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Después volví al mundo. Basta de aventuras, me dije con un hilillo de voz. Aventuras, aventuras. Yo he vivido las aventuras de la poesía, que siempre son aventuras a vida o muerte, pero luego he regresado, he vuelto a las calles de México y la cotidianidad me ha parecido buena, para qué pedir más. Para qué engañarme más. La cotidianidad es una transparencia inmóvil que dura sólo unos segundos. Así que yo volví y la miré y me dejé envolver por ella. Yo soy la madre, le dije, y francamente no creo que las películas de terror sean lo más recomendable para mí. Y entonces la cotidianidad se hinchó como un globo de jabón, pero a lo bestia, y explotó.

Otra vez estaba en el lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras y era septiembre de 1968 y yo pensaba en las aventuras y en Remedios Varo. Son tan pocos los que se acuerdan de Remedios Varo. Yo no la conocí. Sinceramente, me encantaría decir que yo la conocí, pero la verdad es que no la conocí. Yo he conocido a mujeres maravillosas, fuertes como montañas o como corrientes marinas, pero a Remedios Varo no la conocí. No porque tuviera vergüenza de ir a verla a su casa, no porque no apreciara su obra (que aprecio de todo corazón), sino porque Remedios Varo murió en 1963 y yo en 1963 aún estaba en mi lejano y querido Montevideo.

Aunque algunas noches, cuando la luna entra en el lavabo de mujeres y yo aún estoy despierta, pienso que no, que en 1963 yo ya estaba en el DF y que don Pedro Garfias me escucha ensimismado pedirle la dirección de Remedios Varo, a quien él no frecuenta pero respeta, y luego se acerca con movimientos inseguros a su escritorio, saca un papelito, una agenda de un cajón, la pluma fuente de un bolsillo de su saco y me escribe ceremoniosamente y con excelente caligrafía las señas en donde yo puedo encontrar a la pintora catalana.

Y hacia allá voy volando, hacia la casa de Remedios Varo, que está en la colonia Polanco, ¿puede ser?, o en la colonia Anzures, ¿puede ser?, o en la colonia Tlaxpana, ¿puede ser?, la memoria juega malas pasadas cuando la luna menguante se instala como una araña en el lavabo de mujeres, en cualquier caso yo voy rauda por las calles de México que se suceden una tras otra y poco a poco, a medida que me acerco a su casa, van cambiando (y cada cambio se apoya en el cambio precedente, como sucesión y a la vez como crítica), hasta llegar a una calle en donde todas las casas parecen castillos derruidos, y entonces yo toco un timbre y espero unos segundos en donde sólo escucho el latido de mi corazón (porque yo soy así de tonta, cuando voy a conocer a alguien a quien admiro el corazón se me acelera), y luego escucho unos pasitos y alguien abre la puerta y es Remedios Varo.

Tiene cincuenta y cuatro años. Es decir, le queda un año de vida.

Me invita a pasar. No recibo muchas visitas, me dice. Yo voy delante y ella va detrás. Entre, entre, dice y yo avanzo por un pasillo débilmente iluminado hasta una sala de grandes proporciones, con dos ventanas que dan a un patio interior, veladas por un par de pesadas cortinas de color lila. En la sala hay un sillón y yo me siento. Sobre la mesita camilla reposan dos tazas de café. En un cenicero observo tres colillas. La conclusión obvia es que hay una tercera persona en la casa. Remedios Varo me mira a los ojos y sonríe: estoy sola, anuncia.

Le digo cuánto la admiro, le hablo de los surrealistas franceses y de los surrealistas catalanes, de la Guerra Civil española, de Benjamín Péret no le hablo porque se separaron en 1942 y no sé qué recuerdos guardará de él, pero sí que le hablo de París y del exilio, de su llegada a México y de su amistad con Leonora Carrington, y entonces me doy cuenta de que le estoy contando a Remedios Varo su propia vida, que me estoy comportando como una adolescente nerviosa que recita su lección ante un tribunal inexistente. Y entonces me pongo roja como un tomate y digo perdón, no sé qué digo, digo ¿podría fumar?, y busco en mi bolso mi paquete de Delicados, pero no lo encuentro, y digo ¿tiene un cigarrillo?, y Remedios Varo, que está de pie de espaldas a un cuadro cubierto con una falda vieja (pero una falda vieja, me digo, que debió de pertenecer a una giganta), dice que ya no fuma, que sus pulmones ahora son débiles, aunque no tiene cara de tener los pulmones malos, ni siquiera tiene cara de haber visto algo malo, aunque yo sé que ella ha visto muchas cosas malas, la ascensión del diablo, el inacabable cortejo de termitas por el Árbol de la Vida, la contienda entre la Ilustración y la Sombra o el Imperio o el Reino del Orden, que de todas esas maneras puede y debe ser llamada la mancha irracional que pretende convertirnos en bestias o en robots y que lucha contra la Ilustración desde el principio de los tiempos (conjeturación mía que ningún ilustrado daría por buena), yo sé que ella ha visto cosas que muy pocas mujeres saben que han visto y que ahora está viendo su muerte a un plazo fijo inferior a doce meses, y sé que hay alguien más en su casa que sí fuma, y que no desea ser sorprendido por mí, lo que me hace pensar que quienquiera que sea es alguien a quien yo conozco.

Entonces suspiro y miro la luna menguante reflejada en las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta y con un gesto que se sobrepone al cansancio y al miedo extiendo la mano y le pregunto qué cuadro es ese que tiene tapado con la falda de giganta. Y Remedios Varo me mira sonriendo y luego se da vuelta, me da la espalda y durante un rato estudia el cuadro, pero sin quitar o descorrer la falda que lo preserva de miradas indiscretas. Es el último, dice. O tal vez dice es el penúltimo. El eco de sus palabras rebota contra las baldosas arañadas por la luna y así es fácil confundirse entre el último y el penúltimo. Ay, todos los cuadros de Remedios Varo, en esa hora de insomnio militante, desfilan como lágrimas vertidas por la luna o por mis ojos azules. Y así es difícil, sinceramente, fijarse en los detalles o distinguir con claridad la palabra último de la palabra penúltimo. Y entonces Remedios Varo levanta la falda de la giganta y yo puedo ver un valle enorme, un valle visto desde la montaña más alta, un valle verde y marrón, y la sola visión de ese paisaje me produce angustia, pues yo sé, de la misma manera que sé que hay otra persona en la casa, que lo que la pintora me muestra es un preámbulo, una escenografía en la que se va a desarrollar una escena que me marcará con fuego, o no, con fuego no, nada me va a marcar con fuego a estas alturas, lo que intuyo más bien es un hombre de hielo, un hombre hecho de cubos de hielo que se acercará y me dará un beso en la boca, en mi boca desdentada, y yo sentiré esos labios de hielo en mis labios y veré esos ojos de hielo a pocos centímetros de mis ojos, y entonces desfalleceré como Juana de Ibarbourou y musitaré ¿por qué yo?, coquetería que me será perdonada, y el hombre hecho de cubos de hielo pestañeará, parpadeará, y en ese pestañeo y en ese parpadeo yo alcanzaré a ver un huracán de nieve, apenas, como si alguien abriera la ventana y luego, arrepentido, la cerrara abruptamente diciendo aún no, Auxilio, lo que has de ver lo verás, pero aún no.

Yo sé que ese paisaje, ese valle inmenso con un ligero aire de fondo renacentista, espera.

¿Pero qué espera?

Y entonces Remedios Varo cubre la tela con la falda y me ofrece un café y nos ponemos a hablar de otras cosas, de la vida diaria, por ejemplo, aunque entre medio se cuelan palabras descontextualizadas, como parusía o hierofanía, como psicofármacos o electroshock. Y luego hablamos de alguien que hace o hizo hace poco una huelga de hambre y yo me escucho decir: después de una semana sin comer ya no tienes hambre, y Remedios Varo me mira y dice: pobrecilla.

Justo en ese momento la pesada cortina de color lila se agita y yo me pongo de pie de un salto y no puedo (ni me permito) reflexionar sobre lo que acaba de decir la pintora catalana. Me acerco a la ventana, aparto la cortina y descubro a un gatito negro. Doy un suspiro de alivio. Sé que, a mis espaldas, Remedios Varo está sonriendo y preguntándose al mismo tiempo quién soy yo. La ventana da a un pequeño jardín interior en donde sestean otros cinco o seis gatos. ¡Cuántos gatos! ¿Son todos suyos? Más o menos, dice Remedios Varo. La miro: el gatito negro está entre sus brazos y Remedios Varo le dice: bonic, on eres?, bonic, feia hores que et buscava.

¿Quieres escuchar un poco de música?

¿Me lo dice a mí o se lo dice al gatito? Supongo que a mí, porque al gatito le habla en catalán, aunque a simple vista cualquiera se puede dar cuenta de que se trata de un gato mexicano, un gato mexicano callejero con una estirpe de por lo menos trescientos años, aunque ahora que la luna se traslada, con pasitos de gata, de una baldosa a otra del lavabo de mujeres, me pregunto si en México, antes de que llegaran los españoles, había gatos, y me respondo a mí misma, desapasionadamente, objetivamente, incluso con un deje de indiferencia, que no, no había gatos, los gatos llegaron con la segunda o la tercera oleada. Y entonces, con voz de sonámbula porque estoy pensando en los gatos sonámbulos de México, le digo que sí y Remedios Varo se acerca al tocadiscos, un tocadiscos viejo, cosa que no tiene nada de raro pues estamos en el increíble año de 1962 y todas las cosas son viejas, ¡todas las cosas se llevan una mano a la boca como yo para ahogar un grito de asombro o una confidencia inoportuna!, y pone un disco, y me dice: es el concertino en la menor de Salvador Bacarisse, y yo escucho por primera vez a ese músico español y me pongo a llorar, otra vez, mientras la luna salta de una baldosa a otra, en cámara lenta, como si esta película la dirigiera yo y no la naturaleza.

¿Cuánto rato estuvimos escuchando a Bacarisse?

No lo sé. Sólo sé que en algún momento Remedios Varo levanta el brazo del tocadiscos y da por concluida la audición. Y luego yo me acerco a ella (porque no quiero irme, he de reconocerlo) y me ofrezco, arrebolada, para lavarle las tazas que hemos empleado, para barrerle el suelo, para sacarle el polvo a los muebles, para abrillantarle los cacharros de la cocina, para ir a hacerle la compra, para hacerle la cama, para prepararle la bañera, pero Remedios Varo sonríe y me dice: ya no necesito nada de eso, Auxilio, gracias de todas maneras. Ya no necesito nada. Ya no preciso de ninguna ayuda, dice Remedios Varo. ¡Mentira! ¿Cómo no va a necesitar nada?, pienso mientras me acompaña hasta la puerta de calle.

Y luego me veo en el zaguán de su casa. Ella está en el interior y con una mano sujeta el pomo de la puerta. Hay tantas cosas que quisiera preguntarle. La primera, si puedo volver a visitarla. Un sol como vino blanco se extiende ahora por toda la calle vacía. Es ese sol el que ilumina su rostro y lo tiñe de melancolía y valor. Bien. Todo está bien. Es hora de irme. No sé si darle la mano o darle un beso en cada mejilla. Las latinoamericanas, hasta donde sé, sólo damos un beso. Un beso en una mejilla. Las españolas dan dos. Las francesas dan tres. Cuando yo era jovencita pensaba que los tres besos que daban las francesas querían decir: libertad, igualdad, fraternidad. Ahora sé que no, pero me sigue gustando pensarlo. Así que le doy tres besos y ella me mira como si también, en algún momento de su vida, hubiera creído lo mismo que yo. Un beso en la mejilla izquierda, otro en la derecha, un último beso en la mejilla izquierda. Y Remedios Varo me mira y su mirada dice: no te preocupes, Auxilio, no te vas a morir, no te vas a volver loca, tú estás manteniendo el estandarte de la autonomía universitaria, tú estás salvando el honor de las universidades de nuestra América, lo peor que te puede pasar es que adelgaces horriblemente, lo peor que te puede pasar es que tengas visiones, lo peor que te puede pasar es que te descubran, pero tú no pienses en eso, mantente firme, lee al pobre Pedrito Garfias (ya podías haberte llevado otro libro al baño, mujer) y deja que tu mente fluya libremente por el tiempo, desde el 18 de septiembre al 30 de septiembre de 1968, ni un día más, eso es todo lo que tienes que hacer.

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