Estaba tan sorprendido que sólo pude obedecer. Conté dos mil dólares, los separé del fajo de billetes y se los entregué.
– Tenes que pagarme -siguió mi padre- dos mil dólares por año, que me vas a dar cada vez el día de mi cumpleaños. Dentro de diez años me devolvés el capital, o sea los diez mil. Y si me muero antes, hijito querido, queda saldada la deuda.
Como no sabía si darle las gracias o mandarlo a la mierda, tomé el dinero y me lo guardé.
Cuando se fue, descubrí que me sentía más conmovido que enojado. Era un juego más, otra vez se trataba de ganar o perder, mi padre había hecho una apuesta de diez mil dólares contra la muerte. Y esta vez no le habían dado tiempo de cargar los dados.
Conté otra vez el dinero. Eran ocho mil.