La desconfianza de Erígone, amiguitos, conmovió a Orestes. Eso me lo dijo Carlos Coffeen Serpas. Me miró a los ojos y me lo dijo o me lo susurró, como si sus palabras fueran el filo de la hostia, la hostia bisturí, y luego dijo que sólo a partir de ese momento, es decir después de haberse conmovido, Orestes pudo pensar seriamente en salvaguardar a Erígone de los peligros que la acechaban en la humeante Argos y que se componían, básicamente, de su locura, de su furor homicida, de su vergüenza, de su arrepentimiento, de todo aquello que Orestes llamaba el destino de Orestes y que no era otra cosa que el camino de la autodestrucción.
Así que Orestes estuvo toda la noche hablando con Erígone y en esa noche desnudó su corazón como nunca antes lo hiciera y al final, poco antes de que amaneciera, Erígone se dejó convencer por tantas y tan bien esgrimidas razones y aceptó el guía que Orestes le ofrecía y partió de la ciudad con las primeras luces del alba.
Desde una torre Orestes la vio alejarse de la ciudad. Después cerró los ojos y cuando los abrió Erígone ya no estaba en ninguna parte.
Cuando dijo esto Coffeen cerró los ojos y yo vi la luna (llena, menguante o creciente, no importaba) desplazándose a una velocidad infinita por cada una de las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, en el año incólume de 1968. Y pensé, como pensé entonces y como pienso ahora, ¿qué hacer? ¿No esperar a que volviera a abrir los ojos y largarme de aquella casa que se estaba desvencijando en el túnel del tiempo? ¿Esperar a que volviera a abrir los ojos y preguntarle por el significado, si lo tuviera, de ese pasaje de la mitología griega? ¿Quedarme quieta y cerrar los ojos yo también, con el peligro que eso comportaba, es decir que al abrirlos en lugar de Coffeen y de los cuadros llenos de polvo sólo viera las baldosas iluminadas por la luna que rielaba aquel mes de septiembre por la Ciudad Universitaria? ¿Decirme a mí misma que ya estaba bien de jugar con fuego y por lo tanto abrir los ojos y decir buenas noches o buenos días y largarme para siempre de aquella casa perdida en un horizonte mexicano de ojos cerrados? ¿Alargar mi mano y tocar el rostro de Coffeen y decirle con mi mirada que había entendido la historia (cosa absolutamente falsa) y después encaminarme con pasos seguros a la cocina y preparar un té o mejor un par de tilas?
Pude hacer todas esas cosas. Al final no hice nada.
Y Coffeen abrió los ojos y me miró. Eso es todo, dijo. Intentó sonreír, pero no pudo. O tal vez esa mueca o tic nervioso era su manera de hacerlo. El resto de la historia es bastante conocida. Orestes viaja en compañía de Pílades. En uno de sus viajes encuentra a su hermana Ifigenia. Tiene aventuras. Su fama se extiende por toda Grecia. Yo estuve a punto de decirle, cuando mencionó a Ifigenia, que hubiera hecho mejor en alejarse de sus hermanas, veneno puro, pero no lo dije. Y después Coffeen se puso de pie, como dándome a entender que ya era demasiado tarde y que él debía seguir trabajando o durmiendo o rememorando hazañas griegas en un rincón de la sala. El problema era que yo en ese momento había vuelto a pensar en Erígone y de golpe me di cuenta de algo en la historia que antes no había percibido. Algo, algo, ¿pero qué?
Así que Coffeen se quedó petrificado en su gesto que me invitaba a marcharme y yo me quedé petrificada en el sofá, mientras mi mirada se paseaba por el suelo, por los muebles, por la pared y por la figura del mismo Coffeen, en el gesto típico de quien está a punto de acordarse de algo, un nombre en la punta de la lengua, un pensamiento que se empieza a gestar en medio de descargas eléctricas y ríos de sangre y que sin embargo permanece como entre sombras o informe, atemorizado de sí mismo o atemorizado del engranaje que lo ha puesto en marcha, más bien atemorizado del efecto que ineludiblemente va a causar en el engranaje, pero que por otra parte no puede retrasar el encuentro, la salida, como si la palabra Erígone repetida hasta conformar una suerte de fórceps lo fuera sacando de su cueva en medio de berridos y risas involuntarias y otras atrocidades.
Y entonces, cuando aún no sabía qué era lo que había recordado o pensado, Coffeen dijo que era muy tarde y lo vi moverse nervioso por la sala, esquivando con una agilidad que sólo la costumbre proporciona los objetos que en otro tiempo constituyeron el confort y el lujo de la casa de Lilian Serpas.
Cronos, dije yo. He pensado en la historia de Cronos. ¿La conoces?, pregunté con acento agudo, más que como un improbable rescoldo rioplatense como una forma de protegerme. La historia de Cronos, claro que sí, dijo Coffeen, los ojos velados por una sustancia disolvente. No sé por qué he pensado en ella, dije yo para ganar tiempo. No tiene nada que ver con Orestes, dijo Coffeen. Ajá, dije yo sin taparme la boca y buscando en un dibujo de Coffeen colgado de la pared algo de elocuencia: en el dibujo se veía a un hombre avanzando por un camino mientras las estrellas, que tenían ojos, lo miraban. Francamente, no podía ser peor. Francamente, aquel cuadro no invitaba a la elocuencia. Francamente, me sentí bloqueada y por un momento me pareció, ¡como quien levanta la hoja de un rayo y ve lo que hay detrás!, que Coffeen era Orestes y yo Erígone y que aquellas horas de oscuridad se harían eternas, es decir que yo nunca más vería la luz del día, abrasada por la mirada negra del hijo de Lilian, que a la par de mis suposiciones y de mis miedos fue creciendo (aunque no ensanchándose) hasta adquirir las proporciones de un abedul o de un roble, un árbol enorme en medio de una noche enorme, el único árbol en la soledad de la pampa, que abría sus ojos, los ojos que vieron desaparecer a Erígone en la vastedad de los tiempos, y me miraba, y lo que al principio era perplejidad o simple desconocimiento, mirada que se cierne sobre un desconocido o sobre una encarnación del azar, paulatinamente fue convirtiéndose en una mirada de reconocimiento, y lo que antes era perplejidad pasó a ser odio, encono, furor homicida.
Y entonces comprendí y atrapé al vuelo aquello que se me había pasado desapercibido.
Alto, dije. Ahora recuerdo, dije. El aire enrarecido por el vuelo de miles de insectos se aclaró. Coffeen me miraba. Yo miraba un aeropuerto en donde no había aviones ni gente: sólo hangares sin sombras y pistas de aterrizaje, porque de ese aeropuerto sólo salían sueños y visiones. Era el aeropuerto de los borrachos y de los drogados. Y luego el aeropuerto se esfumó y en su lugar vi los ojos de Coffeen que me preguntaban qué era lo que había recordado. Y yo dije: nada. Nada, locuras mías, ideas mías. Hice el ademán de levantarme pues entonces sí que decidí que por aquella noche ya estaba bien, pero Coffeen puso una de sus manos sobre mi hombro y me retuvo. Que sea lo que Dios quiera, pensé. Yo no soy una mujer religiosa, pero eso fue lo que pensé. Y también pensé: no veré la luz de un nuevo día, que dicho así suena más bien cursi pero pensado en aquel momento sonaba como pórtico del misterio o algo así. Y, cosa sorprendente, lo que sentí entonces no fue miedo sino alivio, como si el darme cuenta de golpe de aquello que había pasado por alto en la historia de Erígone me hubiera anestesiado y aunque la sala de la casa de Lilian Serpas no era lo más parecido a un quirófano yo me sentí como si me estuvieran arrastrando hacia un quirófano. Pensé: estoy en el lavabo de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras y soy la última que queda. Iba hacia el quirófano. Iba hacia el parto de la Historia. Y también pensé (porque no soy tonta): todo ha acabado, los granaderos se han marchado de la Universidad, los estudiantes han muerto en Tlatelolco, la Universidad ha vuelto a abrirse, pero yo sigo encerrada en el lavabo de la cuarta planta, como si de tanto arañar las baldosas iluminadas por la luna hubiera abierto una puerta que no es el pórtico de la tristeza en el contínuum del Tiempo. Todos se han ido, menos yo. Todos han vuelto, menos yo. La segunda afirmación era difícil de aceptar porque la verdad es que no veía a nadie y si todos hubieran vuelto yo los vería. En realidad, si me esforzaba, lo único que conseguía ver eran los ojos de Carlos Coffeen Serpas. Pero la vaga certidumbre seguía allí, mientras mi camilla corría por el pasillo, un pasillo verde bosque y a trechos verde camuflaje militar y a trechos verde botella de vino, rumbo a un quirófano que se dilataba en el tiempo mientras la Historia anunciaba a gritos destemplados su Parto y los médicos anunciaban con susurros mi anemia, ¿pero cómo me van a operar de anemia?, pensaba yo. ¿Voy a tener un hijo, doctor?, susurraba haciendo un esfuerzo inmenso. Los médicos me miraban desde arriba, con sus verdes tapabocas de bandidos, y decían que no mientras la camilla iba cada vez más rápida por un pasillo que viboreaba como una vena fuera del cuerpo. ¿De verdad no voy a tener un hijo? ¿No estoy embarazada?, les preguntaba. Y los médicos me miraban y decían no, señora, sólo la llevamos para que asista al parto de la Historia. ¿Pero por qué tanta prisa, doctor?, ¡me estoy mareando!, les decía. Y los médicos respondían con el mismo sonsonete con que se responde a quien agoniza: porque el parto de la Historia no puede esperar, porque si llegamos tarde usted ya no verá nada, sólo las ruinas y el humo, el paisaje vacío, y volverá a estar sola para siempre aunque salga cada noche a emborracharse con sus amigos poetas. Entonces démonos prisa, les decía yo. La anestesia se me subía a lar cabeza como a veces se me suben los caldos de la extrañeza y dejaba (por el momento) de hacer preguntas. Fijaba mi vista en el techo y sólo oía el traqueteo de goma de la camilla y los gritos en sordina de otros enfermos, de otras víctimas del pentotal sódico (eso pensaba), y hasta sentía un ligero calorcillo confortable que subía lentamente por mis largos huesos helados.
Cuando llegábamos al quirófano la visión se empañaba y luego se trizaba y luego caía y se fragmentaba y luego un rayo pulverizaba los fragmentos y luego el viento se llevaba el polvo en medio de la nada o de la Ciudad de México.
Era la hora de abrir los ojos otra vez y de decirle algo, lo que fuera, a Carlos Coffeen Serpas.
Y lo que le dije fue que ya era tarde y que debía irme. Y Coffeen me miró, como si él también hubiera visto algo que normalmente sólo se ve en los sueños, y se apartó de un salto. Tu madre llegará mañana por la mañana, dije. Entendido, dijo Coffeen sin mirarme.
Me acompañó hasta la puerta. Cuando bajaba el primer tramo de escaleras me di la vuelta, él seguía allí, en el rellano, la puerta sin cerrar, mirándome. Me llevé una mano a la boca y empecé a decirle algo pero de pronto me di cuenta de que sólo estaba pronunciando sílabas incoherentes. Fue como si de improviso me hubiera vuelto gagá. Así que me quedé con la mano en la boca y mirándolo, pero sin atinar a decirle nada, hasta que Coffeen con un gesto en el que era lícito percibir miedo y cansancio a partes iguales cerró la puerta. Durante unos segundos permanecí inmóvil. Pensaba. Luego la luz de las escaleras se apagó y comencé a bajar despacio, en medio de la oscuridad, sin soltar la barandilla.