que terminaría por barrer en su crecida las mismas ideas que estaba generando y también las ideas de ella y, sobre todo, cualquier posibilidad de organizarías, fijarlas, convertirlas en una historia verosímil.
Pero no eran los futuros, previsibles problemas de la nueva guionista de Goransky los que me preocupaban. Ni el dinero. La estúpida realidad es que estaba loco de celos porque me había reemplazado, porque había pensado -aunque yo supiera que eso no era cierto ni posible- que otra persona iba a hacer mi trabajo mejor que yo, porque Goransky estaba decidido a intentarlo con esa chica despeinada, bizca, demasiado joven para entender lo que se esperaba de ella. En un rinconcito de mi cabeza que trataba de esconder a mí mismo, se alzaba la amenaza horrible de que Goransky y La Otra fueran capaces de inventar esa maldita historia, de escribir ese maldito guión, y hasta de filmarlo.
Goransky se detuvo en cuanto me vio, avergonzado. Él también sentía que me estaba engañando.
– Qué haces, Ernesto. Transpiraste -comentó. Yo tenía la ropa empapada de sudor-. ¿Siempre hace tanto calor para esta época?
– No sé, no me acuerdo. Debe ser el agujero de ozono -le dije.
Nos presentó. La chica no me miraba. ¿Sabría ya que estaba actuando una escena que pronto tendría que repetir haciendo mi papel? Goransky tenía preparado el sobre con mis honorarios, me lo entregó y me acompañó hasta la salida. No hablamos del guión. Lo que hizo fue describirme en breves trazos la desorbitada fiesta con la que pensaba atraer el interés de los medios en su película y, como consecuencia, el de los potenciales inversores. Yo sabía que debía reservar la compasión para mí mismo y sin embargo me dio lástima ese hombre grande y rico parecido a un chico que desea desesperadamente un juguete que sus padres no aprueban y no considera justo comprarlo con sus propios ahorros.
Pronto empezaría la filmación, me decía Goransky. Ahora estaba seguro de que el guión no iba a tardar en estar terminado y quería tener a los periodistas interesados desde el primer día de rodaje, siguiéndolo paso a paso hasta el estreno. Nada mejor que inaugurar el proyecto con una fiesta gigante. Hablamos de su propia caracterización y de su mujer, que deseaba parecerse a una joven esquimal. También me aseguró que ya estaba contratado como jefe de maquillaje para la película. En cuanto empezara el rodaje, deliraba Goransky, tendría a mi cargo un equipo de cinco maquilladores-peinadores, expertos en efectos especiales.
En ese momento tuve conciencia de que podría haber pasado entre vos y yo algo peor que ese simple dejar de amarme, algo peor que enamorarte de otro. Goransky me degradaba de guionista a jefe de maquillaje: como si después de haber sido tu amante, hubieras decidido contratarme como mucamo de mesa. Muy cerca tuyo dos veces por día, alcanzándote las fuentes por la izquierda.
Pero otra vez estaba cayendo en la trampa de la ilusión: antes por pasión, ahora por despecho. Tuve que recordarme que la película no existía, no existiría nunca, era solamente un sueño, y en cambio la fiesta era real, estaba ahí, en un futuro cercano, tenía fecha, ya habían empezado la organización y la inversión. Goransky estaba en tratativas con varias empresas de ferrocarriles para alquilar la estación Retiro. Como aquellas fiestas de la corte de Versalles, en que los nobles se disfrazaban de pastores o arlequines, las fiestas de los ricos tienen tema. Alguna vez fue la invitación a que todos se vistieran de un color determinado; otra vez, la propuesta de parecerse a los artistas clásicos de Hollywood. En esta fiesta el tema era el Frío, y el disfraz quedaba librado a la fantasía de los invitados. Para permitir cierta variedad en los disfraces, el continente Ártico y el Antártico, tanto más árido, iban a mezclarse con mucho menos rigor que en la película severamente sureña que planteaba Goransky. Habría Focas, Morsas, Ballenas, Caribús, Petreles, Huskies, Renos, atrevidas jóvenes Pingüinas y recatados Osos de cierta edad. Los originales de siempre se vestirían de Iglú, de Trineo, de Témpano y hasta de Tormenta de Nieve. Los estudiosos se darían el lujo de adoptar las arbitrarias y feroces formas de los Tornraks, los espíritus mágicos. Y los más clásicos se limitarían a parecer Exploradores o Esquimales, con estilizados disfraces preparados para soportar el calor pero también el aire acondicionado.
Sin quererlo, empecé a pensar en mi trabajo. Iba a tener que estudiar ciertos efectos, el brillo de la grasa con que se untaban los esquimales por ejemplo, y averiguar si se pintaban la cara para las ceremonias guerreras o religiosas. El desafío era interesante: la sobriedad del tema imponía pocas variantes. Diferenciar los disfraces dependería de la habilidad de los profesionales. Nos veríamos obligados a trabajar con pocos colores y tonos suaves, los auténticos colores del Frío, buscando las diferencias a través de tonos, matices y sutilezas: negro, blanco, amarillento, todos los grises, todos los castaños, el rojo reservado para la sangre.