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Así que allí estaba, amiguitos, la madre de la poesía mexicana con su navaja en el bolsillo siguiendo a dos poetas que aún no habían cumplido los veintiún años, a través de ese río turbulento que era y es la avenida Guerrero, similar no al Amazonas, para qué vamos a exagerar, sino al Grijalva, el río que en su día cantó Efraín Huerta (si la memoria no me engaña), aunque el Grijalva nocturno que era y es la avenida Guerrero había perdido desde tiempos inmemoriales su condición primigenia de inocencia. Es decir, aquel Grijalva que fluía en la noche era, bajo todos los aspectos, un río condenado por cuya corriente se deslizaban cadáveres o prospectos de cadáveres, automóviles negros que aparecían, desaparecían y volvían a aparecer, los mismos o sus silenciosos ecos enloquecidos, como si el río del infierno fuera circular, cosa que, ahora que lo pienso, probablemente sea.

Lo cierto es que yo caminé detrás de ellos y ellos se adentraron en la avenida Guerrero y luego torcieron en la calle Magnolia y por los gestos que hacían se diría que platicaban animadamente, aunque no era la hora ni el lugar más idóneo para el ejercicio del diálogo. De los locales de la calle Magnolia (no muy numerosos, por cierto) desfallecía una música tropical que invitaba al recogimiento y no a la fiesta o al baile, de vez en cuando atronaba un grito, recuerdo que pensé que la calle parecía una espina o una flecha clavada a un costado de la avenida Guerrero, imagen que no hubiera desagradado a Ernesto San Epifanio. Luego ellos se detuvieron delante del letrero luminoso del hotel Trébol, lo que también tenía su gracia, pues era o me pareció que era (estaba muy nerviosa) como si un establecimiento sito en la calle Berlín se llamara París, y entonces parecieron discutir la estrategia que a partir de ese momento seguirían: Ernesto, en el último momento, me dio la impresión de querer dar media vuelta y alejarse lo más rápido posible de allí, Arturito, por el contrario, se mostraba dispuesto a seguir, completamente identificado con el papel de tipo duro que yo había contribuido a darle y que él, aquella noche carente de todo, hasta de aire, aceptaba como una hostia de carne amarga, esa hostia que nadie tiene derecho a tragar.

Y entonces los dos héroes entraron en el hotel Trébol. Primero Arturo Belano y luego Ernesto San Epifanio, poetas forjados en México DF, y tras ellos entré yo, la barrendera de León Felipe, la destrozajarrones de don Pedro Garfias, la única persona que se quedó en la Universidad en septiembre de 1968, cuando los granaderos violaron la autonomía universitaria. Y el interior del hotel, al primer vistazo, me resultó decepcionante. En casos así es como si una se tirara con los ojos cerrados en una piscina de fuego y luego abriera los ojos. Yo me tiré. Yo abrí los ojos. Y lo que vi no tenía nada de terrible. Una recepción diminuta, con dos sofás en los que el paso del tiempo había causado estragos que no tienen nombre, un recepcionista moreno, chaparro y con una enorme mata de pelo negro azabache, un tubo fluorescente que colgaba del techo, suelo de baldosas verdes, una escalera cubierta por una moqueta de plástico gris sucio, una recepción de ínfima categoría aunque para una porción de la colonia Guerrero tal vez ese hotel fuera considerado un lujo razonable.

Tras parlamentar con el recepcionista los dos héroes subieron por las escaleras y yo entré en el hotel y le dije al recepcionista que venía con ellos. El chaparro parpadeó y quiso decir algo, quiso enseñar los colmillos, pero para entonces yo ya estaba en el primer piso y a través de una nube de desinfectante y luz mortecina se desnudó ante mis ojos un pasillo que estaba desnudo desde los primeros días de la Creación, y abrí una puerta que se acababa de cerrar y accedí, testigo invisible, a la cámara real del rey de los putos de la colonia Guerrero.

Por descontado, amiguitos, el Rey no estaba solo. En la habitación había una mesa y sobre la mesa había un tapete verde, pero los ocupantes de la habitación no jugaban a las cartas sino que llevaban a cabo las cuentas del día o de la semana, es decir, sobre la mesa había papeles con nombres y números escritos, y había dinero.

Nadie se sorprendió de verme.

El Rey era fuerte y debía de rondar los treinta años. Tenía el pelo castaño, de esa tonalidad de castaño que en México no sabré nunca si en serio o en broma llaman güero, y vestía una camisa blanca, un poco transpirada, que permitía al espectador casual apreciar como al descuido unos antebrazos musculosos y velludos. Junto a él estaba sentado un tipo gordito, con bigotes y patillas desmesuradas, probablemente el contralor del reino. Al fondo de la habitación, en las penumbras que envolvían la cama, un tercer hombre nos vigilaba y nos escuchaba moviendo la cabeza. Yo lo primero que pensé fue que ese hombre no estaba bien. Al principio fue el único que me dio miedo, pero conforme pasaron los minutos el temor se transformó en conmiseración: pensé que el hombre que estaba semirrecostado en la cama (en una posición que, por otra parte, debía de requerir un gran esfuerzo) no podía ser sino alguien enfermo, tal vez un subnormal, tal vez un sobrino subnormal o sedado del Rey, y eso me hizo reflexionar que por mala que sea la situación que uno pasa (en este caso la situación por la que pasaba Ernesto San Epifanio) siempre hay otro que lo pasa peor.

Recuerdo las palabras del Rey. Recuerdo su sonrisa al ver a Ernesto y su mirada inquisitiva al ver a Arturo. Recuerdo la distancia que el Rey puso entre su persona y sus visitantes con un solo gesto, el de coger el dinero y guardárselo en un bolsillo. Después hablaron.

El Rey evocó dos noches en las que Ernesto se había sumergido voluntariamente y habló de contraer obligaciones, las obligaciones que todo acto, por gratuito o accidental que sea, conlleva. Habló del corazón. El corazón de los hombres, que sangra como las mujeres (creo que se refería a la menstruación) y que obliga a los verdaderos hombres a responsabilizarse de sus actos, cualesquiera que éstos sean. Y habló de las deudas: no había nada más despreciable que una deuda mal saldada. Eso dijo. No habló de deuda no saldada sino mal saldada. Luego calló y esperó a escuchar lo que tenían que decir sus visitantes.

El primero fue Ernesto San Epifanio. Dijo que él no tenía ninguna deuda con el Rey. Dijo que lo único que hizo fue acostarse dos noches seguidas con él (dos noches locas, precisó), tal vez a sabiendas de que se estaba metiendo en la cama con el rey de los putos, y sin calibrar, por ende, los peligros «y responsabilidades» que con tal acción contraía, pero que lo había hecho inocentemente (aunque al decir la palabra inocente Ernesto no pudo reprimir una risilla nerviosa, que acaso contradecía el adjetivo autoadjudicado), guiado sólo por el deseo y por la aventura, y no por el secreto designio de convertirse en el esclavo del Rey.

Tú eres mi puto esclavo, dijo interrumpiéndolo el Rey. Yo soy tu puto esclavo, dijo el hombre o el muchacho que estaba en el fondo de la habitación. Tenía una voz aguda y doliente que me hizo pegar un respingo. El Rey se volvió y lo mandó a callar. Yo no soy tu puto esclavo, dijo Ernesto. El Rey miró a Ernesto con una sonrisa paciente y malévola. Le preguntó quién creía que era. Un poeta homosexual mexicano, dijo Ernesto, un poeta homosexual, un poeta, un (el Rey no entendió nada), y después añadió algo sobre el derecho que tenía (el derecho inalienable) de acostarse con quien quisiera y no por ello ser considerado un esclavo. Si esto no fuera tan patético me moriría de risa, dijo. Pues muérete de risa, dijo el Rey, antes de que te condecoren. Su voz de pronto se había vuelto dura. Ernesto se ruborizó. Yo lo veía de perfil y noté cómo su labio inferior temblaba. Te vamos a martirizar, dijo el Rey. Te vamos a dar cran hasta que revientes, dijo el contralor del reino. Te vamos a dar fierro hasta condecorarte los meros pulmones, hasta condecorarte el mero corazón, dijo el Rey. Lo curioso, sin embargo, fue que dijeron todo lo anterior sin mover los labios y sin que saliera sonido alguno de sus bocas.

Deja de molestarme, dijo Ernesto con voz exangüe.

El pobre muchacho subnormal del fondo de la habitación se puso a temblar y se cubrió con una manta. Poco después todos pudimos escuchar sus gemidos ahogados.

Entonces habló Arturo. ¿Quién es?, dijo.

¿Quién es quién, buey?, dijo el Rey. ¿Quién es ése?, dijo Arturo y señaló el bulto de la cama. El contralor dirigió una mirada inquisitiva hacia el fondo de la habitación y después miró a Arturo y a Ernesto con una sonrisa vacía. El Rey no se volvió. ¿Quién es?, dijo Arturo. ¿Quién chingados eres tú?, dijo el Rey.

El muchacho del fondo de la habitación se estremeció bajo la manta. Parecía que daba vueltas. Enredado o ahogado, quien lo mirara ya no podía precisar si su cabeza estaba cerca de la almohada o a los pies de la cama. Está enfermo, dijo Arturo. No era una pregunta, ni siquiera una afirmación. Fue como si lo dijera para sí mismo y fue, al mismo tiempo, como si flaqueara, y qué curioso, en ese momento escuché su voz y en vez de ponerme a pensar en lo que había dicho o en la enfermedad de aquel pobre muchacho, pensé que Arturo había recuperado (y aún no había perdido) el acento chileno durante los meses que había pasado en su país. Acto seguido me puse a pensar qué pasaría si yo, es un suponer, volviera a Montevideo. ¿Recuperaría mi acento? ¿Dejaría, paulatinamente, de ser la madre de la poesía mexicana? Yo soy así. Pienso las cosas más peregrinas e inoportunas en los peores momentos.

Pues aquél, sin duda, era uno de los peores momentos y yo incluso pensé que el Rey nos podía matar con total impunidad y tirar nuestros cadáveres a los perros, los perros mudos de la colonia Guerrero, o hacernos alguna cosa peor. Pero entonces Arturo carraspeó (o eso me pareció) y se sentó en una silla desocupada frente al Rey (pero la silla antes no estaba allí) y se tapó la cara con las manos (como si estuviera mareado o temiera desmayarse) y el Rey y el contralor del reino lo miraron con curiosidad, como si nunca hubieran visto a un matón tan lánguido en sus vidas. Entonces Arturo dijo, sin quitarse las manos de la cara, que aquella noche tenían que resolverse definitivamente todos los problemas que tenía Ernesto San Epifanio. La mirada de curiosidad del Rey se le derritió en la cara. Eso pasa siempre con las miradas de curiosidad: tienden a convertirse en otra cosa a las primeras de cambio; se derriten, pero no se acaban de derretir; se quedan a medio camino, la curiosidad es larga y aunque la ida parece corta (porque estamos predispuestos a ella), el regreso se hace interminable: una pesadilla inconclusa. Y la mirada del Rey aquella noche era fiel reflejo de eso: una pesadilla inconclusa de la que hubiera querido escapar mediante la violencia.

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