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En ese momento yo me arrastraba hacia uno de los cuerpos, sin ningún sentido, sin ninguna intención consciente, como un acto reflejo.

– ¿Buscaban psicofármacos? – preguntó uno de los guardias.

– No, éstos tienen la enfermedad. Querían remedios de los caros, ya les dije mil veces que es un peligro tenerlos aquí.

De pronto me descubrió, avanzando en cuatro patas hacia uno de los cadáveres.

– ¿Adonde va? No se les acerque. Y no les vaya a levantar la capucha que es un asco.

Me fui de allí, todavía no sé cómo. De algún modo mantenían el interior de la Casa libre de cámaras, pero ya había unos cuantos equipos de video en la vereda, aficionados y profesionales, grabando la escena en que el personal de la Casa sacaba los cuerpos sanguinolentos a la calle y entraba otra vez para llamar a la policía. Los guardias sobreactuaban para las cámaras una especie de recia indiferencia.

El taxi me estaba esperando fielmente en la puerta. Había visto entrar a los atacantes pero los taxistas confían mucho en su blindaje y en el servicio que prestan a todos por igual. Cualquiera que saliera vivo de la Casa podía necesitar un vehículo confiable. Abrí la puerta de atrás. Como el auto tenía tapizado nuevo, tuve la deferencia de vomitar en la vereda antes de subir.

Miré lo que había vomitado y vomité otra vez.

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