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Entonces empezó la aventura.

Yo lo vi. Yo doy fe. Yo estaba sentada en otra mesa, hablando con un periodista novato de la sección de cultura de un periódico del DF, y acababa de comprarle un dibujo a Lilian Serpas, y Lilian Serpas después de vendernos el dibujo nos había sonreído con su sonrisa más enigmática (pero la palabra enigma no alcanza a dibujar la oscuridad abismal que era su sonrisa) y había desaparecido en la noche del DF y yo le decía al periodista quién era Lilian Serpas, le decía que el dibujo no era suyo sino de su hijo, le contaba lo poco que sabía de esa mujer que aparecía y desaparecía por los bares y cafeterías de la avenida Bucareli. Y en ese momento, mientras yo hablaba y Arturo contemplaba en la mesa vecina los remolinos conjeturales de su tequila, Ernesto San Epifanio se alejó de la barra y se sentó junto a él y por un instante yo sólo vi sus dos cabezas, sus dos matas de pelo largo que caían hasta los hombros, la de Arturo rizada y la de Ernesto lacia y mucho más oscura, y durante un rato hablaron mientras el Encrucijada Veracruzana se iba vaciando de los últimos noctámbulos, los que de repente tenían prisa por irse y gritaban viva México desde la puerta y los que estaban tan briagos que ni siquiera podían levantarse de las sillas.

Y entonces yo me levanté y me quedé de pie junto a ellos como la estatua de cristal que hubiera querido ser cuando niña y escuché que Ernesto San Epifanio contaba una historia terrible sobre el rey de los putos de la colonia Guerrero, un tipo al que llamaban el Rey y que controlaba la prostitución masculina de ese típico y, ¿por qué no?, entrañable barrio capitalino. Y el Rey, según Ernesto San Epifanio, había comprado su cuerpo y ahora él le pertenecía en cuerpo y alma (que es lo que pasa cuando por descuido uno deja que lo compren) y si no accedía a sus requisitorias la justicia y el rencor del Rey caerían contra él y contra su familia. Y Arturito escuchaba lo que decía Ernesto y por momentos levantaba la cabeza de su maelström de tequila y buscaba los ojos de su amigo como si se estuviera preguntando cómo pudo Ernesto ser tan pendejo para meterse de cabeza en una historia así. Y Ernesto San Epifanio, como si leyera los pensamientos de su amigo, dijo que en determinado momento de sus vidas todos los gays de México cometían una pendejada irreparable, y después dijo que no tenía a nadie que lo ayudara y que si las cosas seguían así tendría que convertirse en el esclavo del rey de los putos de la colonia Guerrero. Y entonces Arturito, el niño que yo había conocido cuando tenía diecisiete años, dijo ¿y tú quieres que yo te ayude a solucionar esta chingada?, y Ernesto San Epifanio dijo: esta chingada no tiene solución, pero no me iría mal que tú me ayudaras. Y Arturo dijo: ¿qué quieres que haga, que mate al rey de los putos? Y Ernesto San Epifanio dijo: no quiero que mates a nadie, sólo quiero que me acompañes y le digas que me deje en paz para siempre. Y Arturo dijo: ¿y por qué chingados no se lo dices tú? Y Ernesto dijo: si voy yo solo y se lo digo me van a dar fierro todos los guaruras del rey de los putos y luego tirarán mi cadáver a los perros. Y Arturo dijo: ah, que la chingada. Y Ernesto San Epifanio dijo: pero tú eres el chingonazo. Y Arturo dijo: no la chingues. Y Ernesto dijo: yo ya chingué, mis poemas van a quedar en el santoral de la poesía mexicana, si no me quieres acompañar no me acompañes. En el fondo, tú tienes la razón. ¿De qué razón hablamos?, dijo Arturo y se desperezó como si hasta ese momento hubiera estado soñando. Después se pusieron a hablar del poder que ejercía el rey de los putos de la colonia Guerrero y Arturo preguntó en qué se basaba ese poder. En el miedo, dijo Ernesto San Epifanio, el Rey imponía su poder mediante el miedo. ¿Y yo qué tengo que hacer?, dijo Arturito. Tú no tienes miedo, dijo Ernesto, tú vienes de Chile, todo lo que el Rey me pueda hacer a mí tú lo has visto multiplicado por cien o por cien mil. Cuando Ernesto lo dijo yo no vi la cara de Arturo pero adiviné que el gesto que tenía hasta entonces, ligeramente extraviado, se descomponía sutilmente con una arruguita casi imperceptible, pero en la que se concentraba todo el miedo del mundo. Y entonces Arturito se rió y luego Ernesto se rió, sus risas cristalinas semejaron pájaros polimorfos en el espacio como lleno de cenizas que era el Encrucijada Veracruzana a aquella hora, y luego Arturo se levantó y dijo vamonos a la colonia Guerrero y Ernesto se levantó y salió junto con él y al cabo de treinta segundos yo también salí disparada del bar agonizante y los seguí a una distancia prudente porque sabía que si me veían no me iban a dejar ir con ellos, porque yo era mujer y una mujer no se mete en tales fregados, porque yo ya era mayor y una persona mayor no tiene el empuje de un joven de veinte años y porque en esa hora incierta de la madrugada Arturito Belano aceptaba su destino de niño de las alcantarillas y salía a buscar a sus fantasmas.

Y yo no quería dejarlo solo. Ni a él ni a Ernesto San Epifanio. Así que salí detrás de ellos, a una distancia prudente, y mientras caminaba empecé a buscar en mi bolso o en mi viejo morral oaxaqueño mi navaja de la suerte y esta vez sí que la encontré sin ninguna dificultad y me la metí en un bolsillo de mi falda plisada, una falda plisada gris, con dos bolsillos a los lados, que rara vez me ponía y que era un regalo de Elena. Y en aquel momento no pensé en las consecuencias que tal acto podía acarrearme a mí y a otros que sin ninguna duda se verían implicados. Pensé en Ernesto, que aquella noche iba vestido con un saco de color lila y una camisa de color verde oscuro de cuello y puño duro, y pensé en las consecuencias del deseo. Y también pensé en Arturo, que de golpe y porrazo había ascendido involuntariamente a la categoría de veterano de las guerras floridas y que, vaya una a saber por qué oscuros motivos, aceptaba las responsabilidades que tal equívoco traía consigo.

Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche, la avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad, y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio del año 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo.

Y ya para entonces habíamos cruzado por Puente de Alvarado y habíamos entrevisto a las últimas hormigas humanas que trasegaban amparadas por la oscuridad de la plaza San Fernando, y yo entonces empecé a sentirme francamente nerviosa porque a partir de ese momento entrábamos de verdad en el reino del rey de los putos a quien el elegante Ernesto (un hijo, por lo demás, de la sufrida clase trabajadora del DF) tanto temía.

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