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Veinte

En otras épocas, en las provincias del norte, los moribundos contaban con el Quitapenas. Con un hábil movimiento de torsión que comprometía las vértebras cervicales, el Quitapenas acortaba la agonía de los pacientes desahuciados.

¿Acaso no matan a los caballos? Nuestros médicos oscilan entre la piedad y el temor a los juicios por mala praxis. De ahí que exista tanta legislación reciente acerca de la muerte. Pero esas leyes no entran a las Casas, donde cada día de vida resulta en un beneficio económico concreto para la institución.

Ahora que las conozco por dentro, entiendo mejor al personal de las Casas. No están sometidos por la necesidad de ganarse su sueldo, ni han recibido ningún entrenamiento especial. Entrenarlos no bastaría: por encallecidos que estén, no serían capaces de resistir a los ruegos de los moribundos si no fueran personas ideológicamente afines al proyecto, seleccionadas por sus principios morales. Gente que por razones religiosas o por opiniones personales está en contra de toda piedad: porque tiene la tranquila seguridad interior de que la vida está por encima de cualquier otro valor; o porque cree que los sufrimientos en este mundo se contabilizan a favor en el otro. También hay hijos de puta, pero son los menos.

Anotando las ideas con lápiz y papel, hice un recuento de los métodos posibles para matar a mi padre. Empecé por los más obvios: ahogarlo con la almohada, contratar a un asesino profesional. Había tenido una larga conversación con su médico secreto acerca de las formas más eficaces, rápidas y suaves para librarlo del dolor. Papá está tragando con dificultad, eso descarta las drogas por boca. En cambio sería muy sencillo inyectar lo que se me diera la gana en el tubo de plástico que le lleva el suero y la medicación a la sangre. Sin embargo en la habitación hay guardia de enfermeras en forma permanente y sobornarlas es impensable. Ninguna de ellas arriesgaría su trabajo y quizás su libertad para ayudarlo a bien morir, y no sólo por miedo sino por convicción.

Dejé mi lista de muertes y empecé otra: todas las razones prácticas por las que me resultaba imposible matarlo o ayudarlo a morir dentro de la Casa, y cuando tuve la lista completa supe que esas razones eran falsas.

Papá no me había pedido que lo matara: sácame de aquí, me dijo, me quiero morir en paz. Y eso era lo que yo deseaba, más que cualquier otra cosa en este mundo: sacarlo de allí y que él lo supiera. Que viviera lo suficiente como para entender lo que estaba haciendo por él. Que estuviera a mi merced, admirado y agradecido. Que por una vez en nuestra historia, mi padre me expresara con palabras o al menos con la mirada, con un gesto o a través de su mismo silencio, aunque sea muriendo calladamente en mis brazos, que me dijera con su propia voz o que me hiciera sentir de algún modo lo que nunca había escuchado de él: que estaba orgulloso de mí.

Llamé a Margot y tomamos un café. La encontré tranquila, de buen humor, dispuesta a escucharme y, como siempre, feliz de compartir mis desdichas. Me hizo bien volver a verla. Cualquier clase de afecto me conforta en estos días. Voy a pedirle ayuda.

En cambio esta vez decidí no hablar con mi hermana. Nunca podría convencerla de que debemos sacar a papá de la Casa, pero estoy seguro de contar con ella una vez que lo tenga conmigo.

Romaris me sorprendió con una oferta de ayuda inesperada: su amiga Sandy Bell, el travestí que conduce uno de los programas más cargados de publicidad de la tele -es decir, uno de los más vistos-, podría darnos una mano en una emergencia. No todos están de acuerdo con el sistema de las Casas, hay organizaciones públicas y secretas que se les oponen. Sandy Bell no pertenece a ninguna, pero tiene suficiente fama y dinero como para actuar por sí misma en algunos casos.

Dejé de lado toda fantasía de intervenir personalmente. No soy capaz de aventuras violentas. Esos ocho mil dólares que me prestó mi padre -¿o eran diez mil?- y que acepté en su momento con repugnancia, servirán ahora para pagar a la gente que lo va a rescatar de sus supuestos salvadores.

Hoy estuve en un barrio tomado. Nosotros, los que vivimos en esa tierra de nadie en que se ha convertido buena parte de la ciudad, conocemos los barrios cerrados, donde viven nuestros amigos ricos, o nuestros clientes o nuestros patrones. Disfrutamos, aunque sea como invitados, la relativa seguridad de esas calles plácidas, arboladas. Pero de los barrios tomados yo no conocía mucho más de lo que sale en los diarios. Se sabe que existen, se hacen comentarios al respecto, se leen noticias de crímenes o de intervenciones policiales y se evitan con cuidado las calles que los atraviesan. Ya figuran en los mapas, señalados como si fueran parques o plazas a los que hay que rodear.

Me llevó Azcárate, el experto en tinturas de Charles Holstein. Hubo una época en que te hablaba mucho de él. Fue cuando trabajábamos juntos en una campaña institucional de su empresa: yo hacía el maquillaje y él era responsable del cabello de las modelos. El pobre Azcárate casi destruye a dos hermosas muchachas tratando de obtener cierto color difícil, un capricho del dueño de Charles Holstein que sus propias tinturas no lograban. Una de las modelos quedó parcialmente calva. En la otra, después de varios intentos, se logró el color deseado manteniendo el brillo y el volumen del pelo, pero la chica quedó con la cara tan hinchada y deformada por los productos químicos que todo mi talento como maquillador no alcanzaba a disimularlo. En medio de ese estúpido caos llegamos a hacernos muy amigos.

En Zum Zeppelin, donde cada uno se jactaba de lo que podía y donde mi amistad con Romaris hubiera provocado las bromas más imbéciles, Azcárate solía jactarse de sus contactos con personajes peligrosos, hablaba de incursiones a los barrios tomados, alardeaba de ciertas compras económicas en cantidades mayoristas de sustancias más o menos prohibidas con las que a veces nos convidaba. Se me ocurrió, sin esperanzas, pedirle ayuda. Para mi sorpresa, su jactancia tenía una parte de verdad.

No todos los vehículos entran en los barrios tomados. Nos llevó un taxista amigo de Azcárate que parecía baqueano y no tenía miedo. Por la tranquilidad con que manejaba, sin correr por las calles peligrosas y sin temor a detenerse, me di cuenta de que su auto llevaba algún tipo de identificación. Yo tenía mi pistola y cerraba la mano sobre la empuñadura en el bolsillo, tratando de convencerme a mí mismo de que sería capaz de usarla.

El deterioro físico del barrio por momentos daba pena pero casi siempre daba miedo. Las villas miseria, mientras no se las destruya o se las mude por la fuerza, tienen una evolución positiva, que las va convirtiendo poco a poco en barrios humildes: las casillas de cartón pasan a casillas de chapa, que a su vez, lentamente, pared por pared, van siendo reemplazadas por ladrillo. Con el tiempo se convierten en casitas pobres, mal pintadas pero siempre mejorando. En un barrio tomado sucede lo contrario. Casas y edificios de clase media, construidos con inmateriales de buena calidad, van sufriendo un proceso de degradación que la sola miseria no puede explicar. Sólo aquí, en su propio lugar, los vándalos tienen la posibilidad de expresarse en forma perfecta y absoluta sin temor a ningún tipo de represión. Idiotizados por la droga o por el odio, o por el aburrimiento y la frustración que provoca la falta de trabajo o vaya uno a saber por qué, jóvenes y viejos destruyen su propio entorno, se destruyen sistemáticamente así mismos y sin embargo, en lugar de desaparecer a fuerza de canibalismo, se reproducen y crecen como una mancha sucia de bordes deshilachados, uno de los tumores que invade la ciudad como aquel bulto negruzco, que brillaba en la foto del intestino de mi padre. La degradación es en todo comparable al avance de las células neoplásicas, que transforman tejidos diferenciados, capaces de cumplir cada uno con su función -viviendas, comercios, empresas, servicios públicos o privados, plazas, calles- en un magma gris, roto y sucio, en el que cables, basura, malezas, paredes, chicos y animales se mezclan en una confusión idéntica a sí misma, indiferenciada, inútil.

Azcárate hacía comentarios sobre el paisaje que intentaban ser graciosos. No parecía tan tranquilo como el chofer. Yo, que conocí otra ciudad, sentía una tristeza grande. Sin embargo el hombre y la mujer con los que tomamos café y conversamos estaban bien vestidos. La dicción que surgía desde atrás de sus máscaras era como la de cualquier joven universitario. Para llegar a ellos habíamos cruzado un pasillo semiderruido. Sonó una alarma y tuve que entregar mi pistola a un centinela antes de entrar a una habitación tan bien -o tan mal- provista como mi propio departamento, con el adecuado número de pantallas y olor a café verdadero. Azcárate no me había mentido: éstos no eran locos sino profesionales que trabajaban con pulcritud y alta precisión.

El dinero no fue todo. Lo que podía pagar era poco para una acción de tanto riesgo. Debí haberlo pensado. La muchacha estaba interesada en objetos de arte y sabía mucho sobre el tema, no sé si por razones de valor en el mercado -parecían estar en contacto con coleccionistas- o por gustos personales. O las dos cosas. Les ofrecí lo poco que tenía, casi recuerdos de infancia: un paisaje al óleo de Russo y un retrato de Alonso que me regalaron cuando me casé. El retrato era una hojita que parecía haber sido descartada y arrugada por el artista. Siempre pensé que alguien se había ocupado de levantarla del suelo, plancharla y enmarcarla para convertirla en un regalo. Pero tenía firma y les interesó cuando lo mencioné. También les interesó mi profesión de maquillador y me prometieron que en otra oportunidad se intercambiarían los papeles: ellos vendrían a contratarme a mí. No era el tipo de trabajo que más me interesaba pero lo disimulé.

Era cierto que Azcárate los conocía bien y también era cierto que parecían despreciarlo. Cerramos trato tan rápidamente como me fue posible. Queríamos irnos. La acción quedó supeditada a la tasación y entrega de los cuadros.

No era la primera vez que asaltaban una Casa pero hubieran preferido no tener que hacerlo nunca más. Son peligrosas. Muchas empresas ofrecen sus servicios de custodia, pero solamente los peces chicos utilizan este sistema. Las compañías grandes tienen ahora sus propios departamentos de seguridad, que organizan pequeños ejércitos privados. Esos grupos armados no sólo tienen funciones defensivas. El personal de seguridad de las Casas, además, está preparado para rastrear a los viejos que se escapan solos o con ayuda: son pocos, pero el caso está contemplado. Allí, en esa especie de cueva sorpresa, escuché mencionar otra vez el mito de los Viejos Cimarrones. Los guardias de las Casas atacan a cualquiera que proteja a los fugitivos o trate de impedir que sean devueltos al hogar. Negocios son negocios.

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